Una verdad innegable

Capítulo 2

Una verdad innegable

«Suite 1901. Ahora.»

Esas tres palabras brillaban en la pantalla de su teléfono, eran una orden digital, un fantasma electrónico que había cruzado el abismo entre su mundo y el de él.

El aire se escapó de los pulmones de Samantha haciéndola sentir repentinamente mareada.

Se apoyó en la encimera de la cocina con tal fuerza, que sus nudillos se pusieron blancos.

Eso debía ser una broma cruel. Era su primer día libre en semanas. No quería pensar en el hotel, en su trabajo y menos en Alexander.

¿Cómo podía pasarle algo así? ¿Cómo había conseguido su número de teléfono?

Su pánico inicial dio paso a una oleada de frío y terror. Podía ignorarlo. Fingir que no había visto el mensaje. También podría borrar el mensaje, apagar su teléfono.

O rezar para que todo fuera un error.

— No importa lo que haga. Alexander Hale no es un hombre que cometa ese tipo de errores… Tampoco es un hombre que acepte ser ignorado.

— Dios… No tengo salida – murmuró aterrada.

— Esta citación… era el preludio de la tormenta. Si no voy… él me encontrará sin importar donde me esconda.

— Él me despedirá con una simple llamada, me pondrá en una lista negra de la que nunca saldré… ¡Nadie volverá a darme trabajo!

Estaba atrapada. Sudando y temblando, aferrada a la encimera como un ancla para evitar caerse.

Un sollozo seco salió de su garganta, una mezcla de rabia contra sí misma y miedo por lo que pudiera hacer el CEO contra ella.

Se miró en el reflejo de la ventana. Y vio a una chica asustada, a una empleada de limpieza a punto de ser devorada por un lobo.

De repente una pequeña brasa de desafío comenzó a arder en su pecho.

— No dejaré que me destruya. No soy un juguete que él pueda tirar a la basura… Por mí y por mamá voy a pelear.

Por un instante, Samantha recordó que al amarse aquella noche, habían sido iguales. Alexander la había hecho suya sin las barreras sociales.

No iba a volver a la suite 1901 como una cordera al matadero. Iría con la frente en alto.

Aceptaría su despido con dignidad. Reconociendo su error y entendiendo que no fue la única que se equivocó.

Se cambió de ropa, eligiendo unos vaqueros y una camiseta blanca. Aquella no era una cita, era una ejecución.

Al llegar al hotel el viaje en el ascensor hacia el piso 19 fue una tortura. Cada piso que ascendía aumentaba la presión en su pecho y el vértigo en su estómago.

Cuando las puertas se abrieron en el piso 19, el lujoso silencio ya no le pareció opresivo, sino expectante.

Caminó por el pasillo alfombrado, con absoluta determinación, aunque su corazón era un tambor desbocado, su dignidad le impedía sentirse humillada.

Llegó a la puerta de la suite 1901 y, en lugar de llamar, simplemente la empujó. Estaba entreabierta como aquella noche, nuevamente eso parecía ser una invitación silenciosa.

La suite estaba impecable. Ni una mota de polvo, ni un vaso fuera de lugar. Las luces estaban encendidas, brillantes, casi clínicas, borrando cualquier sombra o misterio.

El aire olía a limpio, a nada y a caos controlado.

Y allí estaba él. De pie, mirándola.

No en la penumbra como esa madrugada, no estaba despeinado ni ebrio. Estaba vestido con un traje oscuro hecho a medida que gritaba poder y dinero.

Parecía un dios griego, frío como una estatua, distante e intocable.

El hombre roto de aquella madrugada había desaparecido, dejando en su lugar al depredador.

—Señorita Morgan… —hizo una pausa.

— Gracias por venir.

Su formalidad fue como una bofetada para Samantha. Pero no podía esperar otra cosa de él.

—Señor Hale – saludo con sereno control.

— Estoy aquí porque usted me citó — su voz sonó más segura de lo que se sentía.

—Cierto. Siéntese por favor.

— No gracias – respondió

Alexander caminó hacia la mesa del centro y recogió algo. Luego se acercó a ella, deteniéndose a una distancia profesional y calculadora.

— Creo que esto le pertenece.

Abrió la mano. En su palma descansaba un pequeño pendiente. Un aro de plata barato, el compañero del que ella llevaba puesto esa noche.

Ni siquiera se había dado cuenta de que lo había perdido. Pero esa joya barata era la prueba física de su pecado.

—Yo…ah… gracias. Lo siento. —murmuró, tomándolo. Sus dedos rozaron su piel y fue como tocar el hielo.

No había nada de dulzura o calidez en su tacto.

—No se disculpe. La discreción es una cualidad admirable. Rara, de hecho. —Sus ojos la escanearon de arriba abajo, pero sin emoción—. Ha demostrado ser… eficiente.

Samantha no entendía nada. ¿Dónde estaba el grito, la acusación, el despido? Esa furia que esperaba ver en él.

—Señor Hale, si va a despedirme, por favor, hágalo de una vez. No necesito… todo este preámbulo.

Una sonrisa casi imperceptible tiró de la comisura de sus labios. Fue la sonrisa más aterradora que Samantha había visto en su vida.

O al menos así le pareció.

—¿Despedirla? Señorita Morgan, no tengo ninguna intención de despedirla.

Hizo un gesto con su mano hacia el sofá

— Siéntese, por favor. Le he hecho venir para ofrecerle un trabajo. Uno nuevo.

Confundida y recelosa, Samantha permaneció de pie. Negando con su cabeza.

Él suspiró, un sonido de impaciencia salió de su garganta. Ella no le estaba haciendo fácil las cosas.

Luego, abrió un maletín de cuero que había sobre el sillón y sacó una carpeta. La dejó sobre la mesa.

—Esto es un contrato. —dijo con total naturalidad.

— Es algo muy sencillo. Durante los próximos meses, usted me acompañará a ciertos eventos sociales y de negocios. Actuará como mi pareja…

— Sonreirá a las cámaras, será encantadora con mis socios y mantendrá a raya a las cazafortunas y a las hijas de mis competidores.

Samantha lo miró, confundida e incrédula.

— Esto debe ser una broma – siseó

—Usted… usted… debe estar loco señor Hale.

—No. Soy práctico. —la corrigió, su voz era un témpano hielo.

— A cambio de sus servicios señorita Morgan, usted recibirá la cantidad que figura en la primera página de este contrato.

Con una curiosidad morbosa, Samantha se inclinó y abrió la carpeta. El número la hizo jadear. Era una cifra con tantos ceros que parecía irreal.

Era suficiente para pagar sus deudas, comprarle a su madre la casa con la que siempre soñó y empezar de nuevo diez veces.

Era el precio de su vida. Pero, ¿por qué?

Entonces vino de golpe a su cabeza el recuerdo de aquella madrugada.

La confesión borracha de un hombre traicionado, herido en su fe y su corazón. Un hombre destruido con el cual ella creyó tener una conexión más allá de la piel.

Pero se había equivocado al pensar así.

Las lágrimas ardieron en sus ojos, pero no eran de tristeza. Eran de rabia. Él no tenía derecho a tratarla como un objeto que podía comprar.

—No. —dijo, su voz temblaba. Pero no había debilidad en sus palabras.

Él levantó una ceja, genuinamente sorprendido.

—¿Perdón? ¿Qué fue lo que dijo?

—¡He dicho que no! —Cerró la carpeta de un golpe, el sonido resonó fuerte en la habitación silenciosa.

— ¡No estoy en venta, Señor Hale! Puede coger su contrato y su dinero y… hacer con él lo que le plazca.

Por primera vez, ella vio una grieta en su fachada de control. Un destello de algo parecido a la molestia, o quizás al respeto.

Ella se dio la vuelta, con el corazón martillando en su pecho, sintiendo un extraño orgullo en medio del terror.

Le había dicho que no al hombre al que nadie le decía que no. Estaba despedida, sin lugar a dudas.

Y probablemente arruinada por el resto de su vida..Pero por un glorioso segundo, se sintió libre. Maravillosamente bien consigo misma.

Con la mano en el pomo de la puerta, lista para huir, la voz de Alexander la detuvo.

Afilada y absolutamente segura.

—Le aconsejaría que reconsiderara su decisión, Samantha.

Ella se giró al escuchar su nombre en labios de Alexander.

—¿Y por qué lo haría? ¿Va a arruinarme la vida? ¡Adelante! Hágalo. ¡No puede quitarme nada que no haya perdido ya!

Alexander Hale no se movió. Sus ojos oscuros clavados en ella, despojándola de toda su recién encontrada valentía.

Él se tomó un instante más para saborear el momento, antes de asestar el golpe final.

—La oferta que le hice no es una petición. Es una necesidad. Su necesidad —dijo con una calma escalofriante.

— Y usted la aceptará de seguro.

— ¿Por qué? – preguntó Samantha, nerviosa.

— Esta mañana, la gerente del hotel me llamó para informarme de una anomalía en su análisis de sangre — Una anomalía que me tomé la libertad de investigar.

El mundo de Samantha empezó a inclinarse hacia una pendiente. El aire se volvió espeso, difícil de respirar.

—No… no sé de qué habla – mintió.

Él la miró, y en sus ojos no había compasión, sólo la certeza absoluta del vencedor.

—Usted no ha confirmado su sospecha aún. Pero yo sí...

— Felicitaciones, Señorita Morgan. Está embarazada. Y ese hijo, por supuesto, es mío.

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