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Entre el deseo, el misterio y algo más (1era. Parte)

La misma noche

Londres

Matthew

Ser prisionero implica cadenas, encierro, castigo. Es la consecuencia de haber cruzado una línea, de haber cometido un delito que el sistema no está dispuesto a perdonar. Lo veo todos los días en los rostros de quienes acuso, hombres y mujeres atrapados por sus errores, encerrados entre paredes que les recuerdan quiénes fueron y qué hicieron. Sin embargo, existe otro tipo de prisión. Más silenciosa. Más cruel. Una que no lleva barrotes ni jueces, pero que es igual de efectiva para destruir a quien la habita. Es la prisión del que está atrapado en sus debilidades, en sus vicios, en sus deseos más oscuros. Aquella que no necesita una sentencia formal, porque quien la habita ya se ha condenado solo.

Ese tipo de prisionero camina libre por las calles, viste bien, sonríe en las reuniones, respira el mismo aire que todos, pero por dentro arrastra un grillete invisible que lo ata a lo único que no puede soltar: su impulso. Pierde el control sin testigos, se entrega sin testimonio, y aunque nadie lo acuse, él lo sabe. Sabe que no es libre. Porque cada noche regresa al mismo lugar, a la misma tentación, a la misma sombra que lo domina.

Supongo que la mayoría de nosotros, somos esclavos de lo que nos acelera el corazón, de lo que nos quita el sueño, de lo que nos hace sentir vivos por un instante, aunque sepamos que después viene el vacío. Algunos lo esconden mejor que otros. Algunos lo llaman amor, otros lo llaman necesidad. Yo, simplemente, lo entiendo como lo que es: una condena que elegí sin saber cuándo empezó.

Y debería estar exento. Soy un hombre de la justicia. Un fiscal respetado, temido, con una reputación construida sobre principios sólidos y una racha de casos ganados que muchos envidian. Pero eso solo aplica de puertas para afuera. Porque aquí, en este rincón que nadie conoce, donde el deseo no tiene leyes ni rostro, yo soy otra cosa. Aquí no imparto justicia. Aquí la pierdo.

Entonces ser prisionero de ella no es un accidente ni una consecuencia. Es una decisión que repito cada noche con una fidelidad que roza lo enfermizo. Es una entrega sin garantías, sin nombre, sin historia. Una celda en la que me encierro con las manos temblando, porque es la única parte del día en la que no tengo que fingir ser invulnerable. Su voz es mi encierro, su cuerpo es la única llave que tengo… y no la uso para escapar, la uso para quedarme.

Y, sin embargo, la ironía de su pregunta me golpea como una verdad cruel disfrazada de juego: ¿Quieres ser mi prisionero? Como si no estuviera ya preso. Como si algo en mí no se hubiera entregado por completo desde la primera vez que la vi girar en este lugar de sombras. Como si ella no supiera que cada palabra suya, cada mirada que me lanza o retira con ese gesto de superioridad felina, ya me ata más que cualquier juramento.

La observo. Su boca está tan cerca que podría apagar con ella todos los incendios que me consume. Pero no la beso. No aún. En cambio, dejo que mi respiración se mezcle con la suya, despacio, como si estuviéramos negociando un pecado más grande que nosotros.

—Si es contigo... me encantara mi cárcel —repito, con una voz baja y ronca que apenas me reconozco.

Ella sonríe, pero no hay dulzura en su sonrisa. Es esa curva que no promete amor, sino peligro.

—No conoces nada de mí, ¿lo sabes?

—Ese es el punto en este lugar. Cero compromisos, nada de cuestionamientos, y el misterio lo hace más excitante, sucio, prohibido…

Con un leve movimiento de su mano, me toma de la corbata, tirando suavemente hacia sí. No es fuerza lo que aplica, sino autoridad. Y yo, por primera vez en el día, dejo que otro decida a dónde voy.

Nos alejamos del salón, entre cortinas oscuras y pasillos que huelen a secreto. El sonido de la música se vuelve un murmullo lejano. Solo sus tacones marcando el paso y mi respiración pesada llenan el aire.

Llegamos a una puerta. No necesita llave. Solo su presencia basta para abrirla.

Al cruzar el umbral, me envuelve el calor. El ambiente es más íntimo, más denso, como si el deseo ya habitara la habitación. Velas titilando, un sofá de terciopelo rojo oscuro, una cama cubierta de sábanas negras. La escena parece preparada, pero todo en ella tiene el sello de lo prohibido. No hay nada romántico. Solo un altar de lujuria.

—Dime la verdad —dice con una calma que hiela—. ¿Qué buscas en mí?

Cada palabra me atraviesa. Su tono no cambia, pero la pregunta no es trivial. No hay burla esta vez. Solo una intensidad que desarma.

La contemplo, incapaz de responder de inmediato. Me quito lentamente la chaqueta, como quien se despoja de una armadura. Luego deshago el primer botón de la camisa. No por sensualidad, sino porque me ahogo.

—Quizá castigo. Quizá… algo peor —respondo por fin, con una sinceridad que no le he permitido a nadie—. Quizá solo necesito creer, por un instante, que no soy el hombre que todos creen que soy.

Ella parpadea una vez, apenas, y luego camina hacia mí. Sus dedos suben por mi pecho, hasta el cuello de la camisa.

—¿Y qué ves en mí? —susurra, con una voz que vibra más por dentro que por fuera—. ¿Una amante? ¿Una sombra? ¿Una excusa?

—Un espejo —murmuro sin pensarlo.

Y ahí, por primera vez, sus ojos titilan. No es miedo. No es ternura. Es algo más profundo. Como si algo dentro de ella reconociera la misma condena.

Me acerco despacio, todavía con la máscara cubriéndole el rostro. Me detengo frente a ella. No hace falta pedir permiso. Pero lo hago igual, porque algo en este momento se siente sagrado.

—¿Puedo? —mi voz suena grave, rasposa, como si me doliera hablar.

Ella alza la mirada. Sus labios apenas se curvan. No dice que sí. Solo baja la barbilla un centímetro. Una rendición silenciosa.

Mis dedos encuentran el lazo de la máscara. La desato sin prisa, con cuidado de no romper el hechizo. La tela cae. Y la veo.

Su rostro me golpea como un puñetazo de belleza.

El cabello castaño cae en ondas suaves sobre sus hombros, como si la luz lo acariciara. Su piel blanca parece absorber el calor de las velas, y sus ojos… sus ojos son dos pozos negros, hondos, que me sostienen con una mezcla de firmeza y algo más… una tristeza que no tiene nombre.

No digo nada, no puedo, estoy atrapado en su belleza. Paso los dedos por su mejilla, bajo por su mandíbula, y ella cierra los ojos. Su respiración tiembla. La beso.

No hay preámbulo. No hay pausa. La beso como quien cruza un abismo con los ojos abiertos. Su boca es fuego y herida, y me arrastra al fondo con una urgencia que me quema. Ella no se queda atrás. Me muerde. Me agarra del cuello y abre las piernas, rodeándome con un gesto que es deseo y dominio.

Su vestido cae por sus hombros. Mi mirada se vuelve oscura, lujuriosa mientras la recorro sin pudor, pero no pierdo tiempo mi ropa desaparece con prisa. Y sin preámbulos la sostengo por la cintura y la penetro con lentitud feroz, sintiendo cómo su espalda se arquea para acogerme. Un gemido bajo escapa de su garganta. Real. Crudo. Perfecto.

—¡Mierda…! —murmuro contra su cuello mientras nos movemos juntos, con la precisión de quienes se reconocen en lo más profundo del cuerpo.

—No te detengas —jadea, clavando las uñas en mi espalda.

Nuestros cuerpos se empujan una y otra vez. No hay ternura, pero tampoco brutalidad. Hay ritmo. Hay entrega. Sudor contra piel. Boca contra cuello. Cadera contra cadera. Un vaivén que construye algo oscuro, algo irrenunciable.

Su respiración se rompe en jadeos breves. Su cara se esconde contra mi hombro. Yo le muerdo el labio, ella me araña como si buscara marcarme. Mis embestidas más profundas, más rápidas, más salvajes, pero es imposible detenerme. No cuando sus gemidos me enloquecen…

—Sí, sí, si…—gime cada vez más fuerte.

Sigo moviendo casi con un animal descontrolado, mis latidos acelerados, mi cuerpo entero temblando. Hay piel, hay carne, hay gemidos sordos, hay manos que se aferran, uñas que arañan, bocas que se muerden. Y hay silencio. Un silencio eléctrico que cae justo después del temblor final, cuando el mundo deja de girar por un segundo. Me quedo dentro de ella. Siento su pecho subir y bajar. Nuestras frentes se tocan. Nuestras respiraciones están rotas.

Después, solo el silencio.

Ella se gira de lado, con el cabello pegado al cuello, con los ojos húmedos, con el pecho aún agitado. Yo la miro. No digo nada. No sé cómo. Estiro la mano y le acaricio la espalda, suave, con la yema de los dedos, como si quisiera memorizar cada línea. Quiero hablar. Decir algo. Pero lo único que sale de mi boca es una pregunta baja, casi un susurro, cargado de algo más que simple curiosidad:

—¿Puedo conocer el nombre de mi carcelera o estoy rompiendo el misterio?

El silencio que sigue es más profundo que cualquier palabra. No hay respuesta. Solo esos ojos negros que me miran como si ya supieran que no voy a poder olvidarlos jamás. Pero yo necesito un nombre, saber que volveré a verla, a tenerla entre mis brazos.

 

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