CAPÍTULO 6 La Grieta en la Armadura En la penumbra de su despacho, Alexander Hale se quedó inmóvil. El audio del intercomunicador, un hilo invisible que lo conectaba con la Suite Este, había transmitido la confesión susurrada de Samantha con una claridad devastadora. No supo cómo reaccionar. Ni que pensar. El CEO acostumbrado a controlarlo todo y a tener en sus labios una respuesta, se hallaba mudo en su despacho. “Alexander Hale no me compró mamá. Yo quise ir con él” La frase se repitió en su mente, una anomalía que su cerebro lógico no podía procesar. — ¿Querer? ¿Qué quiso decir con eso? – se preguntaba, con sus manos entrelazadas sobre su escritorio mientras jugaba con sus dedos de forma nerviosa. Nadie quería estar con él de esa forma. Por gusto no. Le temían, le respetaban, le deseaban por su poder o su dinero, pero el verbo "querer", en ese contexto de rendición y elección personal, era un territorio extraño para él. Contradecía todo lo que había presenciado en ella: su desafío, su furia, sus acusaciones de secuestro. Una oleada de algo peligrosamente parecido a la curiosidad le recorrió. Era una emoción que despreciaba, la madre de la incertidumbre y el error de cálculo. Sin embargo, era innegable. La mujer que había arrinconado, la que creía tener completamente bajo control, acababa de revelarle una complejidad que lo desarmaba. Ella era un rompecabezas, y él odiaba los rompecabezas que no podía resolver al instante. Miró el cronómetro en su reloj. Habían pasado nueve minutos. El tiempo de la llamada estaba casi agotado, una llamada que ella nunca hizo. Se levantó, la silla de cuero de alta gama no emitió ni un sonido bajo su movimiento decidido. Cruzó el vestíbulo de mármol. Cada paso era una reafirmación de su autoridad, un intento de sofocar esa nueva y desconcertante sensación que burbujeaba en su pecho. Temor. No a ella, sino a lo que ella le hacía sentir. La puerta de la Suite Este se abrió sin la delicadeza de un aviso. Alexander entró, su presencia era una tormenta que cambió la presión del aire. Samantha estaba de pie frente al ventanal, su teléfono estaba sobre la mesita de noche. —¿Habló con su madre? – dijo acercándose a ella. Pudo oler el tenue aroma floral de su champú, un detalle íntimo que recordaba muy bien, eso lo irritó. —No la llamé —respondió ella, su voz era un murmullo cargado de una emoción densa y pesada. — No lo hice – afirmó —¿Por qué? —preguntó él, deteniéndose a su lado. El reflejo de ambos se dibujaba en el cristal del ventanal: dos figuras atrapadas juntas en una misma guerra. Una imponente y oscura, la otra frágil pero inquebrantable. — Hicimos un trato. Y usted lo incumplió. Ella se giró. Sus ojos, enrojecidos pero secos, se clavaron en los suyos. Había una furia tan profunda en ella que lo sorprendió. —¿Un trato? ¿Cree que esto es un trato entre iguales? —espetó Samantha, su voz temblaba con una rabia que era casi visceral. — ¡Usted no hace tratos, señor Hale, usted da órdenes! ¡Y yo cometí el error de pensar que podía mentirle a mi madre, que podía fingir que todo estaba bien mientras me ahogo bajó estas cuatro paredes! —Esto no es una jaula, Samantha. Es por su seguridad. Y la de mis hijos que usted está aquí. — Sus hijos no son una posesión más en su inventario — dijo, dando un paso hacia él, cerrando la distancia entre ellos. La energía que emanaba de ella era candente. — No le importan ellos, ¡solo le importa su maldito legado! Una continuación de su sangre para que el gran Alexander Hale no muera solo… — ¡Eso es lo único que le importa! El golpe fue tan preciso y brutal que sintió cómo el aire abandonaba sus pulmones. El músculo de su mandíbula se tensó violentamente. Ella había tocado el nervio más expuesto, la verdad más cruda y enterrada que lo impulsaba. —Usted no sabe nada de mí —siseó, su voz descendió a un gruñido peligroso. —¡Sé más de lo que cree! —le desafió ella, sus pechos subían y bajaban con su respiración agitada. Aquello era un enfrentamiento de voluntades. — Lo observé durante años. Un hombre ante el cual todos bajaban la cabeza… — Pero esa noche. En la suite 1901. Vi al hombre detrás del dinero y del poder. Un hombre tan roto y solo como yo… — Por un instante creí… creí que nuestras almas se entendían. Por eso acepté acostarme con usted... Por eso quise venir aquí… Su confesión finalizó con lágrimas. Pero no de lástima ni rendición, sino de rabia. — Pero me equivoqué al pensar que usted era un hombre con corazón… No lo tiene. Aquella confesión fue lanzada contra él como un arma, lo dejó sin palabras. Sus defensas, construidas durante años fueron derribadas por la traición y la desilusión. Su seguridad tambaleó. El recuerdo de esa noche —la vulnerabilidad, la desesperación compartida, el whisky ardiendo en su garganta y la extraña paz que encontró en la honestidad de una desconocida— lo asaltó con una fuerza inesperada. Recordó el sonido de sus gemidos, la suavidad de sus caricias y lo mucho que le gustaron sus besos. Sus músculos se tensaron . —Ese hombre no existe —replicó, el tono en su voz era un esfuerzo por recuperar el control. —¡Sí, existe! Solo que usted lo entierra en esa coraza de piedra que rodea su corazón — espetó Samantha. Sus ojos brillaban con lágrimas de frustración, de enojo. Una emoción que la hacia deseae golpearlo. — ¡Sus temores lo tienen encerrado en una bóveda, igual que a mí! Te da miedo sentir, Alexander… — Le da miedo sentir algo que no sea rabia o control. Le aterra que alguien vea la grieta en su armadura de hierro… Ella invadió su espacio personal, su mano se alzó y su dedo índice picoteó su pecho, justo sobre el corazón. Un contacto prohibido, pero audaz. —Aquí dentro no hay nada más que hielo y decepción. Odio por todos los que lo lastimaron… No cree en nadie. — Y quiere arrastrar a mis hijos a ese mismo vacío. Pues sépalo señor Hale… No se lo permitiré. Alexander agarró su muñeca, sus dedos se cerraron sobre su piel con una fuerza que pretendía ser una advertencia, pero que delató su agitación. La sensación de su pulso acelerado bajo sus dedos, el calor de su piel, fue una descarga eléctrica que le recorrió el brazo. Pero no la soltó. No iba a ceder ante sus emociones. Se había prometido a sí mismo no volver a sentir nada por una mujer. —Usted no está en posición de permitir o prohibir nada, Samantha —dijo, su aliento era un abanico caliente sobre el rostro de ella. — Usted firmó un contrato. Ahora usted es mía. Su cuerpo es mío. Los hijos que lleva son míos. —¡No soy un objeto! Soy un ser humano. ¡No una incubadora! —sollozó ella, luchando inútilmente contra su agarre. Las lágrimas que había contenido finalmente se derramaron, trazando caminos ardientes por sus mejillas. — ¿Por qué me hace esto? —Porque es lo necesario. —No… ¡Es porque es un cobarde! Tiene tanto miedo de que lo vuelvan a traicionar así que prefiere construir una prisión a arriesgarse a construir un hogar… — Prefirió comprar una esposa a ganarse el corazón de una. Cada palabra era una estocada. Y cada una daba en el blanco. Alexander la vio, no como la mujer desafiante que había estado luchando contra él, sino como la única persona en años que lo había mirado a los ojos y había visto la verdad de su alma herida. El único ser humano que no tenía miedo a decírselo. Y en lugar de huir de él, ella se había quedado. Había querido ir con él. Eso lo confundía. Lo irritaba. El control, esa bestia que había domesticado y perfeccionado durante toda su vida, se rompió. Se hizo añicos contra la fuerza de su honestidad brutal y su inesperada vulnerabilidad. En un movimiento que sorprendió a ambos, soltó su muñeca solo para llevar su mano a la nuca de ella, sus dedos se enredaron en su cabello. La otra mano encontró su cintura, atrayéndola hacia él con una posesividad cruda, eliminando el último vestigio de espacio entre sus cuerpos. Samantha ahogó un grito de sorpresa. Su cuerpo se tensó, listo para la lucha, pero sus ojos se abrieron de par en par al ver el caos en los ojos de él. La fachada de fría indiferencia se había desmoronado, revelando un torbellino de furia, anhelo y un pánico absoluto. —¿Esto es lo que querías ver? —gruñó él, su voz era un ronroneo roto y visceral —. ¿La grieta en la armadura del monstruo? Luego de decirlo, la besó. No fue un beso tierno, ni siquiera apasionado en el sentido romántico. Fue un acto de desesperación. Un choque de dos mundos. De dos almas atormentadas. Su boca se estrelló contra la de ella con una ferocidad que era a la vez un castigo y una rendición. Era el sabor del whisky caro, de la soledad y de una rabia que no era enteramente suya. Por un instante, Samantha se resistió. Sus manos se apoyaron en su pecho para empujarlo, pero él era una muralla de músculo y determinación. Y entonces, algo dentro de ella se quebró. La lucha, el miedo, el orgullo… todo se disolvió en el calor abrumador de su cuerpo. El beso no era una agresión. Era la respuesta silenciosa a todas sus acusaciones. Sí, parecía decir, estoy roto. Sí, tengo miedo. Sí, lo sé. Sí, lo entiendo. Sí, te veo. Con un sollozo ahogado, dejó de luchar. Su cuerpo se amoldó al de él, y sus labios, temblorosos, respondieron a la presión de los suyos con intensidad. Le devolvió el beso con la misma desesperación que había en él, con toda la frustración y la extraña e innegable conexión que había sentido en la suite 1901. Era un beso de dos almas solitarias colisionando en la oscuridad. El tiempo se detuvo. En esa lujosa habitación que era su prisión, en ese único y devastador instante, Samantha se sintió extrañamente libre. Y Alexander, el hombre que lo controlaba todo, perdió el control por completo. Tan abruptamente como comenzó, terminó. Alexander se apartó de ella como si se hubiera quemado. Su pecho subía y bajaba con dificultad, sus ojos estaban desorbitados por el horror de lo que acababa de hacer, de lo que acaba de sentir. Miró a Samantha, que lo observaba con los labios hinchados, las mejillas sonrojadas y una expresión de aturdida incredulidad. Había cruzado una línea, una que él mismo había trazado con acero y concreto. Había actuado por impulso, por emoción. Había sentido más de lo que había deseado. El pánico lo inundó. La vulnerabilidad era una enfermedad, y él acababa de exponerse a la peor de las cepas. Se recompuso con una velocidad inhumana. La máscara de fría autoridad cayó de nuevo en su lugar, pero esta vez era frágil, translúcida. Podía verse el caos hirviendo justo debajo de la superficie. —Esto… —comenzó, su voz sonaba forzada, extraña—. Esto no volverá a suceder. Samantha no dijo nada. Solo se tocó los labios con la punta de los dedos, como para asegurarse de que el momento había sido real. Alexander retrocedió, poniendo una distancia segura entre ellos. Necesitaba reafirmar su poder, borrar el incidente, enterrarlo. —Se acabaron las concesiones —declaró, y su voz ahora era puro hielo, más fría y cortante que nunca. — Olvídese de su teléfono. Olvídese de sus condiciones. A partir de este momento, hará exactamente lo que se le ordene, cuando se le ordene… — Comerá lo que se le sirva, tomará las vitaminas y no volverá a cuestionar una sola de mis decisiones. Se dio la vuelta y caminó hacia la puerta, su espalda era una barrera infranqueable. —Y Samantha… —dijo, deteniéndose con la mano en el pomo, sin girarse a mirarla—. Que esto le sirva de lección… — No vuelva a provocarme nunca más. No le gustará lo que encuentre si vuelve a arañar la superficie. Abrió la puerta y salió, cerrándola tras de sí con un clic definitivo que resonó en el silencio como el disparo de una pistola. Samantha se quedó de pie en medio de la habitación, temblando. La humillación, la rabia, la confusión y ese pulso eléctrico de algo nuevo y aterrador luchaban dentro de ella. La había besado, había derribado sus muros solo para reconstruirlos más altos y gruesos que antes. Se dejó caer en la cama, con el corazón martilleando contra sus costillas. Se sentía furiosa, y extrañamente viva. Odiaba a Alexander Hale con cada fibra de su ser. Pero por primera vez, se dio cuenta de una verdad mucho más peligrosa. No solo odiaba al hombre que la había besado. También le temía. Y una parte aterradora y prohibida de ella, la misma parte que había querido ir con él, temía aún más lo que él le hacía sentir. Estaba atrapada, no sólo en su mansión, sino en la red de sus propias y contradictorias emociones. Y mientras la ciudad brillaba indiferente al otro lado del cristal, Samantha supo que la verdadera prisión no eran las paredes que la rodeaban, sino la batalla que acababa de comenzar dentro de su propio corazón.