Sálvame de tu Amor
Sálvame de tu Amor
Por: Cristina75vera
Mis dos versiones

Actualidad

Londres

Matthew

Ser el mejor no es una meta, es un maldito peso que no puedes soltar ni cuando duermes. La excelencia no es una medalla que cuelga del cuello, es una soga constante alrededor del ego. Porque en esta profesión, el respeto se gana con sangre, argumentos y derrotas ajenas. Cada juicio es una sentencia para alguien… y una prueba para mí. No importa cuántos casos ganes, cuántos culpables encierres o cuántas veces se levanten cuando entras a la sala… todos esperan tu caída. Los colegas, la prensa, los jueces… incluso aquellos que te aplauden. Es el precio por estar arriba. Por no ceder nunca. Por no tener el lujo de errar.

Hace años entendí que la empatía es un lujo para los débiles. Que no puedes mirar a un asesino y pensar que tal vez tenía razones. No. Yo no vine a entenderlos. Vine a encerrarlos. A reducir sus vidas a una celda y un número de expediente. Por eso me llamaron el Verdugo. No con admiración. Con miedo. Como si fuera un castigo, no un fiscal.

Y tal vez lo soy. Tal vez me convertí en algo más frío de lo que imaginé cuando empecé esta carrera. Pero el sistema necesita a alguien que no parpadee cuando dicta sentencia. Que no se doblegue por una lágrima. Yo acepté ese rol. Me adapté a él. Y nunca miré atrás.

¿Me quejo? No. Tengo una racha intachable. Soy una maldita leyenda en el Palacio de Justicia. No hay jurado que no me escuche. No hay acusado que no tema que me asignen su caso. Y sin embargo…La soledad es la única constante que no se presenta ante el tribunal, pero siempre dicta su veredicto en mis noches. A veces creo que simplemente la mujer correcta no ha llegado. O peor: que no existe. Porque este oficio se come las emociones, desgarra el alma, y convierte hasta el amor en una debilidad procesable.

Hoy, como cada noche, escucho el sonido de tacones acercarse por el pasillo. Luego, su voz. Suave, firme, como quien ya sabe que va a ser ignorada, pero insiste igual.

—Matthew, ya es tarde. Deberías cenar. Hay un restaurante nuevo cerca… vamos, yo pago.

No levanto la vista de los informes. Frente a mí, las fotos de un cadáver mutilado, el análisis de las trayectorias, huellas sangrientas marcadas sobre madera vieja. Todo eso me habla con más claridad que cualquier testigo.

Pero su voz se cuela entre los pliegues de mi concentración. Sus palabras no tienen urgencia, pero sí una ternura difícil de esquivar.

Respiro hondo. Levanto la mirada. Ahí está. De pie, cruzada de brazos, con ese gesto entre desafío y ternura que ya le conozco. Cristal. Impecable como siempre, el cabello atado en una coleta alta, una blusa de seda clara, y ese brillo de juventud que no ha aprendido a disimular.

Aún me cuesta entender qué hace una chica como ella trabajando aquí. Joven, rica, con apellido y futuro asegurado… pero con esa necesidad adictiva de probar que puede más. Y la entiendo. Maldita sea muy bien, porque también fui seducido por el poder de la justicia.

—Te agradezco la invitación, Cristal —digo al fin, mi voz algo más baja que de costumbre—, pero tengo que terminar de revisar estas pruebas. Será para otro día. No desperdicies tu tiempo conmigo… ve con tu novio.

Ella no parpadea. Solo alza una ceja, dejando caer los brazos a los costados. Luego esboza una sonrisa lenta, casi provocadora.

—Si tuviera, no dudaría en hacerlo…

Su tono es liviano, pero su mirada se clava un segundo en la mía, firme, valiente. Y no puedo evitar sonreír apenas, ladeando la boca con ironía.

—Por eso debes salir. Conocer muchachos de tu edad. Alguien que sepa hacerte reír, no diseccionar cadáveres en la madrugada.

Cristal chasquea la lengua y sacude la cabeza con gracia. Da un par de pasos hacia mí, pero se detiene justo al borde del escritorio.

—Me recuerdas a mi adorable padre, Roger Mckeson. ¿Acaso se han puesto de acuerdo para arruinar mi rebeldía?

La miro un segundo en silencio. Hay un brillo burlón en sus ojos. Pero también algo más.

Le devuelvo la mirada con cierta complicidad resignada.

—Quizás… quizás.

Ese "quizás" no suena como un cliché. Tiene el tono exacto entre burla y afecto. Ella lo capta. Lo entiende. Y eso me gusta.

Cristal suspira con una exageración divertida. Luego acomoda el bolso sobre su hombro, y me mira una última vez.

—Entonces vete a casa —digo, más suave esta vez—. Descansa. Mañana será otro infierno.

Ella sonríe, y por primera vez en la noche su voz suena más cálida, casi íntima.

—Buenas noches, Matthew.

Y otra vez, solo. Otra vez en silencio, y como un resorte aparece la imagen de esa mujer enigmática, esos ojos negros que me cautivan cada vez que la observo bailar. No es una stripper. No es una prostituta. Es más complejo… más retorcido.

No sé a qué pertenece ni qué la trajo a ese lugar, pero, aunque me resista a admitirlo, también ella ha sido atrapada por ese mundo de máscaras y mentiras. Como yo. Un sitio donde nadie te pregunta quién eres ni qué has hecho. Donde el juicio queda en la puerta, y adentro solo importan los cuerpos, el deseo y el silencio.

La lujuria se arrastra por las paredes, se te mete en la piel como un veneno lento. Las sombras te envuelven, te susurran cosas que jamás admitirías en voz alta. Y yo…Yo me he vuelto adicto. Más de lo que puedo recordar. Más de lo que debería permitir. Pero esa mujer. Ella es la culpable. Se ha vuelto mi obsesión. Una droga disfrazada de silencio y movimientos suaves. Cada noche que no la veo, mi cuerpo duele. Y esta noche no es la excepción. Hoy necesito verla.

Unos minutos después

Detengo el auto frente a la mansión. La misma de siempre. Aislada, majestuosa, vieja como un pecado antiguo que se niega a morir. Sus columnas de mármol se alzan en la penumbra como centinelas de secretos inconfesables, y por un momento tengo la absurda impresión de que me observan, que saben por qué regreso. La reja se abre sola, en un silencio solemne que me eriza la piel. Aquí no hace falta anunciarse. Solo pertenecer. O, peor aún, admitir que ya no puedes vivir fuera de este lugar.

Apenas cruzo el umbral, el aire cambia como si pasara a otra dimensión. Se vuelve espeso, viscoso, cargado de promesas que huelen a incienso caro, a vino derramado sobre cuerpos que se entrelazan sin nombre ni ley bajo la mirada complaciente de las sombras. Las luces, rojas como la culpa y doradas como el pecado, se filtran a través de vitrales antiguos que distorsionan el mundo real. Todo parece latir al ritmo de una música envolvente: cuerdas que lloran, un piano que respira despacio, susurros que reptan por las paredes. Es un murmullo constante que no te ordena, pero te seduce. Te dice "ríndete", y uno se rinde.

Los cuerpos se mueven por doquier. Algunos bailan en un trance erótico, como si el tiempo se les hubiese disuelto en la sangre. Otros se rozan apenas, pero esa mínima fricción basta para encender incendios. Y algunos solo miran. Silenciosos. Mascarados. Como bestias esperando que alguien cruce el límite para lanzarse.

Las máscaras son una sinfonía de secretos. Doradas, negras, plateadas. Algunas cubren por completo el rostro, otras dejan al descubierto los labios, o solo los ojos. Ninguna permite saber quién se esconde detrás. Todas invitan. Todas mienten.

Las mujeres exhiben sus curvas en vestidos imposibles, que parecen más piel que tela. Los hombres, en cambio, están vestidos como si vinieran de una gala... pero sus ojos están vacíos. Aquí nadie es quien aparenta. Aquí todos fingen, incluyéndome. Y entonces la veo. A ella.

La única verdad en este infierno disfrazado de paraíso. Está de espaldas, en medio del salón, bailando con una cadencia que no busca agradar ni provocar. Baila como si no existiera nada fuera de su cuerpo y la música. Como si el mundo se plegara a su voluntad. La máscara oculta la mitad de su rostro, pero no sus ojos. Esos ojos... Negros. Inmensos. Inquietantes. Como un abismo que me llama a caer, y yo, como cada noche, lo haría sin dudarlo.

Comienzo a avanzar, lento, sin apuro. Ella lo sabe. Siempre lo sabe. Cada uno de mis pasos es una confesión muda, una rendición anticipada. La sombra que proyecto la toca antes que yo. El deseo la envuelve antes que mis palabras. Entonces, como si sintiera mi presencia, gira con elegancia felina. Sus ojos me buscan, me encuentran, y chispean con una mezcla peligrosa de desafío y deleite.

—Pensé que esta vez no te vería… —susurra, y su voz es un terciopelo oscuro que me acaricia por dentro. Hay una sonrisa apenas dibujada en sus labios. No la veo, pero la siento.

Me detengo a un metro de ella. La observo sin disimulo. Mi mirada cae sobre su boca como una confesión muda. Dios... cuánto me cuesta no besarla.

—¿Decepcionada? —pregunto, y dejo que mi voz baje un tono, como si le hablara a su piel desnuda y no a su máscara.

Ella da un solo paso, elegante y lento. Lo justo para que su perfume me envuelva como un abrazo húmedo. Es un aroma que no tiene flor, ni esencia conocida. Es carne, es pecado, es la noche hecha perfume.

—No, galán… para nada —murmura con una ironía que serpentea entre sus palabras, ladeando la cabeza con gracia, como si evaluara mi reacción—. La velada tiene algunas escenas... interesantes —sus ojos se pasean por la sala con lentitud y luego vuelven a los míos, cargados de intenciones no dichas—. Algunas... demasiado buenas para ser ignoradas.

Yo no parpadeo. La sigo observando como si fuera la única luz en todo ese templo de sombras. Mi voz, cuando llega, es firme. Seca. Intensa.

—Siempre las tiene —digo sin rodeos. Y tras una breve pausa, añado en un susurro más íntimo—. Pero esta noche... nada supera el espectáculo de verte a ti.

Ella deja escapar una risa suave, apenas un soplo, pero que me golpea como una provocación cuidadosamente medida. Inclina la cabeza a un lado, como una gata que ha cazado su presa y ahora juega con ella.

—Qué poético suena eso viniendo de ti… —dice, y su tono oscila entre burla y caricia—. ¿Vienes a ver… o a participar?

La miro como si pudiera despojarla de toda máscara con la fuerza de mis pensamientos. Como si pudiera desnudarla con solo desearlo.

—Vengo a buscarte. Como siempre —respondo sin titubear. Mi voz es grave. Rota. Real.

Ella comienza a caminar lentamente a mi alrededor. Sus dedos se alzan apenas, y rozan mi hombro con una precisión cruel. No me acaricia. Me envenena. No me toca, pero me quema.

—¿Y qué te atrae tanto? —su voz ahora viene desde mi espalda, y cada palabra me penetra como una estocada elegante—. ¿El morbo… la lujuria… o el misterio de no saber quién soy?

Me giro con lentitud, como si el aire se hubiera vuelto más denso. La miro de frente, esta vez con una intensidad que no sé disimular. La contemplo como se contempla a una adicción incurable.

—Todo eso —digo en voz baja, despacio, y cada palabra me raspa la garganta—. Pero sobre todo tú. Tu forma de moverte. Tu manera de jugar. El modo en que me ignoras... solo para volver a mirarme cuando ya estoy atrapado.

Ella se detiene justo frente a mí. Sus labios están entreabiertos, su respiración se mezcla con la mía. El silencio entre nosotros es una cuerda tensa, a punto de romperse. Puedo oír su corazón… o tal vez es el mío.

—Entonces te gusta mirar... —susurra, y su voz acaricia mi oído como una daga envuelta en seda—. Te gusta perderte en este mundo, ¿verdad?

Mi mandíbula se tensa, mis ojos se oscurecen.

—Me gusta perder el control —confieso sin pudor—. Y contigo… siempre lo hago.

Ella se inclina apenas, lo suficiente para que su aliento roce mi cuello. Mis manos no se mueven, pero mi cuerpo entero se tensa.

—¿Y no temes perderte del todo? —musita, con una voz tan suave que parece una tentación pronunciada por el mismísimo infierno— ¿Quieres ser mi prisionero? —añade con un tono desafiante y yo solo guardo silencio…uno prudente y agónico.

 

Sigue leyendo este libro gratis
Escanea el código para descargar la APP
capítulo anteriorcapítulo siguiente
Explora y lee buenas novelas sin costo
Miles de novelas gratis en BueNovela. ¡Descarga y lee en cualquier momento!
Lee libros gratis en la app
Escanea el código para leer en la APP