Mundo de ficçãoIniciar sessãoClara Jiménez es una joven arquitecta marcada por las cicatrices de una relación tóxica con Facundo Ramírez, un hombre manipulador que no acepta haber perdido el control sobre ella. Entre sombras de acoso, amenazas y recuerdos dolorosos, Clara lucha por reconstruir su vida mientras se abre paso en un prestigioso bufete de arquitectura y paisajismo. Allí, reencontrarse con Mateo Guerrero, un antiguo compañero de universidad convertido en ingeniero estructural, despierta en ella emociones que creía extintas: confianza, ternura y la posibilidad de un amor sano. Pero los fantasmas del pasado no se rinden fácilmente. Facundo sigue acechando, dispuesto a destruir todo lo que Clara logre construir sin él. En medio de proyectos, amistades y la búsqueda de su propia voz, Clara tendrá que enfrentarse al miedo, denunciar lo que la atormenta y elegir con valentía entre permanecer prisionera de las cadenas del pasado o abrazar la libertad de un futuro nuevo. Una historia cargada de drama, resiliencia y amor, donde los silencios pesan tanto como las palabras, y en la que Clara descubrirá que el verdadero amor no ata… da alas.
Ler maisPor Yadira del C Jiménez
Clara siempre había vivido bajo reglas estrictas. Su madre aunque era muy dulce siempre le repetía que la disciplina era la llave de una vida sin errores, y su padre apenas la dejaba salir más allá de la escuela y la iglesia. A los diecisiete años, era una joven hermosa, de mirada profunda y sonrisa reservada, pero con muy poca experiencia del mundo. No tenía amigas cercanas, apenas conocidas. Le costaba confiar en las personas: sentía que todos siempre esperaban algo a cambio. Eduardo apareció como un soplo de aire fresco. Tenía cinco años más que ella, piel clara, ojos café cristalinos y una sonrisa apacible que parecía desarmar cualquier miedo. Con él, Clara se sintió por primera vez valorada, cuidada, querida. Eduardo la trataba como una princesa: flores en la puerta, cartas escritas a mano, miradas dulces que la hacían sonrojar. Él sabía que ella era inexperta, que se cuidaba con celo y quería esperar. Nunca la obligó a nada. Le decía en voz baja, mientras acariciaba su cabello: —No tengas miedo… yo esperaré el tiempo que sea necesario. Esas palabras se le quedaron tatuadas en el corazón. Creía haber encontrado el amor verdadero, aquel que solo existía en los libros y las películas. Pero con el tiempo, la distancia se hizo notoria. Eduardo comenzó a escribirle menos, a dejar los mensajes sin respuesta. Las llamadas se volvieron escasas. Y, cuando se veían, ya no era el mismo: se mostraba distraído, distante, casi ausente. Clara, ingenua y confundida, pensó que quizá había hecho algo mal. Se esforzaba en ser más cariñosa, más paciente. Pero nada funcionaba. La verdad llegó de golpe, como un balde de agua helada. Una tarde, la hermana de Eduardo la buscó con rostro preocupado. —Clara… tengo que decirte algo —murmuró, dudando—. Mi hermano… está saliendo con otra chica. El mundo se le vino abajo. No quiso creerlo, pero esa misma noche, lo enfrentó: — Eduardo, dime la verdad… ¿me has engañado? Él bajó la mirada. No intentó negarlo. Sus ojos, que antes parecían un refugio, ahora eran fríos, vacíos. —Sí —admitió en un susurro—. No pude esperar. Tenía necesidades que tú… tú no podías darme todavía. Las palabras fueron cuchillas. Clara sintió cómo se le partía el pecho en mil pedazos. No era solo la traición, era la certeza de que no había sido suficiente. Aquella noche lloró en silencio, apretando la almohada contra su rostro para que nadie la escuchara. Desde entonces, algo en ella cambió. Aprendió que el amor podía ser dulce, pero también cruel. Y juró, aunque no lo dijo en voz alta, que nunca más volvería a entregar su confianza tan fácilmente. Aun con el dolor fresco de la traición, Clara no podía evitar recordar los momentos en que creyó que Eduardo era distinto. Se le venían a la mente escenas sencillas, pero que en su corazón habían significado tanto: las caminatas por el parque en las tardes de verano, cuando él le ofrecía un helado y se reía al verla sonrojarse; las cartas escritas a mano que le dejaba bajo la puerta, con palabras dulces que parecían promesas de eternidad; las conversaciones interminables en las que él la escuchaba con paciencia, como si cada detalle de su vida fuera importante. Eduardo había sabido envolverla en un mundo de ternura. Tenía gestos que parecían sacados de una novela: le regalaba flores silvestres que recogía en el camino, le hacía canciones improvisadas con su guitarra y le hablaba del futuro como si lo tuvieran asegurado juntos. Para Clara, él era un refugio, un lugar donde sentirse segura en un mundo que siempre la había hecho dudar de los demás. Por eso la decepción fue tan brutal. No solo la había engañado, sino que le había arrebatado la ilusión más pura que guardaba en el corazón: la certeza de que alguien, finalmente, la amaba sin condiciones. La imagen de Eduardo como príncipe se había quebrado en mil pedazos, y en su lugar quedaba el recuerdo amargo de un hombre que, al final, no había tenido la paciencia ni la fortaleza para esperar. Esa herida marcó un antes y un después en su vida. Aunque el tiempo pasara, aunque intentara convencerse de que era joven y que el amor volvería a tocar su puerta, Clara sabía que algo dentro de ella se había endurecido. Y sin proponérselo, levantó un muro invisible que la acompañaría en cada relación futura. Eduardo, sin quererlo, se convirtió en el primer capítulo de una historia donde Clara aprendería que la confianza era un regalo demasiado valioso como para entregarlo sin reservas.El resort quedaba a una hora de la ciudad, escondido entre árboles altos y un río que corría como un secreto a cielo abierto. Tenía cabañas de madera, una terraza amplia con piso de piedra y luces cálidas, y una piscina donde el sol temblaba como una moneda dorada. Al llegar, Clara sintió que todo era más liviano: el aire, su paso, el peso de la panza. Mateo bajó las maletas del auto, con esa mezcla de eficiencia y torpeza que lo hacía adorable. —¿Lista para que te consientan? —preguntó, acomodándose la gorra. —Lista para ver a tus colegas intentar ganar en juegos que claramente no están diseñados para ingenieros —le guiñó un ojo. El estacionamiento ya estaba medio lleno. Sobre la entrada, un arco de globos en tonos crema, terracota y verde salvia anunciaba “¡Bienvenida, bebé!”. A un costado, sobre un caballete de madera, un letrero caligrafiado decía: “Baby Shower de Clara & Mateo — Equipo del Bufete”. Alguien había dibujado un casco de ingeniero con un lazo rosa encima y, al l
El avión aterrizó de madrugada. La bruma de la pista se mezclaba con el cansancio dulce que deja un viaje lleno de emociones. Clara se sujetó del brazo de Mateo mientras bajaban por la escalera metálica. Doña Zulema, con su chal doblado en el antebrazo, suspiró con alivio. —Gracias, Señor, que llegamos enteros. —Enteros y bien comidos —respondió Mateo, sonriendo—. Si seguimos así, vamos a tener que pagar sobrepeso… pero de pan ucraniano. Clara se rió. Habían pasado cinco días inolvidables: la celebración familiar, las risas, la calidez de Bastián, la simpatía inesperada de Mykola con su madre, y aquel jardín dorado que aún se le quedaba grabado en la mente. Doña Zulema no dejaba de hablar. —Esa gente come delicioso. Y qué educados, qué amables. Ese Mykola… —se detuvo un instante y sonrió, recordando—, tan serio, pero tan atento. Me decía todo con los ojos, aunque yo no entendiera el idioma. Clara disimuló la sonrisa. —Sí, mamá, muy atento. Mateo levantó una ceja, div
El reloj del salón marcó las nueve cuando el coche negro se detuvo frente a la entrada principal. El aire tenía ese olor a hojas húmedas y leña que anuncia el final del otoño. La familia Thomas aguardaba en la puerta: Bastian de pie, apoyado en su bastón, Mykola junto a él con las manos detrás de la espalda. Zulema acomodaba el abrigo de Clara, asegurándose de que su hija y su nieta en el vientre no sintieran el frío. —Tienes que abrigarte bien, hija —decía con ternura maternal—. No quiero que llegues resfriada a casa. Mateo sonrió al verla tan pendiente. Desde que había llegado a Ucrania, Zulema se había convertido en un puente entre dos mundos: su calidez latina había ablandado incluso la dureza de Mykola, que al principio parecía de piedra. En esos días, el hombre había descubierto en ella una serenidad que le intrigaba, una dulzura que no recordaba haber visto desde hacía años. —Mamá, no te preocupes —respondió Clara—. En el avión todo estará cálido. Zulema la miró con esa mez
La mañana del regreso tenía un tono de cristal fino. El cielo filtraba una luz dorada y fría sobre los abedules, y el humo del té se elevaba como un hilo tranquilo desde la mesa del comedor. Las maletas esperaban junto a la puerta del vestíbulo; sobre una, Clara había colocado el pañuelo blanco bordado que la familia les regaló, como si fuera un amarre de buena suerte. Doña Zulema no estaba: había salido temprano al pueblo con Lina, la traductora, “a por especias, frutas y panes para llevar a casa”, dejó dicho, con esa manera suya de convertir cualquier despedida en una provisión de cariño.Clara y Mateo bajaron cogidos de la mano. Bastian ya estaba sentado, la espalda recta, las manos grandes abrigando una taza; Mykola revisaba discretamente un papel con horarios de aeropuerto. No había más testigos. El aire olía a pan de centeno y a madera. Clara tomó asiento y, por un instante, solo miró el jardín a través del vidrio: hojas marrones, un camino de grava, la sombra de la fuente com
La casa Thomas amaneció con un silencio distinto: no era vacío, era descanso. La noche anterior había dejado huellas tibias —copas con marcas de dedos, mantas sobre los sillones, una flor seca atrapada entre dos páginas de un libro— y, sin embargo, todo parecía recién dispuesto para un día claro. Desde la ventana del cuarto, Clara contempló el jardín de abedules donde un viento leve hacía bailar hojas color miel. Mateo, todavía descalzo, le pasó un brazo por los hombros. —¿Dormiste bien? —Como si el cuerpo hubiera entendido, por fin, que puede bajar la guardia —susurró ella, llevando la mano al vientre—. La bebé también. En el pasillo, se oyeron pasos mesurados y un saludo en ucraniano. Era Mykola, revisando que el personal hubiera colocado el desayuno en el salón de invierno. Con él venían los traductores —Sergiy y Lina—, discretos como sombras bienvenidas. Mykola (ucraniano): Доброго ранку. Сьогодні дім має звучати легко. Traducción: “Buenos días. Hoy la casa debe sonar ligero.
El amanecer en Ucrania amaneció dorado y frío. Las primeras luces del sol se filtraban entre las ramas desnudas de los abedules que rodeaban la mansión Thomas, dibujando sombras suaves sobre la nieve tenue que aún resistía en el jardín. Desde la ventana del cuarto, Clara observaba el paisaje con una mezcla de asombro y serenidad. El aire parecía respirar historia y promesa.Detrás de ella, Mateo ajustaba el cuello de su camisa frente al espejo.—No sé si estoy listo para esto —murmuró con una sonrisa nerviosa.Clara se volvió y le tomó la mano.—Claro que lo estás. No solo por ellos… también por ti.En el piso inferior, Bastian ya se encontraba despierto, sentado en su sillón favorito junto a la chimenea. Mykola revisaba la lista de invitados con su calma habitual. A un costado, el traductor Sergiy se aseguraba de que todo estuviera preparado para recibir a los familiares.De pronto, el sonido de motores interrumpió la quietud matinal. Desde el ventanal, se veían los vehículos acercán





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