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Entre el deseo, el misterio y algo más (2da. Parte)

Unos días después

Londres

Rachel

Algunos aprendemos a madurar a golpes. A base de desengaños, de traiciones que nos toman por sorpresa, de decisiones erradas que pesan como una condena. Nos quitamos la venda de los ojos no porque queramos, sino porque ya no podemos seguir ignorando la verdad. Y cuando abrimos los ojos… ya es tarde para fingir.

Te levantas, claro, porque no hay otra opción. Pero no lo haces igual. Tal vez más fuerte, o quizá más dura. Con las heridas abiertas, respirando con esfuerzo. Con el corazón endurecido, o vacío. Porque cada caída deja marcas, y algunas nunca sanan del todo.

Queda el vacío. Ese hueco donde antes vivía la ilusión. Una mezcla de decepción y frustración que se convierte en un silencio incómodo que nadie ve. Y cuando ese silencio se hace insoportable, buscas cómo llenarlo. Con lo que sea. Alcohol. Pastillas. Trabajo excesivo. Conversaciones superficiales. O cosas nuevas, excitantes… peligrosas. Cosas que despiertan algo, aunque sea por un instante. Cosas oscuras que raspan por dentro. Que no prometen salvación, pero al menos te hacen sentir viva.

Y sí… he caído muchas veces. Demasiadas. Pero ya no lucho. Cuando caigo, no grito. No pido ayuda. Solo cierro los ojos y dejo que todo me arrastre, como si ya no quedara nada que valiera la pena resistir. Quizá es solo una etapa, o tal vez el resultado de todas las veces que me rompieron el corazón. A estas alturas ya no me complico la vida por nadie. Entendí, a la fuerza, que aferrarme a lo que duele no sirve de nada.

No, nunca busqué consuelo en el alcohol ni en las drogas. Pero una locura... sí. Una de esas decisiones que parecen pequeñas hasta que lo cambian todo. Una curiosidad me llevó a un lugar singular, y esa curiosidad muy pronto se convirtió en otra cosa. Más profunda. Más peligrosa.

Un mes atrás

Otro día más de amargura. De resignación. De masticar en silencio mis errores. Tarde, como siempre, pero al menos me consuela pensar que pronto recuperaré el control de mi vida. Mientras tanto, me aferro a lo único que me salva del caos: mi trabajo. La editorial es mi desahogo. Mi pasión. Mi manera de no quebrarme. Aunque para muchos sea una pérdida de tiempo que yo me quede en segundo plano, lejos del sillón de directora: “Estás desperdiciando tu potencial”, dicen. Yo solo sonrío. No necesito sus cargos, ni sus juntas de accionistas, ni sus exigencias sin alma. Dejé que mi hermano se quedara con el título. Él necesita ese ego inflado. Yo solo quiero escribir. Respirar. Ser libre. O al menos intentarlo…

Y ahora el cursor parpadea frente a mí como un insulto. Tecleo. Borro. Tecleo otra vez. Nada fluye. Cada palabra suena hueca. Nada transmite lo que realmente quiero decir. Y entonces…La puerta se abre de golpe, y la voz de Kenia rompe la atmósfera como una bofetada.

—¡Mierda! —exclama—. Esa cara solo puede significar una cosa... ¡No has escrito ni una sola línea por culpa de ese imbécil!

Levanto la vista lentamente, fulminándola con la mirada.

—Gracias por arruinarme la poca inspiración que aún me quedaba…

Ella se encoge de hombros con descaro y se deja caer pesadamente en la silla a mi lado, como si el mundo le perteneciera.

—De nada —responde, con ese tono burlón tan suyo—. Pero por suerte… tengo la llave para todos tus males.

La miro de reojo, agotada.

—¿Sexo? No. ¿Drogas? Tampoco. ¿Alcohol? Solo me hará olvidar por unas horas y me dejará una resaca miserable...

Kenia se ríe. Esa risa suya, contagiosa y un poco perversa.

—Ay, por favor, Rachel… ¿acaso no me conoces? Lo que te propongo es algo diferente. Oscuro. Turbio. Misterioso.

Entorno los ojos, medio en broma, medio en serio.

—¿Un club de strippers?

—Ni cerca, amiga. Ni tibia. Nunca acertarías, ni, aunque te diera cien intentos. —Se inclina hacia mí con los ojos brillando como si acabara de descubrir el mapa de un tesoro—. Solo ponte un vestido sensual. Nada vulgar. Algo que haga girar miradas. Te recojo en una hora. Esta noche... será distinta.

No responde a mis preguntas. No da más detalles. Solo deja flotando la promesa de una noche que podría cambiarlo todo. Y aunque no lo sepa aún… tiene razón.

Al final, esa fue la noche en que todo cambió. Una noche reveladora, peligrosa… adictiva. Terminé en una mansión apartada del mundo, cubierta por la neblina y el misterio, como si el pecado tuviera una dirección exacta. Un sitio fuera del tiempo, donde lo moral y lo inmoral se funden sin vergüenza. Allí no había nombres, ni pasados, ni reglas claras. Solo cuerpos que respiraban lo mismo: lujuria, deseo, tentación… oscuridad.

Personas enmascaradas, ocultando sus vidas diarias detrás de sedas y antifaces, dejando sus cargos, sus matrimonios, sus rutinas, todo lo conocido, para entregarse sin culpa a lo prohibido. Cada rincón parecía diseñado para desarmarte, para arrancarte cualquier atisbo de lógica. Las luces, bajas, jugaban con los tonos rojos y dorados. La música, apenas un susurro grave, vibraba más en la piel que en los oídos. El incienso flotaba en el aire como un conjuro antiguo. Y en medio de esa sinfonía de pecados elegantes, me vi a mí misma... dudando.

Kenia me había soltado la mano apenas cruzamos la puerta. No tardó en dejarse llevar, en perderse entre copas, caricias, suspiros que no me pertenecían. Ella siempre fue así. Impulsiva. De las que salta sin mirar abajo. Yo no. Yo estaba allí... intentando no parecer tan fuera de lugar. No sabía si caminar, si quedarme quieta, si fingir que ya había estado en sitios como este.

Así que me moví. Lenta. Elegante. Fingiendo seguridad. Pero por dentro, temblaba. Y fue entonces cuando lo vi. Él de pie, entre las sombras, copa en mano, mirada intacta. No bailaba. No hablaba. Solo observaba. Y sus ojos... Dios. Azules. Fríos. Imposibles. Tan penetrantes que me hicieron olvidar por unos segundos en qué parte de mi cuerpo sentía el corazón.

Me miraba como si ya supiera algo de mí. Como si le hablara sin pronunciar una palabra. Como si pudiera desnudarme sin mover un dedo. Intenté apartar la vista. No pude. Intenté caminar en otra dirección, tampoco, porque él no necesitó decir una palabra para hacerme sentir vulnerable. Me sostuvo la mirada, y yo... en lugar de huir, seguí caminando. No hacia él, pero tampoco lejos. Me movía entre la gente como si buscara algo, cuando en realidad, solo intentaba controlar el temblor de mis piernas.

Él avanzó con calma, sin prisa, pero directo. Era como una sombra que tomaba forma solo para mí. A cada paso suyo, el aire se volvía más espeso. A cada paso mío, mi cuerpo olvidaba cómo se respiraba sin miedo. Cuando estuvo lo suficientemente cerca, mi pecho ya subía y bajaba con esfuerzo. Cuando por fin habló, fue como un zarpazo en la oscuridad:

—¿Algo interesante ves?

Su pregunta me atravesó. No fue una cortesía. No buscaba respuesta simple. Fue como si supiera exactamente en qué parte del alma debía tocarme. Y yo, por alguna razón que ni el miedo ni el pudor pudieron contener, respondí sin titubeos:

—Muchas cosas.

Él sonrió, pero no con dulzura. Fue esa clase de sonrisa que insinúa peligro… o deseo. Tal vez ambos.

Y ese fue el inicio de una adicción extraña. Una que no pretendía salvarme, que no pedía permiso ni daba explicaciones. Desde aquella noche, escapar de mi vida para sumergirme en ese mundo oscuro se volvió un rito casi sagrado. No importaba la hora ni el clima, ni el cansancio ni el juicio moral que me esperaba afuera. Solo necesitaba llegar, respirar ese aire cargado de misterio, sentir el peso del deseo flotando en cada rincón y encontrarlo a él. Ver su silueta recortada en las sombras, reconocer esos ojos azules que parecían conocer cada ruina de mi alma... y dejarme caer otra vez.

Sin embargo, hace unas noches no bastó con perderme en el azul de sus ojos. No. Esta vez necesitaba algo más. Necesitaba provocar, desatar, cruzar límites. Quise seducir lo prohibido, fundirme en un viaje sin etiquetas, sin compromisos, sin culpa. Y él... él lo hizo posible. Hubo besos que mordían, piel con piel, sexo sucio, salvaje, sin filtros. Superó mis expectativas porque tocó algo en mí que ni siquiera sabía que existía.

No, no hubo terceros, ni juegos de intercambio. Pero fue otro nivel de intimidad. Uno que rozó lo brutal y lo sagrado al mismo tiempo. Y entonces, por primera vez, lo vi sin la máscara. Descubrí el rostro que se escondía detrás de esos ojos hipnóticos: un hombre de unos treinta y cinco años, atractivo, con barba recortada, cabello rubio, rostro firme, labios que sabían de guerra y de deseo. Su cuerpo atlético hablaba de control y fuerza, pero había algo más allá... una tristeza, una tormenta que yo quería comprender.

Y no fue solo lo físico. Fue la forma en que me sostuvo con la mirada mientras me desnudaba, en que me tomó como si supiera cómo sanar y destruir al mismo tiempo. Fue la conexión que se creó sin palabras, como si nuestros cuerpos se reconocieran desde antes. Como si algo roto en mí encontrara consuelo en él.

Desde entonces, cada noche que lo vuelvo a ver se siente como un regreso a algo que no tiene nombre. A algo sucio y divino. Y cada vez que me sumerjo en ese mundo oscuro, lo busco a él. Porque él es mi droga. Mi secreto. Mi verdugo y mi salvación.

En fin, hoy no será la excepción. Más bien tengo mil motivos para verlo. Por eso me apresuro a ordenar el escritorio, cierro la laptop de un golpe suave, me levanto con decisión, cuelgo el bolso al hombro y agarro el abrigo. Estoy a punto de salir cuando la silueta de Kenia se cruza en la puerta de mi oficina.

—No —dice, con los brazos cruzados y la ceja arqueada como una madre fastidiada—. Esta noche no puedes escapar para ver a tu galán misterioso.

—¿Qué problema hay ahora? —respondo sin detenerme, mientras me echo el cabello hacia un lado con un gesto impaciente.

Ella se adentra en la habitación, sus tacos repiquetean sobre el suelo de madera. Cierra la puerta con un empujón del hombro. Dramatismo. Clásico de Kenia.

—Rachel, cuando te llevé a esa mansión fue para que te distrajeras. No para que terminaras enredándote con cualquier idiota enmascarado.

Me doy la vuelta, la miro con una mezcla de incredulidad y fastidio.

—¿En serio? ¿Tú vas a darme un discurso ahora? ¿Tú? —le lanzo una sonrisa ladeada, venenosa—. La mujer de las fantasías oscuras, los juegos perversos y los consejos subidos de tono a medianoche.

Ella se detiene en seco, se le escapa una risa entre dientes, pero intenta mantener la compostura. Se cruza de brazos y desvía la mirada con falsa modestia.

—Eran comentarios inofensivos…

—Claro… —digo, entornando los ojos.

—Bueno —resopla—, tal vez no tan inofensivos. Un poco… —y alza la mano con el pulgar y el índice apenas separados—. Pero con mi novio, ¿ok? No con un extraño.

Se produce un breve silencio. La observo. Se muerde el labio inferior, duda. La veo vacilar, y entonces lo suelta.

—No vayas hoy. No justo después de haber corregido ese gran error.

Me detengo. La sonrisa se me borra de a poco. Sé a qué se refiere. Y tiene razón… en parte. Pero la necesidad dentro de mí arde demasiado como para razonar ahora.

—Por eso mismo quiero ir —respondo con un hilo de voz firme—. Quiero celebrar. Aunque él no lo sepa.

Kenia suspira fuerte, como si intentara contener una rabia que en realidad es miedo por mí.

—Celebra conmigo, Rachel. Vamos a una discoteca, a un bar… no sé, tengamos una noche de chicas. ¿Sí? —propone con su voz inquieta, dejándome arrinconada.

 

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