El avión aterrizó de madrugada.
La bruma de la pista se mezclaba con el cansancio dulce que deja un viaje lleno de emociones. Clara se sujetó del brazo de Mateo mientras bajaban por la escalera metálica. Doña Zulema, con su chal doblado en el antebrazo, suspiró con alivio.
—Gracias, Señor, que llegamos enteros.
—Enteros y bien comidos —respondió Mateo, sonriendo—. Si seguimos así, vamos a tener que pagar sobrepeso… pero de pan ucraniano.
Clara se rió. Habían pasado cinco días inolvidables: la celebración familiar, las risas, la calidez de Bastián, la simpatía inesperada de Mykola con su madre, y aquel jardín dorado que aún se le quedaba grabado en la mente.
Doña Zulema no dejaba de hablar.
—Esa gente come delicioso. Y qué educados, qué amables. Ese Mykola… —se detuvo un instante y sonrió, recordando—, tan serio, pero tan atento. Me decía todo con los ojos, aunque yo no entendiera el idioma.
Clara disimuló la sonrisa.
—Sí, mamá, muy atento.
Mateo levantó una ceja, div