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Capítulo 2 – La voz que enamora y la prisión invisible.

El corazón de Clara tardó dos años en reponerse de la traición de Eduardo. A veces, al cerrar los ojos, aún veía su sonrisa y sentía ese vacío punzante en el pecho. Se había prometido a sí misma no volver a confiar, pero la soledad pesa más cuando eres joven y sueñas con ser amada.

Fue entonces cuando apareció Facundo Ramírez. Era un hombre muy atractivo, de rostro perfecto y de físico envidiable. Su voz… esa voz grave masculina, profunda, con un timbre envolvente, parecía atravesar las defensas de Clara. Cada palabra que decía vibraba en el aire como una melodía, y poco a poco la fue envolviendo.

Él era once años mayor. Y esa diferencia, lejos de asustarla, la hacía sentir más protegida. “Alguien con experiencia sabrá cuidarme, no engañarme como Eduardo”, pensaba. Al principio, se mostraba atento, caballeroso, dispuesto a escuchar. Clara, herida y vulnerable, confundió atención con amor.

Pronto se convirtió en su todo. La primera vez que se entregó fue con él, y aunque fue un paso que creyó dar por amor, con el tiempo esa entrega se tornó en cadena.

Al principio, todo parecía estable. Pero, como una máscara que cae con los días, su verdadera personalidad comenzó a salir. Era engreído, mentiroso, manipulador. Cuando Clara salía de la universidad con algún compañero para hacer un trabajo, él no dudaba en atacarla:

—¿Y ese quién es? —preguntaba con tono ácido.

—Un compañero de clase, solo eso…

—¿Un compañero? ¿O es con él con quien te estás acostando?

Clara se quedaba en silencio, temblando entre rabia y miedo. No había hecho nada malo, pero él siempre encontraba la forma de hacerla sentir culpable.

Los celos eran insoportables. Si ella saludaba a alguien, él lo convertía en motivo de discusión. Si se reía en una conversación, la acusaba de coquetear.

Poco a poco, su mundo se redujo a él. No tenía amigos, apenas conocidos. Y esos también fueron desapareciendo, alejados por sus comentarios hirientes o por la sombra de desconfianza que él sembraba.

Los días se volvieron pesados. Clara empezó a sentir que vivía en una prisión invisible. La relación, que parecía darle compañía, se transformó en un tormento de cinco años lleno de humillaciones, desplantes y silencios dolorosos.

Aun así, no se atrevía a soltarlo. Parte de ella pensaba que, después de lo de Eduardo, tal vez era eso lo que merecía. Y cada vez que él la miraba con esos ojos llenos de celos y posesión, Clara se convencía de que el amor no era dulzura, sino resignación.

Ya con 25 años y con el paso de los meses, Clara empezó a notar cómo aquella voz que al principio la enamoraba, ahora sonaba como un eco dentro de su mente. Facundo sabía usarla como un arma: suave cuando quería convencerla, dura cuando quería doblegarla. A veces, la llamaba de madrugada solo para escucharla medio dormida y recordarle que él era “lo único que necesitaba”.

Al principio, ella lo veía como una muestra de amor. “Él cuida de mí, está pendiente de lo que hago”, se repetía. Pero, sin darse cuenta, lo que comenzó como protección se convirtió en vigilancia. Si salía con amigas de la universidad, recibía mensajes constantes: “¿Dónde estás? ¿Quién está contigo? ¿Por qué no me contestas?” Hasta en los momentos más simples, sentía su sombra cerca.

Poco a poco, Clara dejó de compartir con los pocos conocidos que tenía. Empezó a inventar excusas para no salir, para no contestar llamadas que no fueran de él. Era más fácil rendirse que enfrentar sus reproches interminables. El mundo se le fue cerrando, hasta que su única compañía era Facundo… y su soledad.

Lo más doloroso era la confusión en la que vivía. Había días en que Facundo aparecía con un ramo de flores y una sonrisa encantadora, diciéndole que era lo más importante de su vida. En esos momentos, Clara recordaba por qué había caído en sus brazos. Pero bastaba un comentario, una mirada equivocada, para que todo se transformara en acusaciones y gritos.

Así pasaron los años: entre la ilusión fugaz de un cariño envenenado y el peso asfixiante de un control disfrazado de amor. Clara ya sentía que la vida se le había escapado en una prisión invisible, construida no con barrotes de hierro, sino con palabras que la ataban más fuerte que cualquier cadena.

Y, aun así, cada vez que pensaba en dejarlo, una voz interna —alimentada por su propio dolor y por las heridas de Eduardo— le susurraba que quizás eso era lo que merecía: un amor que doliera, ya que el amor de fantasía no existía.

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