Esclavizada al CEO 

Capítulo 4

Esclavizada al CEO 

— ¡No puede ser! – dijo, sintiendo cómo el mareo le ganaba la partida. 

¿Dos? 

Tocó su vientre instintivamente. Sintiendo un escalofrío recorrer su columna vertebral. 

Las palabras de Alexander flotaban en el aire de la suite, cargadas de un peso imposible de sobrellevar. 

Una vida creciendo dentro de ella ya era un terremoto, pero dos… Eso era un cataclismo de proporciones épicas. 

Samantha sintió que el suelo se hundía bajo sus pies. Se aferró al pomo de la puerta, el metal frío era su ancla para no caer al suelo.

—¿Qué…? ¿Está seguro de eso? —su voz fue un susurro roto, un vestigio de su fuerza.

Alexander no respondió con palabras. Con una velocidad y decisión que la paralizaron, cruzó la distancia entre ellos. 

No la tocó con ira, sino con una eficiencia escalofriante, colocando una mano firme en la parte baja de su espalda.

—Nos vamos. Ahora.

El contacto de su piel fue como una descarga eléctrica. No fue un acto tierno, sino, un acto de pura posesión. 

No la estaba invitando a acompañarlo. La estaba moviendo, como a una pieza de ajedrez. Un movimiento calculado qué ella siguió como si él fuera un imán. 

Alexander la guió fuera de la suite, a través del pasillo silencioso y hacia el ascensor sin que ella pudiera negarse.

Mientras descendían, Samantha se vio en el espejo dorado. Su rostro pálido, sus ojos desorbitados, sujeta por la cintura  por el hombre más poderoso del país.

Aquella imagen le parecía fuera de la realidad. Una pesadilla. 

Atravesaron el vestíbulo del hotel juntos. El mismo lugar donde ella había pasado incontables horas siendo invisible. 

Ahora, cada cabeza de clientes como empleados se giraba para mirarla. Los susurros la siguieron como una marea. 

Vio la cara de estupefacción de una de sus compañeras de limpieza y la mandíbula apretada de su jefa, la señora Miller. 

Ella ya no era Samantha Morgan, la empleada. Era un escándalo andante en los brazos de Alexander Hale. 

Era el primer y amargo sabor de una nueva vida que se asemejaba más a una prisión. 

La limusina, larga y brillante, los esperaba en la entrada. Un chófer mantuvo la puerta abierta. El interior del auto olía a cuero y a dinero. 

Era silencioso, como un capullo de lujo que la aislaba del mundo. Apenas la puerta se cerró, el escudo de shock de Samantha se resquebrajó, liberando una oleada de pánico.

—¿A dónde me lleva? No puede arrastrarme así,  sin decirme nada –  ¡Ni siquiera me ha dado un segundo para respirar! Para asimilarlo.

— Hay una potencial complicación médica. Una variable no calculada que debe ser resuelta de inmediato.

La frialdad de sus palabras la hirió más que cualquier grito u ofensa.

—¿Una variable? ¿Eso es lo que soy para usted?  ¿Eso es lo que son… ellos? – dijo, desilusionada.

—  ¿Sus hijos son una variable en su plan de negocios? —Su voz se quebró, por el  dolor y la rabia —. ¿Es que no siente nada? ¿Ni una pizca de miedo? ¿De asombro?

Por primera vez, él giró la cabeza y sus ojos oscuros se clavaron en los de ella. Había una intensidad en ellos que la hizo encogerse.

—No – respondió —. El miedo es una debilidad que otros explotan. Lo aprendí por las malas. Y el asombro —dijo, casi con desdén— es un lujo ineficiente. Lo que siento, señorita Morgan, es la necesidad de proteger mi inversión. Mi herencia. 

Un silencio incómodo se instaló entre ellos. Haciendo que Samantha volviera su rostro hacia la ventana. Para esconder sus lágrimas. 

La clínica a donde Alexander la llevó era un edificio de cristal y acero en el barrio más exclusivo de la ciudad.

 No había salas de espera abarrotadas, solo un vestíbulo silencioso con arte moderno y una recepcionista que saludó a Alexander por su nombre con una reverencia casi imperceptible. 

Todo en el lugar era discreto, caro y aterrador.

Una doctora de mediana edad, de aspecto impecable y sonrisa que no llegaba a sus ojos, la recibió. 

La Dra. Evans. Su trato era profesional, pero sus miradas ocasionales hacia Alexander dejaban claro para quién trabajaba.

Minutos después, Samantha estaba acostada en una camilla en una habitación con poca luz. 

El papel bajo ella crujía con cada uno de sus tensos movimientos. Se sentía vulnerable, expuesta, con la camiseta subida y el gel frío del ultrasonido sobre su vientre.

Alexander permanecía de pie en un rincón, mirándola, como una sombra oscura  que la aterraba más que el resultado de la ecografía. 

No se veía como un futuro padre nervioso. Era un supervisor, un director ejecutivo evaluando un proyecto crítico.

—Bien, Samantha, vamos a echar un vistazo —dijo la Dra. Evans, su voz suave y profesional.

El transductor se deslizó sobre su piel, frío. Samantha contuvo la respiración, sus ojos fijos en el techo se negaban a mirar la pantalla en blanco y negro que mostraría la verdad sobre lo sospechado.

Y entonces, un sonido llenó la habitación.

Bum-bum. Bum-bum. Bum-bum.

Un sonido rápido, fuerte, insistente. El sonido de un corazón. Una vida. Era tan real, tan innegable, que una lágrima se deslizó por la sien de Samantha y se perdió en su pelo.

—El latido es fuerte y regular. Excelente. —murmuró la doctora, moviendo el transductor—. Y aquí está… Sí, aquí lo tenemos. El primer saco gestacional. Todo parece normal.

Samantha cerró los ojos, aferrándose a la palabra "primero". 

— Quizás Alexander se equivocó. Quizás solo sea uno. Podré manejar a un bebé. Podré con eso – pensaba con los ojos cerrados y el corazón acelerado.

—Y… un momento más … —continuó la doctora—. Sí, allí está.

La habitación pareció encogerse. El aire se volvió pesado y el corazón de Samantha se paralizó por un segundo. 

—¿Allí está… qué? —logró preguntar Samantha, con la voz ahogada y los ojos bien abiertos.

La doctora giró ligeramente la pantalla para que ella lo viera.

—Aquí está el segundo. —dijo con una calma profesional—. Dos sacos gestacionales distintos. Dos latidos.

Luego se giró  hacia Alexander

— Felicidades, Señor Hale. Son gemelos.

Bum-bum. Bum-bum. Bum-bum.

Había dos sonidos,  dos latidos, ligeramente desincronizados, creando un ritmo complejo y abrumador en el silencio de la habitación. Que por un instante vibraban al mismo ritmo acelerado qué el suyo.

— Dos bebés  – murmuró, incrédula y sorprendida.

Aquello ya no era una suposición. Era un hecho.  Dos vidas crecían en su vientre. Dos responsabilidades. Una doble condena. Y un doble milagro.

Sus irregularidades menstruales le habían impedido notar lo que sucedía dentro de su ser. Las señales que su cuerpo le enviaba eran ignoradas y justificadas por ella.

Ahora la golpeaban con una violencia que la hizo marearse y desear llorar. 

El torrente de emociones fue tan violento que la dejó sin aliento. Las lágrimas que ocultaba fluyeron libremente por sus mejillas, silenciosas y amargas.

Eran lágrimas por sus sueños perdidos, los sueños de una chica pobre que luchaba y pataleaba por conseguirlos.

Lloraba por el miedo a lo desconocido, por la soledad absoluta que sentía en esa habitación. Escuchando a la doctora y a Alexander hablar de ella con una calma fría. Seca y profesional. 

De repente,  sintió la presencia de Alexander junto a ella.  Él no la estaba mirando. Tenía los ojos clavados en la pantalla, en las dos pequeñas manchas pulsantes de luz. 

Su rostro, por lo general una máscara de control impasible, se había tensado. Una emoción nueva y compleja lo atravesó, algo más profundo que la sorpresa se dibujó en sus ojos. 

Había  una intensidad casi depredadora. Una actitud de  posesiva protección. Que la abrumó. 

—Dos herederos. —dijo en voz baja, casi para sí mismo.

La frase atravesó el dolor de Samantha como una aguja de hielo. 

—No son herederos. —replicó, su voz sonó temblorosa pero firme, atrayendo la atención de él y de la doctora.

— Son bebés. Dos vidas. 

Alexander sonrió de lado

— Lo sé – respondió, mirándola a los ojos.

El viaje de vuelta en el coche fue en un silencio sepulcral. Samantha miraba por la ventana.

Estaba en shock, flotando en una nebulosa de miedo y confusión.  Estaba envuelta en una maraña de emociones.

Ya no era Samantha Morgan, la soltera soñadora. Ahora  era Samantha Hale,  la madre de los herederos Hale.

Eso era demasiado para procesar. 

 El coche se adentró en una zona residencial de mansiones amuralladas hasta detenerse frente a un imponente portón de hierro forjado.

—¿Dónde estamos? —preguntó ella, saliendo de su ensimismamiento.

—En mi casa. —respondió él, como si fuera la cosa más obvia del mundo.

El pánico se encendió dentro de  ella como un incendio voraz. 

—No. No. No.  El contrato que firmé decía  que yo tendría mi propio espacio. ¡Usted lo aceptó!

—Y se lo daré. —dijo él, girándose para mirarla mientras el coche avanzaba por un camino privado rodeado de imponentes árboles. 

—¿Entonces por qué me trae aquí? ¡Llévame a mi apartamento!  Al que usted me dijo que me daría…

—Eso no es posible. —replicó con una finalidad que no admitía discusión.

—Usted no puede romper el contrato… Yo cumplí mi parte. Ahora usted debe cumplir la suya — la desesperación en su voz  teñía de angustia el aire dentro del auto.

Alexander la miró. La pizca de respeto a regañadientes con la que la había visto en la suite había desaparecido, reemplazada ahora por una autoridad de acero. 

Se inclinó ligeramente hacia ella, su voz era baja y letal.

— Debió leer la letra pequeña, Samantha. Siempre es importante  leer la letra pequeña – siseó. 

Sacó de su maletín el contrato 

— Le sugiero que revise la cláusula 11, subsección C. La que usted misma provocó al pedir tantas "condiciones".

Hizo una pausa, dejando que la amenaza flotara en el aire.

Abrió el contrato y dijo: 

—Establece, y cito: "En caso de que el embarazo sea clasificado como de alto riesgo, categoría que incluye, pero no se limita solo a, la gestación múltiple, sino a  todas las condiciones de residencia y autonomía personal que al confirmarse, quedan supeditadas a la discreción y supervisión médica directa dispuesta por el signatario principal".

La miró fijamente a los ojos

— O sea yo.

Cada palabra de Alexander era un clavo en el ataúd de su libertad. El contrato vació su último hálito de esperanza en su alma. 

—El diagnóstico de la doctora acaba de activar esa cláusula. Usted ya no es un embarazo de bajo riesgo. Es un activo de valor incalculable y de alto riesgo. 

— Y no se moverá de mi lado hasta que yo dé la orden. Su espacio, a partir de ahora, es donde yo decida que mi inversión está más segura. 

— Así que… Bienvenida a casa, Samantha.  O debería decir: “Señora Hale “

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