Inicio / Romance / Sálvame de tu Amor / Corazón o cabeza (2da. Parte)
Corazón o cabeza (2da. Parte)

El mismo día

Londres

Rachel

Hay ciclos que se cierran con éxito, con tristeza, con rabia o con un suspiro de alivio... pero se cierran. Y al hacerlo, uno se queda ahí, de pie frente a una página en blanco, preguntándose cómo carajos se empieza de nuevo. ¿Con una copa en la mano, riendo a carcajadas con amigos mientras finges que no duele? ¿O sola, con el silencio como única compañía, tratando de entender por qué dolió tanto? ¿O quizás con alguien que, sin decir mucho, te mira y simplemente… te entiende?

Pero seamos honestos: volver a empezar cuesta. No porque lo que dejamos atrás haya sido perfecto, sino porque nos desgastó. Porque nos exigió. Porque nos cambió. Y sí, a veces quisiéramos avanzar de golpe, arrancarnos las emociones como si fueran una chaqueta vieja… pero no funciona así. No hay atajos para sanar. Solo caminos que se caminan lento.

Por eso es darnos ese tiempo. Ese espacio. Para desordenarnos si hace falta. Para llorar lo que no lloramos. Para aceptar lo que no pudimos cambiar. Y cuando llegue el momento, entonces sí, avanzar. Sin prisas. Sin máscaras. Sin culpas. Porque eso que terminó, sea como haya sido, fue parte de nosotros. Y aunque duela, también merece su despedida.

En lo personal, acababa de cerrar una etapa complicada de mi vida. Una etapa que, honestamente, me desgastó más de lo que me gusta admitir. Mi matrimonio con Dustin fue, en su inicio, una especie de ilusión… un espejismo disfrazado de futuro. Comenzó con promesas dulces, con frases huecas que en su momento sonaban como música. Había pasión, sí, esa clase de atracción ciega que te hace creer que el resto puede construirse después. Pero no había amor. Nunca lo hubo. Y, aun así, acepté casarme.

La presión de nuestras familias, la idea de un hogar, los discursos repetidos de “él es un buen partido”, me dejé convencer. Me dejé llevar. Y pensé, quizás como muchas, que con el tiempo aprendería a quererlo. Que sería feliz. Qué idiota fui. Sin embargo, la luna de miel no duró ni tres meses. Literal. Bastó ese tiempo para que la máscara cayera. Mi flamante esposo no tardó en revolcarse con cuanta puta se cruzará por su camino. Lo supe. Lo sospeché. Pero me callé. Me aferré a una esperanza estúpida. Y seguí como una idiota enamorada de la idea, no del hombre. Hasta que un día, la venda se me cayó de los ojos. Y ya no hubo vuelta atrás.

Después de dos años de matrimonio… si es que a eso se le puede llamar así, el cabrón accedió a firmar el divorcio. Firmó los papeles como quien se deshace de un contrato sin importancia. Y ahí estaba yo, de pie frente a mi propia libertad, con una mezcla de alivio y derrota en el pecho. Porque sí, había ganado… pero también estaba perdiendo algo. No a él. A mí misma. A la mujer que había creído, aunque fuera por un momento, que podía construir algo real con él.

Así que no, no tenía intenciones de celebrar con Kenia. Todo me parecía irreal. Tenía un sabor agridulce, como una victoria que llega después de una batalla que no querías pelear. Me dolía, aunque ya no lo quisiera. Me dolía haber fallado en algo que jamás debí haber empezado.

Kenia me miraba con ese gesto entre preocupación y terquedad. Seguía hablándome, tratando de convencerme de salir con ella a emborracharnos, a reírnos de todo. Pero mis ojos seguían clavados en ella, vacíos, perdidos. Solté un suspiro largo, me acomodé el bolso en el hombro, y al fin le respondí con una sonrisa cansada:

—Kenia, vamos a tener muchas noches de chicas… muchas. Pero esta noche necesito estar en otro lugar. Con alguien que me haga olvidar que, a mi edad, ya pasé por un maldito divorcio.

Ella arrugó el entrecejo, y con esa voz cargada de lealtad —la que siempre tiene cuando alguien me rompe el corazón—, disparó:

—Hablas como si hubieras fracasado. Pero yo estuve ahí, Rachel. Yo vi lo que ese cabrón te hizo. Él te engañaba. Él te falló. Él destruyó lo que tú intentaste construir. No cargues con eso sola.

—Sea como sea, Kenia, me estoy divorciando. Y eso… duele. Duele en cualquier circunstancia —murmuré, bajando la mirada. No quería seguir hablando de Dustin. No quería decir su nombre otra vez.

—Por eso me cambias por tu galán misterioso, ¿no? —se quejó, medio en broma, medio dolida.

Yo no le respondí. Solo esbocé una sonrisa pequeña, divertida, y caminé hacia la puerta. Tenía que salir de ahí. Tenía que respirar algo más que recuerdos podridos. Tenía que dejarme llevar por el único escape que tenía sentido esa noche.

Al final, fue una noche reveladora. Diferente. Inusual. Algo en él rompía con la lógica de lo que solía suceder en la mansión. Tal vez por eso acepté salir de allí. Tal vez fue porque no quería compartirlo con nadie más. O quizá simplemente porque estaba vulnerable, demasiado, y su propuesta sonó más a refugio que a trampa.

Así terminé en su departamento, dejándome arrastrar por el deseo, por el misterio, por ese algo que encontraba solo en sus brazos. No sabía qué era. Pero lo sentía. Me envolvía como un perfume que se pega a la piel. Y cuando creí que sería como todos los encuentros anteriores, que bastaría un simple adiós al amanecer… él volvió a cambiar las reglas.

Estaba recostado en la cama, con las sábanas apenas cubriéndole la cintura, su mirada fija en mí como si buscara memorizar cada detalle. No decía nada. Solo observaba en silencio, como si el momento todavía no hubiera terminado. Entonces, de pronto, se incorporó. Me rodeó por la espalda con sus brazos y su aliento tibio se deslizó hasta mi oído.

—Quiero verte otra vez… pero ya no en la mansión. Aquí —susurró con una voz grave, cargada de deseo, pero también de algo más profundo que no me atreví a nombrar.

Sentí una punzada en el pecho. Una advertencia. Me giré entre sus brazos, esbozando una sonrisa juguetona, aunque por dentro algo se movía con una mezcla de miedo y tentación. Sus ojos azules me perforaban con una intensidad que dolía de tan honesta.

—Sabes que hay peligro si insistes en compromisos —respondí en tono bajo, como una advertencia envuelta en caricia.

Él negó apenas, con una calma que me desarmó.

—No insisto en nada. Solo digo que toques mi puerta si alguna vez no quieres una noche aburrida… o si buscas algo de compañía. Es todo —sus labios rozaron mi mejilla con suavidad, como si no quisiera presionar, pero tampoco soltar del todo.

Y por un instante, el silencio se volvió cómodo. Como si ambos supiéramos que ya no era solo un juego. Que algo había nacido entre las sombras… aunque ninguno se atreviera aún a nombrarlo.

Me marché de su departamento como una tonta, suspirando como adolescente enamorada. Una sonrisa se me escapaba cada tanto sin permiso, mientras conducía con la intención de llegar a casa y dormir, aunque fuera un par de horas. Pero la paz duró poco. El celular vibró. Eché un vistazo, una notificación de Dustin. Fruncí el ceño. Ya comenzaba mal.

Rachel, necesito que vengas a la casa. Es urgente.

Solté un suspiro entre frustrado y furioso. ¿Qué rayos quería ahora? ¡Ya habíamos firmado los papeles del divorcio! Todo estaba dicho. Todo había terminado, pero el teléfono vibró otra vez.

Rachel, por favor ven. Solo en ti confío. Se trata de un tema de la empresa.

¡Diablos! Me mordí el labio inferior, sintiendo ese viejo impulso de querer mandarlo al infierno, de bloquear su número y no mirar atrás. Pero también lo conocía demasiado. Esa frase, “solo en ti confío”, no la usaba a la ligera. Cuando hablaba de la empresa era porque necesitaba consejo real, alguien sin máscaras, sin intereses. Y por más que me doliera admitirlo, ese alguien solía ser yo. Porque, según sus propias palabras, yo era brutalmente honesta, cruda, sin filtros ni intereses. No como su familia. Esa colección de hipócritas que solo se movían por dinero, apariencias y poder.

Y debí negarme, debí ignorar los mensajes. Al fin y al cabo, ya no tenía ninguna obligación con él. Nada me unía a Dustin. Pero no. Mi maldita debilidad —esa que me hacía querer cerrar los ciclos bien, sin cabos sueltos— terminó ganando. Giré hacia la vieja calle que conducía a la mansión… sin saber que estaba a punto de arruinar mi vida.

Al llegar la puerta cedió al primer intento. Usé mis llaves, como tantas veces antes, aunque ya no me pertenecía esta casa. El silencio me recibió con los brazos abiertos, denso, raro, incómodo. Cerré detrás de mí y avancé por la sala con pasos firmes.

—¿Dustin? —llamé, alzando un poco la voz mientras pasaba junto al piano, al jarrón que siempre odié, a los malditos recuerdos.

Nada. Ni una respuesta.

Crucé el comedor, doblé hacia la biblioteca y entonces lo vi. Estaba de espaldas sentado, junto a las ventanas que daban al jardín. Inmóvil. Con los hombros tensos. Algo en su postura no cuadraba.

—¿Qué pasa? ¿Cuál era la maldita urgencia? —pregunté, fastidiada, pero también... inquieta.

Dustin no se giró. No dijo nada.

—¿Me estás escuchando? —avancé rápido, molesta—. ¿Para esto me hiciste venir? ¿Para quedarte ahí como una estatua?

Cuando estuve a su lado, fue como si el tiempo se congelara. Me detuve en seco. Mis ojos bajaron y la sangre me heló la piel. La camisa blanca de Dustin estaba empapada. Roja. Pegada a su cuerpo. La mancha subía desde el abdomen hasta el pecho.

—No… no, no, no… —murmuré, sintiendo que el suelo se movía bajo mis pies.

Me incliné de golpe, lo tomé de los hombros. Estaba frío. Muy frío.

—¡Dustin! ¡Hey! ¡Respóndeme! —Mi voz se quebró mientras mis dedos temblorosos buscaban su cuello, rogando sentir el pulso.

Nada, ni un latido, ni un maldito suspiro. Mi respiración se volvió irregular. Sentía los latidos en la garganta. Quise gritar, llorar, correr, pero mis ojos se desviaron… algo brilló junto al sillón. Un arma estaba ahí. A su lado. Manchada también.

Me agaché, casi por reflejo, y la tomé y justo en ese instante...

—Deja eso.

Me giré sobresaltada. Mi cuerpo dio un respingo. Ahí estaba Devora Corley. De pie en el marco de la puerta, con su vestido azul impecable, sus tacones firmes sobre el mármol y esa mirada de hielo que conocía tan bien.

—¿Qué… qué haces aquí? —balbuceé sin soltar el arma.

Ella no respondió. Caminó despacio hacia mí. Cada paso era un juicio, una amenaza con perfume caro.

—¿Fuiste tú? —soltó— ¡Mataste a mi hijo!

—¿Estás loca? —solté de inmediato—. ¡Lo encontré así, Devora! ¡Me llamó! ¡Me pidió venir!

Y ese fue el inicio de mi pesadilla. Entre insultos, gritos y acusaciones, Devora, esa bruja de voz estridente y mirada asesina, no tardó en llamar a la policía. Fallon, mi excuñada, tampoco perdió el tiempo: se plantó allí con su falsa compostura, soltando veneno disfrazado de palabras educadas. Todo fue tan rápido… demasiado.

Llegaron las patrullas. Me esposaron como a una vulgar criminal, sin darme siquiera la oportunidad de explicar lo que había visto. A pesar de mis gritos, de insistir una y otra vez que era inocente, me arrastraron fuera de la mansión sin permitirme ni una maldita llamada.

Ahora… estoy aquí. En esta celda inmunda, húmeda, con un banco de cemento helado que se clava en mi espalda. La luz parpadea sobre mi cabeza como una tortura visual. La reja está oxidada, y el aire huele a encierro, a desesperación. No sé cuántas horas han pasado, pero siento el cuerpo acalambrado y la garganta seca de tanto repetir la misma versión.

—No lo maté… —murmuro por enésima vez, hablando al vacío.

Ya me cansé de hablarle al detective de turno. Me miró como si estuviera esperando que me derrumbe, que diga lo que quería escuchar. Pero no lo iba a hacer, porque no asesine a Dustin.

Y aquí estoy caminando de un lado a otro, los pies descalzos sobre el suelo frío. La camisa que me pusieron me queda grande, y mis manos aún tienen marcas de las esposas. Me arde la piel, me arde la cabeza, me arde la rabia.

—¡Quiero hacer mi maldita llamada! —grito, golpeando la reja con ambas manos—. ¡Tengo derecho a llamar a mi abogado! ¡Esto es ilegal!

Pasa un minuto. Dos. Silencio.

Y entonces, pasos. Se acercan con ese ritmo apagado que tienen los que ya dejaron de sentir lástima. Un oficial aparece frente a la celda. Me mira como si fuera una sombra.

—Muévete —dice simplemente, sin dar más explicaciones.

—¿Otro interrogatorio? ¿Hasta cuándo piensan hacerme repetir lo mismo? ¡Encontré a Dustin muerto!

No me responde. Solo abre la puerta. Con el rostro tenso, me hace una seña para que lo siga. Camino tras él. Mis pasos suenan secos en el pasillo desierto. Me muerdo el labio. Respiro hondo. Me repito que todo esto es una pesadilla que va a terminar. De repente nos detenemos frente a una puerta gris metálica.

El guardia la abre sin mirarme. Me indica que entre y lo hago. Cruzo el umbral… y el aire se me corta.

Ahí está él, mi galán misterioso. De pie. Elegante. Imponente. Con ese maldito traje oscuro que le da aún más autoridad. Tiene una carpeta en la mano, pero lo que me paraliza no es eso… son sus ojos. Esos ojos azules que tantas veces me desnudaron sin tocarme, que tantas madrugadas me hicieron perder la noción del tiempo. Ahora son fríos. Cortantes. Profesionales.

Mis pies se frenan. Siento cómo la sangre se me va del rostro. La boca se me seca. Mi pulso estalla en los oídos.

—No… —murmuro, apenas un suspiro, como si el aire no me alcanzara—. No puede ser…

Él me sostiene la mirada. Ni una mueca. Ni una grieta. Solo ese maldito silencio que pesa como una sentencia.

Camina hacia la silla sin apartar los ojos de los míos. Se sienta con calma. Ajusta el nudo de su corbata con la misma serenidad con la que, horas atrás, me acariciaba el cuello. Abre la carpeta y su voz, esa voz que conocí susurrándome al oído, ahora suena distinta. Lejana. Filosa.

—Rachel Miller —dice sin titubear, con una entonación firme, fría, casi mecánica—. Soy el fiscal asignado al caso de la muerte de su esposo, Dustin Corley. Mi nombre es Matthew O'Neill.

Su nombre. Me lo lanza como una bala. Ni una pizca de emoción. Ni una sombra del hombre que me pidió volver a verlo. Parpadeo, confundida, herida. Me duele hasta el estómago. No sé si quiero llorar o gritar. El silencio es insoportable. Intento hablar, pero la voz se me rompe.

—Tú… —balbuceo, sintiendo cómo me tiemblan las piernas—. ¿Qué es esto? ¿Un maldito chiste?

Él no reacciona. Ni parpadea. Solo se inclina levemente hacia mí, sus manos entrelazadas sobre la mesa, la mirada implacable.

—Vamos a hacer esto fácil —dice con un tono seco, completamente ajeno a la intimidad que compartimos—. Dime la verdad.

Hace una pausa. La tensión me clava los hombros.

—¿Asesinaste a tu esposo?

La habitación gira un poco. El piso parece ceder. Y yo… yo ya no sé si estoy viviendo una pesadilla o despertando de una mentira.

Sigue leyendo este libro gratis
Escanea el código para descargar la APP
Explora y lee buenas novelas sin costo
Miles de novelas gratis en BueNovela. ¡Descarga y lee en cualquier momento!
Lee libros gratis en la app
Escanea el código para leer en la APP