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Corazón o cabeza (1era. Parte)

La misma noche

Londres

Matthew

¿Cuándo es el momento para dar un paso más en una relación? No lo sé. Creo que nadie lo sabe realmente. No hay una fórmula, una regla, una respuesta definitiva. Porque cada relación es un mundo —con su ritmo, con sus vacíos, con sus heridas que se esconden bajo las sábanas. Algunos avanzan sin siquiera nombrarlo, como si el vínculo creciera en silencio, sin necesidad de explicaciones. Otros se quedan en la orilla, mirando el abismo, preguntándose si vale la pena saltar. Y luego están los que no quieren compromisos… o eso creen. Pero, aun así, algo los sigue atando. Una mirada. Una costumbre. Una noche que no pudieron olvidar.

En todos los casos, hay un enemigo silencioso: el corazón. Terco, contradictorio, impulsivo. A veces late más fuerte que la razón. A veces se aferra a lo que debería soltar. Otras, se encierra por miedo a perder lo poco que le queda. Y entonces llegan las señales. Las malditas señales que uno intenta leer como si fueran instrucciones claras, pero que casi siempre están escritas en otro idioma. Gestos que parecen promesas. Palabras que pueden significar todo o nada. Silencios que duelen más que una respuesta directa. Ahí es donde empieza lo difícil: intentar adivinar si estamos haciendo lo correcto… o si estamos a punto de arruinarlo todo. Porque lo más complicado en una relación no es amar. Es no saber si ese amor tiene un lugar real donde quedarse.

Lo mío con ella… con mi carcelera —como solía llamarla en mis pensamientos más cínicos— no tiene nombre. No sé si encaja en la definición de obsesión, deseo enfermizo, adicción o algo más oscuro que aún no termino de entender. Lo único que tengo claro es que no soporto la idea de otro entre nosotros. Irónico, lo sé. Porque en la mansión eso es justamente lo que se celebra: lo prohibido, lo compartido, lo sucio. Pero con ella… con ella es distinto. No la quiero entre máscaras ajenas ni manos errantes. La quiero solo para mí.

Y por eso lo dije. Tal vez fue un impulso. Tal vez una confesión disfrazada. Le propuse marcharnos. A otro lugar. A uno donde nadie más pueda interrumpir lo que está creciendo entre nosotros, aunque ninguno lo diga en voz alta.

Sigo con la respiración agitada, su perfume mezclado con el mío, el calor de su piel aun palpitando bajo mis dedos. El silencio se espesa. La pareja en el umbral nos observa con descaro. Pero yo solo la miro a ella, esperando. No sé si va a rechazarme o a reírse en mi cara.

Entonces, se separa unos centímetros. Sus ojos brillan con esa mezcla de desafío y deseo que tanto me enloquece. Esboza una sonrisa ladeada y juguetona, como si ya hubiese decidido antes de que yo abriera la boca.

—Claro que sí, galán —dice, con una voz suave pero cargada de intención—. Vamos a otro lugar… no quiero más interrupciones. Ni alguien entre nosotros.

Sus palabras son una caricia y un golpe al mismo tiempo. Se agacha sin apuro para recoger su ropa, y mientras lo hace, me lanza una mirada rápida por encima del hombro. Una invitación muda. Una promesa.

Me doy la vuelta hacia los intrusos. Me coloco de pie, con la espalda recta, y mi voz sale más firme de lo que esperaba:

—Ya escucharon a la dama. Se acabó el espectáculo.

La mujer en el umbral tuerce la boca con fastidio. El tipo no dice nada, solo nos mira con una expresión opaca detrás de su máscara.

—Ustedes se lo pierden —responde ella al fin, con tono agrio, girando sobre sus tacones como si nos hiciera un favor. No contesto. No vale la pena.

Cuando la puerta se cierra detrás de ellos, me acerco a ella. Está abrochando el vestido con lentitud, dejando expuesta aún parte de su espalda. Paso los dedos por su columna, apenas rozándola. Tiembla, y yo también.

—Gracias —le susurro al oído, con una voz baja, íntima.

—No lo hagas especial —responde sin mirarme, pero su tono… su tono es una grieta en su armadura.

Y ahí entiendo que, igual que yo, está intentando sostener la distancia. Fingir que esto no significa nada. Que es solo deseo. Solo piel. Pero ninguno de los dos lo cree del todo. Así que camino hacia la puerta, extiendo mi mano hacia ella, y cuando sus dedos tocan los míos, sé que ya no hay vuelta atrás.

Unas horas después

Aunque parezca absurdo, todo el trayecto hacia mi departamento estuve al borde del colapso. Las manos me sudaban sobre el volante, la garganta seca, y ni siquiera la música de fondo —esa mezcla suave de jazz y algo instrumental— lograba calmarme. El silencio entre nosotros se volvía cada vez más denso, casi insoportable. Ella se mantenía en su mundo, mirando por la ventana, siguiendo con los ojos las luces de la ciudad como si intentara olvidar que yo estaba a su lado.

Quizás lo más lógico habría sido llevarla a un hotel. Neutral. Seguro. Sin historia. Pero había algo en mí —una necesidad estúpida, o tal vez algo más íntimo— que quería mostrarle una parte de mi vida, un lugar mío. Tal vez era mi manera torpe de decirle que esto, fuera lo que fuera, ya me importaba.

Apenas cruzamos la puerta, los latidos en mi pecho se desbocaron. Sentí la boca reseca, el estómago contraído, y por un momento pensé en dar media vuelta. Ella, en cambio, parecía tranquila. Observó el departamento con una sonrisa ligera, como si estuviera clasificando cada rincón con la mirada. Caminó con soltura, como si hubiera estado allí antes.

—¿Desilusionada? —pregunté, intentando disimular mi incomodidad mientras cerraba la puerta detrás de nosotros—. ¿Esperabas un sótano lleno de látigos, cadenas, fustas?

Ella se giró hacia mí, y su sonrisa se amplió apenas.

—Al contrario. Estoy más intrigada. No entiendo cómo alguien aparentemente tan... normal termina en un lugar como la mansión.

—Podría decir lo mismo de ti —repliqué, dando un par de pasos hacia ella—. Pero supongo que ambos compartimos la fascinación por lo prohibido. Por lo oscuro.

—Touché —susurró, acortando la distancia que nos separaba. Sus manos subieron lentamente hasta enredarse en la parte posterior de mi cuello. Sus dedos se hundieron en mi cabello con un gesto suave, pero cargado de intención—. Aunque… no creas que me conoces.

Sus palabras fueron una provocación y un aviso.

La miré un segundo más, saboreando ese momento en que todo puede suceder o desmoronarse. Luego acerqué mi rostro al suyo, sin prisa. Dejé que nuestros alientos se cruzaran antes de susurrar contra sus labios:

—Podemos empezar a conocernos ahora... si estás dispuesta.

Y la besé. Me prendí de su boca como si ahí encontrara respuestas. Como si ese beso pudiera darme la certeza de que lo que empezábamos no era solo sexo, ni lujuria disfrazada de misterio. Era algo más. Algo que podía quebrarme en mil pedazos... o, tal vez, salvarme de mí mismo.

Así, tras una madrugada de cuerpos desvelados y silencios compartidos, la vi partir con la luz del amanecer filtrándose entre las cortinas. Se vistió sin apuro, como si dejarme en la cama fuera parte de un ritual cuidadosamente pactado. No hubo teléfonos, tampoco nombres. Solo una promesa ambigua: volver a vernos. Y aunque no me dijo cómo, yo, idiota, le dejé entrever que podía tocar mi puerta cuando quisiera.

Me quedé allí, desparramado entre las sábanas revueltas, con el perfume de su piel aún impregnado en mi almohada, los ojos clavados en el techo, sin saber en qué momento exacto había perdido el control de mi vida por una mujer sin identidad. El corazón me latía lento pero pesado, como si algo dentro de mí supiera que ya no habría marcha atrás.

Después de un café bien cargado, me metí en el traje como cada mañana, me ajusté el nudo de la corbata frente al espejo con un suspiro que me salió más largo de lo previsto, y subí al auto aún con la mente llena de sus gemidos, de su voz ronca contra mi oído. El tráfico de Londres me pareció más denso que nunca, o quizá fue mi impaciencia la que no encontraba salida.

Ahora, camino por los pasillos de los tribunales, con la mirada perdida y una sonrisa tensa que reparto a los colegas como si todo estuviera en orden. Pero por dentro sigo atrapado en una habitación sin nombres ni certezas.

Cristal ya está allí, impecable como siempre. Blusa entallada, cabello recogido en una coleta pulida, postura recta como una espada. Sus ojos se clavan en mí al verme entrar, con ese brillo irónico que siempre anuncia caos.

—Buenos días, Matthew… o debería decir buenas noches—dice alzando una ceja mientras mira su reloj con teatralidad.

—Eso suena a reclamo —respondo con una media sonrisa, tratando de sonar ligero, aunque la garganta aún me arde—. Pero en mi defensa, llegar a esta hora con el tráfico londinense es casi un acto heroico. ¿Qué tenemos para hoy?

Ella suspira, gira la tablet en sus manos y empieza a recitar como una metralla:

—Un millón de pendientes. Ya adelanté las pericias del pirómano, tengo que confirmar la reunión con los testigos del caso Rosella, McGill insiste en negociar por esas pruebas nuevas… y hay una mujer esperando. Dice que es urgente. Devora Corley.

Mi ceja se arquea apenas.

—Diles a los testigos del Rosella que los veo en dos horas. Nada de aplazamientos. Con McGill, escuchemos primero lo que tiene. Y del pirómano, quiero ese informe hoy. Ese imbécil no puede salir de la cárcel. ¿Y la mujer?

—Ya te dije, Devora Corley. Está aguardándote en tu oficina.

Camino hacia la puerta ajustándome los puños de la camisa. Al abrirla, el aire cambia.

Ella está ahí. Parada con una seguridad que aplasta. Cincuenta y tantos. Cabello rubio corto, cuidadosamente ondulado. Ojos verdes, fríos, afilados. Viste un vestido que grita poder, dinero y tragedia contenida. Su perfume es tan agresivo como su mirada.

—Buenos días, señora Corley —saludo con voz controlada—. ¿En qué puedo ayudarla?

—Buenos días, fiscal O’Neill —responde con tono seco, autoritario, clavando los ojos en los míos sin parpadear—. Me han dicho que es el mejor. Vengo porque quiero justicia. Por el asesinato de mi hijo. Dustin Corley. Quiero que usted se encargue del caso.

Siento un leve nudo en el estómago, pero no cambio el gesto.

—Lamento su pérdida, pero necesito saber más. ¿Cuándo ocurrió? ¿Hay informe forense? ¿Alguien hizo el levantamiento del cuerpo?

Ella no se inmuta. Se inclina levemente, saca una foto de su bolso con movimientos precisos y la deja sobre el escritorio como quien lanza un misil.

—No me tome por ignorante. Encontré el cuerpo sin vida de mi hijo en su mansión. Y a su esposa con el arma en las manos. Esa perra lo mató. Quiero todo el peso de la ley sobre ella.

Mis ojos bajan. Y el mundo se me va al carajo. En la foto. Esa cara. Esa boca. Esos ojos. Es ella. La mujer de anoche. Mi carcelera. Mi adicción. La que me hizo olvidar mi nombre en medio de sábanas empapadas. Trago saliva. El corazón me late en la garganta. Intento mantenerme firme, pero el suelo tiembla bajo mis pies. ¡No puede ser! Esto tiene que ser una maldita broma del destino.

 

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