Libertad a medias

​CAPÍTULO 5

Libertad a medias

​El auto se deslizó por el camino privado con un silencio fantasmal, aplastando la gravilla bajo sus neumáticos como si triturara los últimos vestigios de la antigua vida de Samantha.

— No puedo creer que esto me esté pasando – pensó, mirando la inmensa estructura frente a ella — Esto no me parece un hogar. Sino… una cárcel.

La mansión apareció al final del camino. Una mole de arrogancia, acero y piedra blanca que se aferraba a la ladera de una colina y dominaba la ciudad desde lo alto, como un soberbio castillo.

Era hermosa, imponente y tan fría como el corazón del hombre que la poseía.

​—Bienvenida a casa, Señora Hale”.

​Las palabras de Alexander resonaban en el interior de la limusina, como un eco cruel que sellaba su destino.

La puerta del coche se abrió, pero ella no se movió. Estaba paralizada, sus piernas se negaban a obedecerla.

El chófer esperaba, tan firme como una estatua o un soldado.

Alexander la miraba desde fuera, su paciencia era una fina capa de hielo sobre su notable impaciencia.

​—No soy la señora Hale —siseó Samantha, encontrando un resquicio de voz—. No me he ganado ese nombre y, francamente, no lo quiero.

—Hele es el apellido que llevarán mis hijos. Por tanto, es el suyo. Acostúmbrese a eso —replicó él, sin un ápice de emoción.

Su mano se extendió hacia ella, no como una invitación caballerosa, sino como una orden silenciosa.

Con el orgullo como su único escudo, ignoró su mano y salió del coche por sus propios medios.

El aire era limpio, fresco, pero a ella le parecía irrespirable. Se sentía como si la atmósfera misma estuviera bajo el control de Alexander, como si el mismo viento le obedeciera.

— Entremos – dijo, indicándole el camino.

​Al cruzar la puerta un vestíbulo de doble altura la recibió con un eco gélido.

El suelo era de un mármol blanco tan pulido que reflejaba su rostro pálido.

Una escalera de cristal flotante se curvaba hacia el segundo piso como la columna vertebral de un leviatán.

No había fotos familiares, ni desorden, ni rastro de vida. Era lo contrario a su sencillo departamento.

Se parecía más al vestíbulo de un hotel de lujo, que a un hogar.

​Un ama de llaves de mediana edad, vestida con un uniforme gris impecable, apareció como por arte de magia.

—Señor Hale. Bienvenido.

—Señora Davies, esta es la señora Hale. A partir de ahora, vivirá aquí. Prepárele la Suite Este…

— Y asegúrese de que la doctora Evans le envíe el plan nutricional y las vitaminas prenatales de inmediato…

— Ella seguirá las instrucciones de la doctora al pie de la letra. Usted se encargará personalmente de que así sea.

El ama de llaves asintió, su mirada se posó en Samantha por una fracción de segundo con una mezcla de curiosidad y compasión.

Luego, se volvió hacia Alexander con una máscara de eficiencia.

—Por supuesto, señor. La señora Hele estará bien cuidada.

Luego se volvió hacia Samantha

— ¿La señora necesita algo?

— No. No necesito nada— respondió Samantha con firmeza —. Aunque pensándolo bien, sí, necesito mi teléfono. Quiero llamar a mi madre.

​Alexander se giró lentamente hacia ella, con una ceja arqueada en expresión de fría incredulidad.

—Ya le dije que su antiguo teléfono no es seguro. Se le proporcionará uno nuevo, programado únicamente con los números que yo apruebe…

— Su madre está en esa lista. Pero hará esa llamada cuando yo lo considere oportuno.

La rabia se volvió candente, quemando el hielo del pánico en las venas de Samantha.

—¿Hablar con mi madre cuando usted lo considere oportuno? —repitióe ella, su voz temblaba de furia—. ¿Quién se cree usted que es?

— ¿Mi carcelero? ¡Esto no es protección, es un secuestro! Me engañó… Usted es un mentiroso, un…

​—Yo no la engañé, Samantha —dijo él, interrumpiendo. Su voz sonó peligrosamente baja mientras se acercaba a ella, invadiendo su espacio personal.

— Le recuerdo que usted firmó un contrato. Un documento legalmente vinculante que aceptaba todas las contingencias posibles...

— La posibilidad de un embarazo de alto riesgo era una de ellas. Fue usted quien, en su afán por imponer sus "condiciones", me obligó a añadir cláusulas para proteger mi inversión ante cualquier eventualidad.

—¡Mi embarazo y mis hijos no son una inversión señor Hale! —gruñó, las lágrimas de frustración picaban en sus ojos.

— ¡Ellos son seres humanos! ¡Y yo soy su madre, no un maldito activo en su cartera de valores! Así que la próxima vez que se refiera a ellos o mí… hágalo con respeto.

​Samantha lo miró a la cara sin temor. Y por primera vez vio una grieta en su fachada. Un músculo se tensó en su mandíbula.

—Ellos son mi legado. La única cosa en este mundo que llevará mi sangre y que no podrá traicionarme…

Sus palabras sonaron con un peso irrefutable. Un anhelo en su alma herida por la traición.

— Voy a protegerlos con todos los medios a mi alcance. Incluido protegerlos de su propia impulsividad … señora Hale.

Sus ojos se clavaron en los de Samantha con una intensidad que la hizo retroceder un paso.

Luego ​señaló a la señora Davies, quien observaba la escena con una incomodidad estoica.

—Llévela a su habitación. Y asegúrese de que coma bien y que descanse. Y que no salga de su habitación …

​—¡No voy a ir a ninguna parte! —desafió Samantha, plantándose en el suelo de mármol.

— No me moveré de aquí hasta que me devuelva mi libertad...

Lo miró fijamente a los ojos — Puede quedarse con su dinero señor Hale, con su contrato y con su jaula…. ¡Encontraré la manera de cuidar de mis hijos yo sola!

​Una sonrisa gélida y desprovista de humor curvó los labios de Alexander.

—¿Ah, sí? ¿Cómo? ¿Volviendo a fregar suelos por un sueldo miserable? ¿Pidiendo préstamos que nunca podrá pagar?

— ¿En qué clase de mundo cree que vive? Si intenta huir, la encontraré. Si intenta luchar contra mí en los tribunales, la aplastaré.

— Tengo recursos ilimitados, y ahora, gracias a ese contrato, tengo todos los derechos legales…

— Usted no es solo la madre de mis hijos; a los ojos de la ley, ahora es mi esposa. Y está bajo mi cuidado…

— Le guste o no, así son las cosas. Fin de la discusión… Ahora, haga lo que le ordeno y cuide de mis hijos.

Se dio la vuelta, dando la conversación por terminada. Se dirigió a su despacho, un muro de cristal ahumado al otro lado del vestíbulo.

​Samantha se quedó allí, temblando, humillada y derrotada. Y a punto de llorar.

La señora Davies se acercó con cautela. Con un tono de voz suave, mesurado.

—Señora… Por favor, acompáñeme. Será mejor para usted. Y para… los bebés.

​La mención de sus hijos fue un golpe bajo, una verdad ineludible que la desarmó. Tenía que pensar en ellos. Tenía que estar fuerte. Tenía que sobrevivir a esto.

Con un suspiro que fue casi un sollozo, siguió al ama de llaves por la escalera de cristal.

La "Suite Este" era más grande que todo su apartamento. Incluso más que la casa de su madre.

Tenía un dormitorio con una cama tamaño king, un vestidor del tamaño de una habitación y un baño de mármol con una bañera con vistas panorámicas a la ciudad.

Las paredes eran de un blanco clínico, y los muebles, aunque caros, carecían de personalidad.

Todo estaba perfectamente colocado, impersonal, intocable. Era la habitación de hotel más lujosa en la que jamás había estado. Y la odió al instante.

— Si voy a vivir aquí… voy a cambiar todo ese blanco fúnebre en algo más cálido – pensó con enojo.

Luego, ​se sentó en el borde de la cama, la seda del edredón se sentía resbaladiza y fría.

La señora Davies dejó un vaso de agua y un pequeño plato con fruta cortada en una mesita.

—El señor ordenó un menú específico para usted. Lo subirán en breve. Si necesita cualquier cosa, hay un intercomunicador junto a la cama.

​Salió de la habitación, cerrando la puerta con un suave clic que sonó como el cerrojo de una celda.

Samantha se quedó sola en el silencio opresivo. Miró a su alrededor, a las paredes blancas, a los ventanales que mostraban un mundo al que no pertenecía.

Se tocó el vientre, donde dos corazones latían ajenos a la guerra que se libraba en su nombre.

— ​No. No voy a rendirme. No voy a dejar que él los convierta en un objeto, ni a mí en una incubadora muda y dócil, se los prometo

– dijo acariciando su vientre.

Una hora más tarde, una joven doncella le trajo una bandeja con salmón a la plancha, quinoa y espárragos al vapor.

Samantha no comió. Cuando la señora Davies vino a comprobar cómo estaba, la bandeja seguía intacta.

— Señora Hale… Coma por favor. Piense en sus hijos – dijo — Le traeré otra bandeja con comida fresca y caliente.

— No. Lleveselo por favor. Tráigame fruta. Algo de yogur y pan.

La señora Davies insistió en que debía comer el salmón y la quinoa. Pero Samantha se negó. Ella odiaba la quinoa y el salmón le provocaba náuseas.

No le quedó más que hacer lo que Samantha pidió. Trayendole también atún y ensalada.

— Gracias – susurró Samantha.

La señora Davies le obsequio una leve sonrisa y salió de la habitación.

​La noche cayó, y las luces de la ciudad se encendieron como diamantes esparcidos sobre un paño de terciopelo negro.

Pero la belleza de la vista solo acentuaba su sensación de aislamiento. De condena.

— No seguiré sus reglas – se dijo mirando por la ventana.

Era una rebelión pequeña, patética, si. Pero era la única que tenía. Lo único que la hacía sentir dueña de sí misma.

​La puerta se abrió de golpe, sin llamar y sin pedir permiso.

Alexander entró con su rostro de impaciencia.

— ¿Cómo se atreverse a cambiar su dieta? —preguntó, su voz era un látigo.

— Odio la quinoa y el salmón no me gusta —dijo ella, sin apartar la vista de la ventana.

—No le pregunté si le gustaba o no el salmón. Le ordené que comiera. La doctora Evans fue muy clara sobre la necesidad de una nutrición adecuada.

​—Pues dígale a la doctora Evans que su paciente se niega a comer lo que no le gusta —replicó ella, girándose para enfrentarlo, sus ojos brillaban con desafío.

Él suspiró, un sonido exasperado, y se pasó una mano por el pelo. Por un instante, solo un instante, pareció cansado.

El CEO poderoso se desvaneció, y por un segundo, vio al hombre roto de la suite 1901. El mismo Alexander con el cuál ella se sintió su igual. Una alma igual a la suya.

—Samantha, no haga esto más difícil de lo necesario.

—¿Difícil? – gruño.

— ¡Mi vida ha sido destrozada en menos de veinticuatro horas! ¡He sido comprada, diagnosticada, encarcelada y ahora se espera que coma mi ración como un animal premiado!

— ¿Y me pide que no lo haga difícil?

​Se acercó a ella, deteniéndose a solo un paso. Su imponente presencia llenaba la habitación, consumiendo el oxígeno.

—¿Qué es lo que te gustaría comer entonces? ¿Qué es lo que quieres ?

​Las palabras suaves y comprensivas de Alexander la sorprendieron. Esperaba órdenes, amenazas. No una negociación.

Vio una apertura, una diminuta grieta en su armadura de control. Y la aprovechó.

​—Quiero hablar con mi madre. Con mi propio teléfono. Y quiero que me prometa que no la está vigilando.

Él la estudió durante un largo momento, sus ojos oscuros tratando de leerla, de encontrar la trampa.

—Muy bien —cedió finalmente, para sorpresa de ella.

— Pero quiero que me prometa que comerá cada bocado de la cena. Y cuando haya terminado, le traeré su teléfono para que llame a su madre...

— Podrá hablar con ella durante diez minutos. Supervisado, por supuesto.

—No. Sin supervisión.

—Samantha…

—¡Sin supervisión! —insistió, su voz cobrando fuerza.

—.¿O es que también la traición de la que tanto se quejaba le ha hecho tener miedo de una simple llamada entre una hija y su madre enferma?

​El golpe dio en el blanco. Vio un destello de dolor en sus ojos, una herida fresca que sus palabras habían rozado. La mención de la traición lo descolocó.

​—De acuerdo —concedió, su voz sonó tensa.

— Como quieras. Sin supervisión.

— Pero si intentas algo estúpido, como pedir ayuda o revelar tu ubicación, la llamada se cortará y no volverá a hablar con ella hasta el día del parto. ¿Entendido?

​Samantha asintió, un pequeño nudo de victoria se formó en su garganta. Era una concesión minúscula en el gran esquema de las cosas que no podía hacer.

Pero había ganado. Una pequeña batalla.

Se sentó y, bajo la atenta mirada de Alexander, empezó a comer la comida fría. Cada bocado era un acto de sumisión, pero también un paso hacia ese pequeño instante de libertad.

Él no se fue. Se quedó allí, de pie junto a la ventana, observándola en silencio, una sombra que proyectaba su poder sobre cada rincón de la habitación.

​Cuando terminó, él sacó su teléfono de su bolsillo y se lo tendió.

—Diez minutos. Recuerdalo. La puerta estará cerrada. No intente nada.

Tomó el teléfono. Sus dedos rozaron los de él, y la misma descarga eléctrica, la misma conciencia de su proximidad física, la recorrió.

Sus ojos se encontraron por un segundo, ese segundo fue suficiente para descolocar a Alexander.

Él salió y el suave clic de la cerradura resonó en la habitación.

Ahora ​estaba sola. Sin vigilancia “aparentemente”

Marcó el número de su madre con dedos temblorosos. Su corazón latía con una mezcla de anhelo y terror. ¿Qué iba a decirle lo que había hecho? ¿Cómo podía mentirle a su madre?

​Mientras el teléfono sonaba, una nueva ola atravesó su alma. Cortó la llamada sintiendo su corazón acelerado y su respiración agitarse.

— No puedo mentirte mamá. No lo mereces.

Dejando el teléfono al lado dijo: Alexander Hale no me compró mamá. Yo quise ir con él.

En su despacho y sin que ella lo supiera, Alexander estaba escuchando cada palabra que salía de su boca. Sorprendido por la confesión de Samantha.

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