Suite 1901. Un error que lo cambió todo. Samantha Morgan jamás imaginó que una noche de trabajo cambiaría su vida para siempre. Invisible para el mundo, atrapada entre deudas y responsabilidades, había aprendido a sobrevivir sin ser vista. Pero esa madrugada, en la opulenta Suite 1901, el destino la obligaría a ser todo, menos invisible. Alexander Hale lo tiene todo… excepto felicidad. Traicionado por la mujer que amaba y por su propio hermano, ha sellado su corazón tras una muralla de hielo. Para él, el amor es una debilidad y las personas, piezas reemplazables en su juego de poder. Hasta que Samantha irrumpe accidentalmente en su vida con la fuerza de un huracán… y la dulzura de un susurro. Una noche. Un error. Un instante de vulnerabilidad compartida entre dos almas rotas deja una huella imborrable: un embarazo. Pero no de uno… sino de dos hijos. Alexander no duda: le ofrece a Samantha un contrato tan cruel como tentador. Será su esposa de nombre, madre de sus herederos y, a cambio, recibirá la salvación económica que tanto necesita. Sin amor. Sin promesas. Sin preguntas. Pero Samantha no es una marioneta ni una incubadora. Es fuego bajo la piel, amor en estado puro, fuerza envuelta en ternura. Eso comienza a derretir el corazón que Alexander juró no volver a entregar. Justo cuando está dispuesto a creer en el amor, el pasado lo golpea. Cassandra, su ex prometida, regresa a su vida. Jack, su medio hermano, ve a Samantha como su enemigo y no se detendrá para eliminarla. Samantha deberá tomar una dura decisión ¿Puede un error convertirse en el inicio de un amor verdadero? ¿Dejará a sus hijos en un castillo de acero… o le entregará su corazón por completo a Alexander Hale?
Leer másCAPÍTULO 1
Suite 1901. Un error que lo cambió todo. Después de ocho años trabajando en el Hotel Majestic, conoces no solo muchas caras nuevas, sino las máscaras detrás de los millonarios y lo que no quieren que nadie sepa. El olor a lejía y a los secretos de otros era el perfume de su vida. Samantha Morgan se apoyó contra el frío metal del carrito de limpieza, cerrando los ojos por un instante que sabía a lujo prohibido. El eco de los platos de porcelana estrellándose contra el mármol de la habitación 315 todavía le vibraba en los huesos. Una ruidosa discusión de amantes ricos, un berrinche de champán caro y restos de langosta que a ella le tocó fregar de rodillas, pensando que el valor de todo lo que recogía podría saldar la deuda de la tarjeta de crédito de su madre. Necesitaba ese trabajo. Cada mancha que borraba, cada cama que tendía, era un pequeño golpe a la montaña de facturas médicas y préstamos que amenazaba con sepultarla. Por eso aguantaba, por eso sonreía, por eso se hacía invisible. La invisibilidad era su superpoder, su escudo. Hasta esa noche. —¡Morgan! La voz afilada de su jefa, la señora Miller, cortó el aire del pasillo de servicio como un cuchillo. Un coro de risitas contenidas brotó de sus compañeras. Todas sabían lo que significaba esa llamada a última hora. Todas sabían de quién se trataba. —La suite presidencial. El cliente solicita servicio de limpieza inmediato. Y él… te pidió a ti. Samantha no necesitó mirar la orden de trabajo. Su estómago se contrajo en un nudo frío y apretado. Solo había un huésped en el piso 19, un fantasma que ocupaba la suite más lujosa del hotel, la 1901, como si fuera su fortaleza personal. Alexander Hale. El nombre era una leyenda y una advertencia en los pasillos del hotel. El mismísimo dueño de la cadena de hoteles Hale Luxury Resorts. El CEO multimillonario más reputado del país. Un hombre cuya frialdad en los negocios era tan famosa como su fortuna y su temperamento implacable. Un lobo en un mundo de ovejas, decían todos. Sus compañeras en el hotel le temían, los gerentes lo adulaban con un pánico apenas disimulado. Pero Samantha, desde la distancia de su invisibilidad, había percibido algo más en las escasas veces que lo había vislumbrado cruzando el vestíbulo. Detrás de esa fachada de poder tallada en piedra, había un atisbo de algo más: una soledad tan profunda y afilada como un fragmento del cristal que ella recogía del suelo. Y, si era honesta, había algo más que veía en él. Una atracción furtiva, prohibida, que se le había clavado en las entrañas desde la primera vez que sus ojos, por un instante, se encontraron con los suyos. Algo que había sucedido unas cuantas veces. Probablemente porque cada vez que lo veía pasar, Samantha fijaba sus ojos en él como si viera a un dios griego. Aquellas miradas eran un choque de dos mundos, un relámpago fantasmal con un mensaje escrito con tinta invisible: Me gustas pero esto es imposible. Aquel mensaje invisible estaba escrito en el aire como un “No” definitivo en la cabeza de Samantha. El ascensor de servicio ascendió en un silencio casi sagrado, un viaje vertical hacia otro universo. Al llegar al piso 19, el silencio era total, opresivo. La moqueta aquí era más gruesa, diseñada para amortiguar el sonido de los problemas del mundo real. Los apliques de la pared eran de oro y arrojaban una luz suave y cálida que parecía una mentira. La puerta de la Suite 1901 estaba entreabierta. Un descuido impropio del meticuloso personal del hotel… o quizá, una invitación. Samantha inspiró hondo antes de empujar, y el aire viciado del interior la golpeó como una bofetada. Era una mezcla embriagadora y decadente de whisky de malta, y el humo denso de un cigarro caro y algo más… un olor metálico y agrio. El olor del fracaso. La suite estaba en penumbras, apenas iluminada por el resplandor de la ciudad que se extendía como una galaxia de diamantes más allá de los ventanales panorámicos. En el centro de la sala, sobre una mesa de caoba pulida, una botella de whisky por la mitad sudaba junto a un vaso vacío. —Tardaste. La voz vino desde la oscuridad, desde un imponente sillón de cuero que le daba la espalda y miraba hacia las luces de la ciudad. Era una voz grave, rota, impregnada de alcohol y de un poder que ni la ebriedad podía disimular del todo. Samantha sintió un escalofrío. En la penumbra, la silueta de Alexander Hale era la de un depredador herido. Su camisa de diseñador desabotonada, su corbata aflojada, un vaso de cristal pesado en la mano. Él era más que guapo; era una obra de arte tallada en furia y arrogancia. Y ahora que lo veía de cerca le parecía mucho más atractivo. Pero sus hombros, ligeramente caídos, delataban una derrota que ninguna fortuna podía ocultar. —Mis disculpas, señor. Estoy aquí para el servicio de limpieza. —Su voz sonó como un susurro, demasiado frágil en esa atmósfera cargada. Él no se giró. La observó a través del reflejo del ventanal, un fantasma viéndola a través de un mundo de cristal. Una mirada que, por un segundo, la hizo sentir más visible de lo que jamás había querido ser. Un silencio denso se instaló entre ellos, un pulso de tensión, hasta que él se levantó de su sillón. Se tambaleó muy ligeramente, un movimiento casi imperceptible que humanizó al titán por un segundo. Se acercó a ella, y Samantha tuvo que reprimir el impulso animal de retroceder. Él olía a éxito y, a autodestrucción. —¿Alguna vez has apostado tu alma en una sola jugada y la has perdido? —Su pregunta no esperaba respuesta. Sus ojos, oscuros y profundos, finalmente se clavaron en los de ella, y Samantha sintió que la veían de verdad, que leían las grietas de su propia alma. Y en esa mirada, ella vio una chispa de ese "me gustas" que siempre se había negado a admitir. —La mujer que iba a ser mi esposa y el hermano que comparte la sangre de mi padre… me lo quitaron todo. Hizo una pausa, y una sonrisa torcida, desprovista de cualquier alegría, apareció en su rostro. —No mi dinero. A quién le importa el dinero. La confianza. Eso es lo que arrancaron. Samantha tragó saliva, su corazón martilleando contra sus costillas. Esto iba mucho más allá de limpiar cristales rotos. Estaba presenciando el derrumbe de un imperio personal, no uno de ladrillos y acciones, sino uno de fe y sentimientos. Él soltó una risa amarga, un sonido hueco y doloroso. Llenó un segundo vaso hasta el borde con el licor ambarino y se lo tendió. —Bebe conmigo. Celebra mi traición. —No puedo, señor. Estoy en horas de trabajo. Sus ojos se oscurecieron. Se acercó un paso más, invadiendo su espacio personal hasta que el mundo se redujo a la intensidad de su mirada. —Eso no ha sido una petición. —Su voz bajó a un murmullo autoritario, vibrante—. Ha sido una orden. El pánico se arremolinaba en su estómago. Negarse significaba el despido inmediato. Perder su apartamento. Fallarle a su madre. Pero aceptar… aceptar era cruzar una línea de la que no habría retorno. En los ojos de Alexander vio un abismo, y por un instante demencial, sintió el vértigo de querer salir corriendo. Pero al mirarlo a los ojos nuevamente ella vio en la fractura de aquel CEO un reflejo de la suya propia, una soledad profunda que la llamaba. Con dedos temblorosos que delataban su terror, tomó el vaso. El licor se sentía pesado, como un destino agrio, líquido. Lo acercó a sus labios, lista para obedecer, para tragar el veneno y conservar su trabajo. Pero entonces, las palabras salieron de su boca antes de que pudiera detenerlas, nacidas de años de observar en silencio la miseria de los privilegiados, y de una empatía secreta que apenas se permitía. —Con el debido respeto, señor —dijo, su voz sorprendentemente firme, impulsada por una mezcla de rabia y una extraña compasión. — He limpiado suficientes habitaciones a las tres de la mañana para saber que cuando un hombre brinda solo, no está celebrando. Está castigándose…. — Y no creo que ellos merezcan que usted se siga castigando en su nombre. El silencio que siguió fue atronador. Alexander Hale se quedó inmóvil, mirándola como si ella acabara de hablarle en un idioma alienígena. La sorpresa rompió su máscara de dolor y arrogancia, dejando al descubierto una vulnerabilidad pura. Nadie. Absolutamente nadie le había hablado así. Su personal le temía, sus socios lo adulaban, sus enemigos lo respetaban. Pero esta mujer… esta limpiadora con ojos cansados y una columna vertebral de acero, acababa de analizarlo y sentenciarlo con una precisión quirúrgica. Lentamente, ella bajó el vaso que él le había ofrecido y lo dejó sobre la mesa con un suave clic. —¿Y qué sugieres que haga, entonces? —preguntó Alexander, y por primera vez, no había orden en su voz, sino una curiosidad genuina y peligrosa, teñida de una fascinación inesperada. —No lo sé —admitió Samantha con honestidad, el miedo mezclado con una extraña valentía—. No es mi trabajo sugerir. Es mi trabajo limpiar. Pero sé que el whisky no limpia el alma. Solo la mancha más. Él la estudió durante un largo momento, su mirada la recorría de arriba abajo, no como un hombre mira a una mujer para juzgarla, sino como un estratega mira una pieza inesperada en el tablero, una que acaba de desmantelar todas sus fichas. En sus ojos, Samantha vio un brillo inesperado. Un brillo que hablaba de reconocimiento, casi como una “confesión” de admiración y respeto. Entonces, cuando ella menos lo esperaba, Alexander la besó. No fue un beso de poder, ni de lujuria desenfrenada. Fue un beso de asombro, de necesidad. Un acto impulsivo de un hombre que no había sentido nada real en años y que de repente se encontraba con la verdad en su forma más hermosamente cruda. Sus labios, con sabor a whisky y soledad, eran suaves, casi suplicantes. La sujetó por la cintura, con una fuerza que no buscaba dominar, sino anclarse, salvarse de la caída, como si ella fuera el único punto fijo en su mundo que no se desmoronaba. Un pensamiento salvaje y prohibido floreció en la mente de Samantha al sentirse en sus brazos. Anclada a una locura con sus besos. — No quiero que se detenga. Este hombre, tan poderoso y a la vez tan roto, le ofrecía a ella un escape. Una colisión de soledades que prometía un alivio momentáneo a toda la carga emocional que ella llevaba dentro. Cuando él se separó para mirarla, ella no se vio en sus ojos como una empleada, se vio como mujer. Cuando él la besó de nuevo, con una intensidad creciente, ella no solo no lo detuvo, sino que le devolvió el beso, volcando en él su propia necesidad, su propia soledad, su rabia contra un mundo injusto. No se resistió cuando Alexander la alzó en brazos, como si no pesara nada, como si ella fuera lo más preciado de esa suite. Tampoco cuando sus pasos la llevaron hacia la penumbra del dormitorio. Ni cuando el mundo, con sus reglas y consecuencias, dejó de existir más allá de las cuatro paredes de aquella habitación. Lo que sucedía entre ellos no era solo sexo; sino, un exorcismo. Una colisión de dos almas perdidas que, por unas horas, encontraron un extraño refugio de paz y armonía en el cuerpo del otro. Las manos de Alexander sobre su piel eran fuego, sus besos un camino ardiente que despertaba cada terminación nerviosa de su cuerpo. Él susurraba su nombre como una plegaria, como si "Samantha" fuera la única palabra que importara en el universo. Y ella lo acariciaba con una ternura que no sabía que poseía, trazando las líneas de tensión en su espalda, intentando calmar al hombre detrás del monstruo. Entregándose a un sueño prohibido, olvidándose por completo de la desesperada certeza de que el amanecer traería consigo el juicio y quizá, el castigo. La luz gris de la mañana se coló por un resquicio de las cortinas, fría e implacable. Haciéndola abrir los ojos. Un dolor sordo le martilleaba la cabeza. Su uniforme de trabajo yacía en una pila desordenada en el suelo, una acusación silenciosa de su locura. Y a su lado, de espaldas, Alexander Hale dormía. Incluso en sueños, su ceño estaba fruncido, su rostro era una máscara de poder y tormento. — ¡No puede ser! ¿Qué fue lo que hice? – susurró aterrada. El pánico era un animal frío y con garras afiladas que le desgarraban el pecho. Se envolvió en la sábana de seda, temblando de miedo. Se vistió con rapidez y en un silencio frenético, cada movimiento suyo era una acusación directa. Al mirar hacia la cama donde yacía el cuerpo desnudo de Alexander, profundamente dormido. Contuvo un sollozo que amenazaba con desgarrarle la garganta. Sin mirar atrás, sin hacer un solo ruido, huyó de la suite como una ladrona en la noche. Abandonó el carrito en el cuarto de servicio, fichó su salida con manos sudorosas y corrió fuera del hotel, sin atreverse a cruzar la mirada con nadie. Cada paso era una plegaria silenciosa. «Por favor, que no se queje. Por favor, que lo olvide. No puedo perder este trabajo». Luego, en la soledad de su modesto apartamento, se duchó con agua muy caliente, frotando su piel con rabia, intentando borrar el aroma de Alexander, un perfume caro y masculino que parecía haberse adherido a su alma. Su jabón logró borrar su perfume. Pero no podía borrar el recuerdo de sus manos recorriendo su piel, el sonido de su voz rota, la sensación de su cuerpo contra el suyo. El recuerdo volvía a su mente en oleadas, como un maldito eco seductor. Después de unos minutos, Samantha se derrumbó en el suelo de la ducha, y finalmente, lloró amargamente. Ese encuentro había trazado una línea de fuego en su vida. Un antes y un después en lo que pensaba de sí misma. Lo que ella no podía saber, era que en medio de su arrepentimiento y su miedo, las consecuencias de esa noche ya estaban creciendo, silenciosas e invisibles, dentro de su ser.CAPÍTULO 5Libertad a medias El auto se deslizó por el camino privado con un silencio fantasmal, aplastando la gravilla bajo sus neumáticos como si triturara los últimos vestigios de la antigua vida de Samantha. — No puedo creer que esto me esté pasando – pensó, mirando la inmensa estructura frente a ella — Esto no me parece un hogar. Sino… una cárcel. La mansión apareció al final del camino. Una mole de arrogancia, acero y piedra blanca que se aferraba a la ladera de una colina y dominaba la ciudad desde lo alto, como un soberbio castillo. Era hermosa, imponente y tan fría como el corazón del hombre que la poseía.—Bienvenida a casa, Señora Hale”.Las palabras de Alexander resonaban en el interior de la limusina, como un eco cruel que sellaba su destino. La puerta del coche se abrió, pero ella no se movió. Estaba paralizada, sus piernas se negaban a obedecerla.El chófer esperaba, tan firme
Capítulo 4Esclavizada al CEO — ¡No puede ser! – dijo, sintiendo cómo el mareo le ganaba la partida. ¿Dos? Tocó su vientre instintivamente. Sintiendo un escalofrío recorrer su columna vertebral. Las palabras de Alexander flotaban en el aire de la suite, cargadas de un peso imposible de sobrellevar. Una vida creciendo dentro de ella ya era un terremoto, pero dos… Eso era un cataclismo de proporciones épicas. Samantha sintió que el suelo se hundía bajo sus pies. Se aferró al pomo de la puerta, el metal frío era su ancla para no caer al suelo.—¿Qué…? ¿Está seguro de eso? —su voz fue un susurro roto, un vestigio de su fuerza.Alexander no respondió con palabras. Con una velocidad y decisión que la paralizaron, cruzó la distancia entre ellos. No la tocó con ira, sino con una eficiencia escalofriante, colocando una mano firme en la p
CAPÍTULO 3El contrato¿Qué?¿Embarazada? ¿Su hijo?El mundo se detuvo de golpe. Luego se inclinó sobre su eje, lanzándola a un vacío silencioso y ensordecedor. Lo que Alexander Hale decía coincidía con sus malestares repentinos. Los que ella justificaba alegando ser consecuencias de sus extenuantes jornadas de trabajo. —«Está embarazada. Y ese hijo, por supuesto, es mío.»Lo que él acababa de decir no eran simplemente palabras. Eran ladrillos que construían un muro a su alrededor, formando una prisión de la que no tenía escapatoria. Por un instante, un zumbido agudo penetró en sus oídos. Todo a su alrededor se desvaneció en un punto borroso.— ¡Usted miente! —escupió, aterrada por el peso de la realidad. Una risa rota, desquiciada, brotó de sus labios—. ¿Ese es su siguiente movimiento? ¿Inventarse algo tan… tan retorcido para salir
Capítulo 2Una verdad innegable «Suite 1901. Ahora.»Esas tres palabras brillaban en la pantalla de su teléfono, eran una orden digital, un fantasma electrónico que había cruzado el abismo entre su mundo y el de él. El aire se escapó de los pulmones de Samantha haciéndola sentir repentinamente mareada. Se apoyó en la encimera de la cocina con tal fuerza, que sus nudillos se pusieron blancos. Eso debía ser una broma cruel. Era su primer día libre en semanas. No quería pensar en el hotel, en su trabajo y menos en Alexander. ¿Cómo podía pasarle algo así? ¿Cómo había conseguido su número de teléfono?Su pánico inicial dio paso a una oleada de frío y terror. Podía ignorarlo. Fingir que no había visto el mensaje. También podría borrar el mensaje, apagar su teléfono.O rezar para que todo fuera un error. — No importa lo que haga. Alexander Hale no es un hombre que cometa ese tipo de errores… T
CAPÍTULO 1Suite 1901. Un error que lo cambió todo.Después de ocho años trabajando en el Hotel Majestic, conoces no solo muchas caras nuevas, sino las máscaras detrás de los millonarios y lo que no quieren que nadie sepa. El olor a lejía y a los secretos de otros era el perfume de su vida. Samantha Morgan se apoyó contra el frío metal del carrito de limpieza, cerrando los ojos por un instante que sabía a lujo prohibido. El eco de los platos de porcelana estrellándose contra el mármol de la habitación 315 todavía le vibraba en los huesos. Una ruidosa discusión de amantes ricos, un berrinche de champán caro y restos de langosta que a ella le tocó fregar de rodillas, pensando que el valor de todo lo que recogía podría saldar la deuda de la tarjeta de crédito de su madre.Necesitaba ese trabajo. Cada mancha que borraba, cada cama que tendía, era un pequeño golpe a la montaña de facturas médicas y préstamos que amenazab
Último capítulo