​El rugido del león herido

​CAPÍTULO 34

​El rugido del león herido

​El tiempo en la unidad de cuidados intensivos se medía en pitidos y susurros. Alexander no había dormido, ni comido, ni se había alejado de la silla junto a la cama de Samantha más que para breves y tensas visitas a la UCIN, donde observaba a sus dos hijos a través del plástico de las incubadoras.

Eran tan pequeños, tan frágiles. Su hijo, al que los médicos llamaban "Bebé A", luchaba por cada aliento, una pequeña réplica de sí mismo en una batalla en la que Alexander no podía pelear por él.

 Su hija, "Bebé B", era un poco más robusta, un pequeño capullo de promesa en medio de la desolación. Cada vez que los miraba, sentía una mezcla de amor feroz y terror absoluto. Eran la prueba viviente de todo lo que podía perder.

​Regresó a la habitación de Samantha, el ancla de su tormenta, y retomó su vigilia. Le había estado hablando durante horas, su voz era un murmullo ronco en el silencio estéril. Le con
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