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Capítulo 3 – La despedida de Facundo

Cinco años.

Cinco años en los que Clara había aprendido a sonreír con la boca, pero no con el corazón. Cinco años de silencios incómodos, de lágrimas escondidas, de discusiones interminables por cosas que nunca debieron ser problema.

El día que decidió dejar a Facundo no hubo gritos ni portazos. Solo un cansancio profundo que se reflejaba en su mirada.

—Ya no puedo más —dijo con voz firme, mientras sus manos temblaban.

Facundo, sorprendido, soltó una carcajada nerviosa.

—¿Cómo que no puedes más? No digas tonterías, Clara. Tú eres mía, siempre lo has sido, además no he hecho nada malo para merecer ésto cariño.

Ella lo miró, cansada de tantas veces escuchar la misma palabra: mía. Esa palabra que había usado como cadena, que había borrado sus amistades, sus risas, hasta sus ganas de vivir.

—No soy tuya —respondió con calma—. Nunca lo fui.

Él frunció el ceño, como si esas palabras fueran un insulto que jamás había esperado de ella.

Clara recogió sus cosas en silencio, con el corazón latiendo a mil, sabiendo que ese paso era el más difícil de su vida. Facundo no la detuvo. No esa vez. Solo la miró con esa expresión de alguien que cree que nada es definitivo.

Y no se equivocaba

A las semanas, comenzó a buscarla. Al principio, mensajes tímidos: “Lo siento, Clara”, “No sé qué me pasó”. Luego, llamadas más insistentes:

Cariño me equivoqué… tú eres mi princesa. Todo en mi mundo eres tú. Perdóname, Clara, te lo ruego.

Sus palabras eran dulces como miel, pero ella ya conocía el veneno escondido detrás. Recordaba cada insulto, cada mirada de desprecio, cada noche en la que la hizo sentir poca cosa.

Por un instante, la tentación de volver estuvo allí. Esa voz profunda que un día la había seducido le devolvía memorias de los primeros meses, cuando creyó que él era un refugio. Pero bastaba con cerrar los ojos y recordar los años siguientes para entender que ese refugio nunca existió.

Clara apagó el teléfono. No quería volver a escucharlo. No más promesas vacías, no más cadenas disfrazadas de amor.

Ese día, por primera vez en mucho tiempo, respiró hondo. Y en ese aire nuevo que llenaba sus pulmones, sintió algo que había olvidado: libertad.

Al salir de aquella casa, Clara sintió que sus piernas temblaban. No sabía si era miedo o alivio, pero cada paso se le antojaba pesado y, al mismo tiempo, ligero. Caminaba con la sensación de que el aire era distinto, de que hasta el silencio sonaba nuevo. Miraba alrededor y se sorprendía de detalles que antes no notaba: los árboles que se mecían con el viento, el sonido lejano de los niños jugando en la calle. Todo parecía recordarle que había vida más allá de Facundo.

Pero la libertad recién conquistada no significaba que él desapareciera de inmediato. Los mensajes se multiplicaban: algunos llenos de dulzura forzada, otros plagados de reproches. Una noche, incluso la esperó frente a su apartamento con un ramo de flores marchitas, gritando su nombre como si el amor pudiera imponerse a gritos. Clara, con el corazón en un puño, no salió. Desde la ventana lo vio marcharse, derrotado por la indiferencia que tanto le dolía.

Y aunque cada llamada apagada le arrancaba un suspiro de miedo, también fortalecía su determinación. Ya no quería cadenas disfrazadas de promesas, ni palabras huecas envueltas en una voz que un día creyó melodía. Lo que quería era paz.

Esa noche, mientras se recostaba en su cama sola, sintió que por primera vez en cinco años podía dormir sin sobresaltos. Tal vez aún le quedaban cicatrices, tal vez el miedo intentaría visitarla, pero había recuperado algo que pensó perdido para siempre: la capacidad de elegir.

La libertad no era un grito, ni una huida desesperada. Era ese silencio sereno que, al cerrar los ojos, le permitía creer que todavía había un futuro esperando por ella.

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