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Capítulo 4 – Sombras que insisten

Clara pensó que con dejar a Facundo, todo terminaría. Pero no. Él no estaba dispuesto a soltar la imagen de mujer perfecta que había convertido en su trofeo personal.

La primera vez que apareció fue en el edificio de su nuevo apartamento. Esperó en la entrada, con un ramo de flores baratas en las manos y esa mirada de hombre arrepentido.

—Clara, amor… solo quiero hablar contigo. Déjame demostrarte que he cambiado.

Ella pasó de largo, fingiendo no escucharlo, con el corazón acelerado y las llaves apretadas en la palma como si fueran un arma.

Pero Facundo no se detuvo ahí. A la semana, fue a su trabajo. Esperó a que saliera y, con sonrisa fingida, se presentó ante sus compañeros.

—Cuídenla mucho, ¿sí? Ella es el amor de mi vida. He cometido errores, pero ¿quién no? Voy a recuperarla.

Clara sintió cómo la sangre le hervía. El descaro de querer mostrarse como un hombre abnegado, como si los años de humillaciones nunca hubiesen existido. Sus compañeros la miraban con incomodidad, sin saber si creer.

El golpe más duro, sin embargo, llegó el día que decidió ir a su casa. La madre de Clara lo recibió en la puerta.

—Buenas tardes, señora Zulema —dijo Facundo con voz suave, inclinándose un poco—. Sé que quizás no soy bienvenido, pero necesito que me escuche.

La mujer, de mirada firme y corazón bondadoso, no fue descortés. Lo dejó hablar, escuchó sus disculpas, sus promesas, sus palabras decoradas con un arrepentimiento que sonaba más a actuación que a verdad.

Cuando terminó, ella lo miró en silencio.

—Facundo —dijo con calma—, agradezco que hayas venido con respeto. Pero quiero que entiendas algo: a mí no me gustan tus modos con mi hija. Nunca me gustaron. Clara es una buena hija, trabajadora, noble. Yo quiero lo mejor para ella, y ese "mejor" no eres tú.

Él apretó la mandíbula, pero no dijo nada. Se despidió con un gesto educado y salió, con la frustración mordiéndole por dentro.

En cuanto cerró la puerta, la madre tomó el teléfono y llamó a Clara.

—Hija —le dijo en tono serio—, Facundo estuvo aquí. Y quiero que lo sepas de mi boca. Le hablé con respeto, pero le dejé claro que no te conviene. Sé lo que has sufrido, y no quiero verte volver a lo mismo. Tú mereces mucho más.

Al otro lado de la línea, Clara sintió un nudo en la garganta. Por primera vez en mucho tiempo, alguien ponía en palabras lo que ella llevaba guardado en silencio.

—Gracias, mamá —susurró—. Necesitaba escucharlo.

Esa noche, después de que su madre le contara lo sucedido, Clara permaneció un largo rato sentada en su cama, con las luces apagadas. El teléfono vibraba sobre la mesa de noche con insistencia: mensajes de Facundo que iban desde un “te extraño” desesperado hasta acusaciones disfrazadas de amor. Ella lo observaba parpadear, pero no respondió. Ya no quería desgastarse en palabras que siempre terminaban en el mismo círculo.

En la cafetería, los rumores no tardaron en llegar. Algunos compañeros, incómodos por lo que habían visto, le preguntaban en voz baja:

—¿De verdad fue tu pareja? Parecía… tan correcto.

Clara fingía una sonrisa, aunque por dentro ardía de rabia. Sabía que la fachada de “hombre arrepentido” que Facundo proyectaba ante los demás era peligrosa: hacía dudar, sembraba la semilla de que quizás ella exageraba. Esa manipulación sutil era lo que más la asfixiaba.

Aun así, la llamada de su madre le había dado un respiro inesperado. Nunca antes alguien había puesto en palabras con tanta claridad lo que ella había sentido durante años: que Facundo no era amor, sino sombra. Que merecía más. Aquellas frases de su madre —simples, pero firmes— se convirtieron en un ancla en medio del mar revuelto.

Esa noche, al cerrar la ventana y correr las cortinas, Clara encendió una vela pequeña junto a su cama. Era un gesto simple, pero para ella significaba algo más: una forma de recordarse que la luz siempre podía existir, incluso en medio de la oscuridad.

Por primera vez en mucho tiempo, se durmió con la certeza de que no estaba sola. Y aunque sabía que Facundo no se rendiría fácilmente, Clara también comprendió que su voz ya no era la única en la batalla. Ahora tenía a su madre, y eso le daba la fuerza suficiente para resistir cada sombra que insistiera en volver.

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