El resort quedaba a una hora de la ciudad, escondido entre árboles altos y un río que corría como un secreto a cielo abierto. Tenía cabañas de madera, una terraza amplia con piso de piedra y luces cálidas, y una piscina donde el sol temblaba como una moneda dorada. Al llegar, Clara sintió que todo era más liviano: el aire, su paso, el peso de la panza. Mateo bajó las maletas del auto, con esa mezcla de eficiencia y torpeza que lo hacía adorable.
—¿Lista para que te consientan? —preguntó, acomodándose la gorra.
—Lista para ver a tus colegas intentar ganar en juegos que claramente no están diseñados para ingenieros —le guiñó un ojo.
El estacionamiento ya estaba medio lleno. Sobre la entrada, un arco de globos en tonos crema, terracota y verde salvia anunciaba “¡Bienvenida, bebé!”. A un costado, sobre un caballete de madera, un letrero caligrafiado decía: “Baby Shower de Clara & Mateo — Equipo del Bufete”. Alguien había dibujado un casco de ingeniero con un lazo rosa encima y, al l