Entre la penumbra de un bosque maldito y los secretos que nunca debieron ser revelados, surge una historia donde las promesas tienen tanto poder como las sombras que acechan. Ariadna siempre creyó que su vida era ordinaria, hasta la noche en que una voz susurrante la llamó desde la oscuridad. Desde entonces, los sueños se volvieron advertencias y las sombras, compañía. En un pueblo marcado por antiguas leyendas, cada palabra prohibida esconde la llave de un destino imposible de evitar. Él apareció en el momento menos esperado: un forastero de mirada intensa y cicatrices que hablan más que su silencio. Un hombre atado a juramentos rotos y promesas que pesan como cadenas. Ariadna no sabe si confiar en él será su salvación… o su condena. Mientras la línea entre la luz y la oscuridad se desdibuja, descubrirá que no todos los monstruos se esconden bajo la cama, y que el amor, cuando nace en medio de las sombras, puede ser la mayor fuerza… o la ruina eterna. En Entre sombras y promesas, cada capítulo revela un secreto, cada promesa rota abre una herida, y cada sombra guarda una verdad que nadie se atreve a pronunciar.
Leer másEl bosque siempre había sido un lugar prohibido. Los ancianos del pueblo lo repetían como una plegaria: no entres, no mires demasiado tiempo, no llames a lo que duerme entre sus ramas. Ariadna había crecido escuchando aquellas advertencias, primero como cuentos de niños, como relatos y luego como mandatos que nadie se atrevía a desafiar. Sin embargo, esa noche el viento arrastraba un murmullo distinto, tan suave que parecía deslizarse directo a su oído.
El camino de regreso a casa estaba vacío. La luna, oculta tras nubes pesadas, apenas dejaba filtrar una claridad débil que transformaba las calles en sombras interminables. Ariadna apretó contra su pecho el libro que llevaba de la biblioteca, intentando convencerse de que el temblor en sus manos era por el frío. Entonces lo escuchó. —Ariadna…— Su nombre, pronunciado con una suavidad imposible, flotó en el aire. No fue un grito ni un llamado común; fue como un suspiro que se colaba entre los árboles y atravesaba la niebla. Su corazón golpeó tan fuerte que pensó que los vecinos podían escucharlo desde sus casas. Se detuvo, con los pies clavados al suelo. Miró a su alrededor, buscando la figura de algún bromista, pero el silencio del pueblo era absoluto. Solo el viento parecía responderle, agitando las ramas del bosque al final del sendero. —Ariadna…— repitió la voz, más clara esta vez, como si viniera desde dentro de la niebla. Cada fibra de su cuerpo le gritaba que corriera de vuelta a casa, que cerrara las ventanas y fingiera no haber escuchado nada. Pero había algo en aquel tono, un magnetismo inexplicable que tiraba de ella, como si hubiese estado esperando toda su vida escuchar ese llamado. Con paso tembloroso, avanzó un poco más hacia el límite del bosque. El aire se volvió más frío, y un olor a tierra húmeda y madera vieja la envolvió. El suelo crujió bajo sus zapatos, y con cada chasquido sentía que el bosque reconocía su presencia. —¿Quién está ahí? —susurró, odiando el temblor en su propia voz. El silencio le devolvió la pregunta. Solo la neblina, espesa y plateada, se movía como si respirara. Ariadna dio un paso atrás, pero algo en su interior ardía: curiosidad, miedo, y también una sensación extraña de pertenencia. Como si aquella voz no fuera de un extraño, sino de alguien que conocía su alma mejor que ella misma. Las historias de los ancianos le golpearon la memoria: juramentos antiguos, promesas incumplidas, pactos que habían condenado a familias enteras. Nadie en el pueblo hablaba de eso en voz alta, pero las miradas huidizas y el silencio pesado eran suficientes para entender que algo oscuro habitaba entre esos árboles. —Prometiste…— murmuró la voz, tan cerca ahora que sintió un cosquilleo en la nuca. Ariadna giró bruscamente, pero no había nadie. El corazón le latía con tanta fuerza que la mareaba, y de pronto se encontró corriendo hacia su casa, sin mirar atrás. Cerró la puerta con un golpe seco y apoyó la espalda contra ella, jadeando. El silencio de su hogar le ofreció un respiro, pero en su mente la palabra seguía resonando como un eco: prometiste. ¿Prometió qué? Ella no recordaba haber hecho promesas a nadie. Y, sin embargo, en lo más profundo de su memoria, algo olvidado parecía querer despertar. Se dejó caer en la silla de su escritorio y abrió el libro que llevaba aún contra su pecho. En la primera página, garabateada con tinta vieja, encontró algo que no recordaba haber visto antes: su nombre escrito con una caligrafía desconocida. La misma voz que la había llamado en el bosque.La plaza seguía llena de gritos y llanto. El cuerpo de Tomás yacía inmóvil junto al de la mujer que había clamado por fe. Nadie sabía qué hacer, nadie quería aceptar lo que acababa de ocurrir. Pero entre el caos, una voz se impuso:—¡Encerradla ya! —rugió un hombre, con los ojos encendidos de miedo—. ¡Cumplid el veredicto antes de que el contador tome a más!El murmullo se volvió clamor. Varios hombres se adelantaron con sogas y cadenas. Elian se interpuso de inmediato, extendiendo los brazos como un muro.—¡No tocarán a Ariadna! —bramó, la cadena de plata brillando en su puño.Don Efraín levantó la voz, aunque temblaba.—¡Elian! El pueblo ha decidido. Si no cumplimos, todos pagaremos el precio.—¡Ya lo están pagando! —replicó, furioso—. ¡Dos vidas acaban de caer aunque ella siga aquí! ¿Todavía creen que las sombras respetan su “decisión”?El pueblo rugió en respuesta. Algunos lloraban, otros gritaban insultos. Las antorchas se alzaron como si fueran lanzas.Ariadna se adelantó un pas
El murmullo de la multitud retumbaba como un enjambre. Las antorchas iluminaban la plaza, y las sombras bailaban sobre los rostros tensos. Ariadna estaba en el centro, con Elian a su lado, la mano de él sosteniéndola como un ancla.Don Efraín levantó la mano, y el ruido se apagó poco a poco.—El contador ha mostrado su señal —dijo con voz solemne—. Ahora el pueblo debe decidir.Un silencio pesado cayó. Todos sabían lo que significaba: cada palabra, cada grito, cada silencio sería registrado por el vigía en lo alto del campanario.Milagros dio un paso al frente.—Que hablen. Que elijan con voz firme.El primero fue Tomás, golpeando su bastón contra la madera.—¡Encerrarla! —rugió—. Si es la llave de la deuda, que no camine libre entre nosotros.El grito fue seguido por aplausos y voces de aprobación. Otros corearon lo mismo. ¡Encerrarla! ¡Encerrarla!Pero desde el fondo, una mujer llorando gritó:—¡No es ella, son las sombras! ¡No podemos culparla por lo que heredó!El murmullo cambió,
El cielo comenzó a aclarar, pero no con el dorado habitual del amanecer. El horizonte estaba teñido de un gris metálico, como si alguien hubiera borrado los colores. Elian abrió los ojos de inmediato, alerta. Ariadna seguía junto a él, todavía aferrada a su mano, con el rostro húmedo de lágrimas secas.—Es hora —dijo él, con voz baja.Ariadna se incorporó despacio. El libro estaba sobre la mesa, y antes de que pudiera tocarlo, las páginas comenzaron a girar solas. Una frase apareció con tinta oscura, como grabada con ceniza:"El juicio humano no inicia hasta que el vigía anuncia su precio."Ariadna tragó saliva.—El vigía… ¿el contador?Elian asintió, apretando la cadena en su puño.—Si aparece antes del veredicto, significa que no habrá escape.Salieron de la posada. La plaza estaba casi llena, el pueblo expectante, algunos rezando en voz baja, otros con los ojos fijos en el templete. Los ancianos aguardaban de pie, solemnes, como jueces que nunca habían querido serlo.Las campanas a
La plaza quedó vacía después del repique de campanas. El pueblo se dispersó en silencio, pero el aire seguía cargado de juicio, como si cada antorcha apagada dejara atrás una sombra más pesada.Ariadna regresó a la posada con Elian. Subieron a la habitación sin decir una palabra, y al cerrar la puerta, la tensión estalló en un silencio aún peor que los gritos de la multitud.El libro descansaba sobre la mesa. Cerrado. Inmóvil. Pero su presencia llenaba el espacio como si respirara con ellos.Ariadna se dejó caer en la cama, abrazando las rodillas contra el pecho. Elian se quedó de pie, con la cadena en la mano, mirando por la ventana hacia la torre del campanario. El contador no estaba visible, pero ambos lo sentían. La mirada invisible seguía allí, midiendo cada respiro.—Mañana al amanecer decidirán —dijo Ariadna, con la voz apagada—. Y no importa lo que elija el pueblo, el libro dice que el contador lo reflejará.Elian apretó la cadena hasta que el metal rechinó.—Entonces el juici
La plaza estaba encendida por antorchas. La multitud llenaba cada rincón, apretada, con rostros endurecidos por el miedo. Ariadna caminaba despacio, con Elian a su lado, cada paso como un golpe seco en el suelo. El libro pesaba entre sus brazos más que nunca, como si llevara dentro la sentencia de todos.En el templete aguardaban los ancianos. Don Efraín en el centro, solemne; Milagros a su derecha, observando con esos ojos que parecían leer más de lo que mostraba; Tomás a la izquierda, con la boca apretada y el bastón listo para golpear.Las campanas sonaron tres veces. El murmullo de la multitud se apagó.—Hijos del pueblo —dijo Don Efraín con voz grave—. Esta noche no discutimos rumores ni temores. Esta noche juzgamos lo que todos hemos visto: tres amaneceres, tres ausencias. El contador no se detiene. Y en el centro de todo está Ariadna, hija de esta sangre.Un murmullo recorrió la plaza: ¡Ella! ¡La deuda es suya!Ariadna tragó saliva, pero alzó la voz.—No soy el contador. No soy
El repique de las campanas seguía resonando en la mente de Ariadna mucho después de que la multitud se dispersara. La plaza había quedado vacía, pero la sensación de mil ojos aún pesaba sobre su piel. Elian la llevó de regreso a la posada en silencio, la mano firme en su espalda, como si con ese gesto pudiera mantenerla de pie.En la habitación, Clara dejó una bandeja con pan y sopa, pero ninguno de los dos probó bocado. La tensión era demasiado densa para tragar. Cuando la mujer se marchó, Ariadna se dejó caer sobre la silla, abrazando el libro contra su pecho.—El juicio será esta noche —susurró—. Y lo que ellos decidan… lo replicará el contador.Elian se mantuvo de pie, con los brazos cruzados, mirando por la ventana hacia la torre de la iglesia.—Entonces ya no es un juicio tuyo —dijo—. Es un juicio de todos. Y lo saben.Ariadna lo observó, con lágrimas contenidas.—No lo parece. Para ellos soy la culpable. Soy la señal de todo lo que se ha roto.Elian se giró, acercándose a ella
Último capítulo