Por Yadira del C Jiménez
Clara siempre había vivido bajo reglas estrictas. Su madre aunque era muy duoce siempre le repetía que la disciplina era la llave de una vida sin errores, y su padre apenas la dejaba salir más allá de la escuela y la iglesia. A los diecisiete años, era una joven hermosa, de mirada profunda y sonrisa reservada, pero con muy poca experiencia del mundo. No tenía amigas cercanas, apenas conocidas. Le costaba confiar en las personas: sentía que todos siempre esperaban algo a cambio. Eduardo apareció como un soplo de aire fresco. Tenía cinco años más que ella, piel clara, ojos café cristalinos y una sonrisa apacible que parecía desarmar cualquier miedo. Con él, Clara se sintió por primera vez valorada, cuidada, querida. Eduardo la trataba como una princesa: flores en la puerta, cartas escritas a mano, miradas dulces que la hacían sonrojar. Él sabía que ella era inexperta, que se cuidaba con celo y quería esperar. Nunca la obligó a nada. Le decía en voz baja, mientras acariciaba su cabello: —No tengas miedo… yo esperaré el tiempo que sea necesario. Esas palabras se le quedaron tatuadas en el corazón. Creía haber encontrado el amor verdadero, aquel que solo existía en los libros y las películas. Pero con el tiempo, la distancia se hizo notoria. Eduardo comenzó a escribirle menos, a dejar los mensajes sin respuesta. Las llamadas se volvieron escasas. Y, cuando se veían, ya no era el mismo: se mostraba distraído, distante, casi ausente. Clara, ingenua y confundida, pensó que quizá había hecho algo mal. Se esforzaba en ser más cariñosa, más paciente. Pero nada funcionaba. La verdad llegó de golpe, como un balde de agua helada. Una tarde, la hermana de Eduardo la buscó con rostro preocupado. —Clara… tengo que decirte algo —murmuró, dudando—. Mi hermano… está saliendo con otra chica. El mundo se le vino abajo. No quiso creerlo, pero esa misma noche, lo enfrentó: — Eduardo, dime la verdad… ¿me has engañado? Él bajó la mirada. No intentó negarlo. Sus ojos, que antes parecían un refugio, ahora eran fríos, vacíos. —Sí —admitió en un susurro—. No pude esperar. Tenía necesidades que tú… tú no podías darme todavía. Las palabras fueron cuchillas. Clara sintió cómo se le partía el pecho en mil pedazos. No era solo la traición, era la certeza de que no había sido suficiente. Aquella noche lloró en silencio, apretando la almohada contra su rostro para que nadie la escuchara. Desde entonces, algo en ella cambió. Aprendió que el amor podía ser dulce, pero también cruel. Y juró, aunque no lo dijo en voz alta, que nunca más volvería a entregar su confianza tan fácilmente. Aun con el dolor fresco de la traición, Clara no podía evitar recordar los momentos en que creyó que Eduardo era distinto. Se le venían a la mente escenas sencillas, pero que en su corazón habían significado tanto: las caminatas por el parque en las tardes de verano, cuando él le ofrecía un helado y se reía al verla sonrojarse; las cartas escritas a mano que le dejaba bajo la puerta, con palabras dulces que parecían promesas de eternidad; las conversaciones interminables en las que él la escuchaba con paciencia, como si cada detalle de su vida fuera importante. Eduardo había sabido envolverla en un mundo de ternura. Tenía gestos que parecían sacados de una novela: le regalaba flores silvestres que recogía en el camino, le hacía canciones improvisadas con su guitarra y le hablaba del futuro como si lo tuvieran asegurado juntos. Para Clara, él era un refugio, un lugar donde sentirse segura en un mundo que siempre la había hecho dudar de los demás. Por eso la decepción fue tan brutal. No solo la había engañado, sino que le había arrebatado la ilusión más pura que guardaba en el corazón: la certeza de que alguien, finalmente, la amaba sin condiciones. La imagen de Eduardo como príncipe se había quebrado en mil pedazos, y en su lugar quedaba el recuerdo amargo de un hombre que, al final, no había tenido la paciencia ni la fortaleza para esperar. Esa herida marcó un antes y un después en su vida. Aunque el tiempo pasara, aunque intentara convencerse de que era joven y que el amor volvería a tocar su puerta, Clara sabía que algo dentro de ella se había endurecido. Y sin proponérselo, levantó un muro invisible que la acompañaría en cada relación futura. Eduardo, sin quererlo, se convirtió en el primer capítulo de una historia donde Clara aprendería que la confianza era un regalo demasiado valioso como para entregarlo sin reservas.