Mundo ficciónIniciar sesiónGinevra solo quería ser madre. Un acuerdo anónimo, un donante desconocido y la promesa de una nueva vida. Pero lo que parecía un sueño se convierte en pesadilla cuando es secuestrada por Valentino Salvatore, un hombre poderoso, cruel y decidido a quedarse con lo que considera suyo: el hijo que lleva en el vientre. Encerrada en un mundo de lujos envenenados, silencios peligrosos y miradas que queman, Ginevra luchará por su libertad, por su bebé… y por no caer en la oscuridad que Valentino lleva dentro. Porque el verdadero peligro no es solo perder su libertad, sino también su corazón.
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Palermo, Italia – Lunes 21 La luz tenue del almacén apenas iluminaba el rostro ensangrentado del hombre atado a la silla frente a mí. Me ajusté los puños de la camisa, irritado. El bastardo llevaba más de cuarenta minutos sin decir una maldita palabra, y mi paciencia tiene límites. —Habla rápido o te corto la lengua —gruñí, inclinándome hasta quedar a un suspiro de su cara—. ¿Dónde carajo está el dinero? La sangre goteaba. El hedor era insoportable. Me separé de él, molesto, y cerré los ojos para respirar profundo. Entonces, mi mente voló. Ya no me encontraba aquí... Estaba en Boston. Con ella. Ginevra Callahan. La primera vez que la vi fue hace tres meses, cuando salía del hospital. Yo iba a visitar a un contacto médico —uno de tantos—, y la vi. Alta, piel dorada, ojos oscuros. Esa forma de caminar que no se aprende, se nace con ella. Serena. Firme. Intocable. No sé qué me impulsó a seguirla ese día. Quizás el instinto. Quizás porque sentí que ella era mía, aunque aún no me conociera. La vi entrar a una clínica de fertilidad, y ahí empezó todo. Investigué. No porque dudara, sino porque necesitaba confirmar lo que ya intuía. Y lo que encontré me dejó con una mezcla de furia y deseo. Tenía pareja. Un idiota con cara de santo, nombre blando, modales correctos. Ethan. Un jodido inútil. Y estéril. No podía darle hijos. Lo supe con certeza al segundo día de tener a mis hombres investigándolos. Su historial médico estaba limpio, pero yo llego a donde otros no. Había informes. Tratamientos fallidos. En definitiva, él no era un verdadero hombre para ella. Ginevra quería un hijo. Lo quería tanto que decidió hacerlo de esa manera. Pero pensar que daría a luz al hijo de alguien más me ponía de mal genio. Entró a esa clínica para una inseminación artificial. Eso me volvió loco. Porque si alguien iba a darle un hijo, iba a ser yo. No él. No un donante anónimo. Yo. Y lo hice. Con la frialdad que aprendí desde que tengo memoria, hice un par de llamadas. Hablé con las personas adecuadas. Dinero, amenazas, favores. Lo que fuera. Me aseguré de que mi muestra fuera la que usaran con ella. Nadie me dijo que no. Nadie se atreve a contradecirme. Ella nunca lo sabrá. Hasta que sea demasiado tarde. —Jefe... —la voz de uno de mis hombres me sacó del pensamiento—. ¿Y este? ¿Lo dejamos vivo? Lo miré. El imbécil seguía respirando, pero no por mucho. —Empieza por los dedos de las manos —ordené mientras me ajustaba el anillo familiar—. Confesará antes de llegar a los pies. Le di una última mirada al bastardo y me dirigí a la puerta para retirarme. Tengo un vuelo que tomar. Tengo que verla otra vez. Y pronto, muy pronto... va a ser solo mía. ... Encendí otro cigarrillo mientras uno de mis hombres cerraba la puerta del jet privado. Estaba acostumbrado a tener el control. A decidir. A ser el primero en todo. Llamé a Santos y le di un par de órdenes rápidas: rastreo, vigilancia, contacto silencioso. No iba a asustarla. Todavía no. Primero quería verla. Observarla. Necesitaba que todo fuese justo como lo había planeado. --- [Ginevra] Boston – Sábado 26 El hospital estaba más silencioso de lo normal. Después de doce horas en cirugía, mi cuerpo gritaba por descanso. Solo quería un café. Me dirigí a la máquina del pasillo, pero un cartel rojo brillaba: “FUERA DE SERVICIO”. —Perfecto —murmuré. Giré para salir. El aire de la noche me golpeó en la cara, frío, refrescante. Entonces escuché una voz familiar. —¿Apuesto a que vas por un café? Me volteé lentamente para verlo. Ethan. Mi novio. Sonrisa torcida, chaqueta oscura, ojos azules que siempre sabían calmarme. Corrí hacia él y lo abracé. Ethan se separó de mí, me sonrió... y se arrodilló. —Todos estos años contigo no son suficientes. Te quiero en mi vida todos los días, para siempre. Sacó una pequeña caja azul y la abrió. El anillo brillaba como sus ojos. —¿Te casarías conmigo? Asentí con la cabeza y él puso el anillo en mi dedo. —Te amo —le dije, conteniendo la emoción que me golpeaba dentro. Ethan era el hombre perfecto. Maravilloso, complaciente, amoroso. Él era todo lo que estaba bien. —También te amo. Quiero que seamos una familia —me dijo, acariciando mi vientre plano. Un motor rugió cerca. Una camioneta negra sin placas se detuvo bruscamente a nuestro lado. Las puertas se abrieron. Hombres encapuchados, armados. Me agarraron por el brazo. Ethan intentó pelear, pero lo golpearon con fuerza. —¡Déjenla, hijos de puta! —rugió. —¿¡Quiénes son ustedes?! —grité, jadeando, asustada. Me arrastraron hasta la camioneta. Ethan seguía luchando, y entonces… escuché el disparo. ¡PUM! El grito de Ethan me dejó sin aliento y mi corazón se detuvo. —¡ETHAN! Me lanzaron dentro. Me levanté para correr, para saltar, pero uno de ellos me apuntó con un arma. Me congelé. El último en subir se acercó. Olía a cigarro, a violencia. Llevaba una capucha negra que ocultaba su rostro, pero cuando se detuvo frente a mí, se la quitó con un movimiento despreocupado. Mi respiración se trabó. Era hermoso. De una belleza peligrosa, salvaje. Su cabello oscuro caía en ondas desordenadas y sus ojos… sus ojos eran de un dorado imposible, como ámbar fundido. Un escalofrío me recorrió. Mi cuerpo, traidor, respondió a su cercanía con una sacudida de atracción irracional, como si algo en él me llamara de una manera que no entendía. Pero el miedo seguía ahí, apretándome el pecho, más fuerte que nunca. —Bienvenida —susurró el desconocido, con un acento extranjero que erizó mi piel. La puerta se cerró de golpe y el vehículo arrancó. ... Me desperté desorientada. La cabeza me latía. Los párpados pesaban. Y ese olor… desinfectante. Medicamento. ¿Un hospital? ¿Dónde carajo estaba? Quise sentarme, pero el cuerpo no respondió. Solo entonces noté que no estaba sola. Una figura estaba en la esquina, de pie, inmóvil, envuelta en las sombras. —¿Quién… quién está ahí? Se acercó lentamente, saliendo de la penumbra. Alto. Elegante. Traje oscuro impecable. El corazón me dio un vuelco, latiendo con una fuerza dolorosa en el pecho. Era como si mi cuerpo reconociera el peligro antes que mi mente. Lo miré con más atención. Era el mismo hombre de ojos dorados. Su rostro era tan hermoso que dolía mirarlo, como si fuera una obra de arte creada para tentar y destruir al mismo tiempo. Y aun así, todo en él gritaba peligro. Muerte. —Hola, Ginevra —me saludó con una ligera sonrisa. Su voz era ronca, profunda, tan jodidamente sensual. —¿Dónde estoy? ¿Qué pasó? —pregunté, con la voz rota. —Boston, aún. Pero ya no estarás aquí mucho tiempo —me dijo. Y entonces, las lágrimas comenzaron a resbalar por mis mejillas. Retrocedí en la cama, inútilmente, como si pudiera alejarme de él con un simple movimiento. —¿Dónde está Ethan? —supliqué, el pánico apretándome el pecho. Me había olvidado por completo de Ethan. ¿Qué carajo me pasaba? Silencio. —¿¡Dónde está!? El hombre ladeó la cabeza, como si evaluara cuánto valía la pena responderme. —Lo importante ahora es que estás bien. Y que el bebé también lo está —dijo, con esa voz ronca y segura que parecía envolverlo todo. Me bajé tambaleante de la camilla y me acerqué a él. —¿Quién eres? —pregunté, temblando. —Valentino —respondió, acercándose un paso más—. Valentino Salvatore. Ese nombre… Algo en mi mente gritó que ya lo había escuchado antes, pero el miedo me nublaba. —Por favor, déjame ir —le supliqué, aunque supe, incluso antes de decirlo, que sería inútil. Su sonrisa fue lenta, cruel. No le llegó a los ojos. Valentino se acercó más, su mano acarició con delicadeza mi mejilla y todo mi cuerpo se erizó. Empujé su mano, asustada por lo que había sentido, y me alejé de él. —Lo siento, pero no puedo dejarte ir. Tú… tienes algo que me pertenece —dijo con calma. Negué con la cabeza. Yo jamás le había robado nada a nadie. Tal vez estaba equivocado. —Estás equivocado. No soy la persona que buscas —dije, intentando mantenerme firme. Él dio otro paso hacia mí. Cada vez más cerca. Más insoportablemente presente. —Sí, lo eres. Tú llevas a mi hijo en el vientre, Ginevra. Y he venido a buscarlo. Sentí como si me hubieran arrojado un balde de agua helada. La sangre dejó de correr por mis venas. El horror me paralizó. Ahora recordaba de dónde conocía ese nombre. Valentino Salvatore era el donante. Hace un par de días, el hospital me había notificado de un error en el procedimiento, enviándome su información. Me prometieron que hablaríamos directamente en el hospital para llegar a un acuerdo… pero jamás imaginé que acabaría secuestrada por él. —También es mi hijo, y me pertenece —le dije. Me forcé a mirarlo con desprecio, a fruncir el ceño, a mostrarle que lo odiaba… aunque por dentro, una parte irracional de mí temblaba ante su sola presencia. --- [Valentino] La observé como un lobo hambriento que encuentra una presa que no piensa soltar. No era amor lo que sentía. Ni siquiera simpatía. Era posesión. Fascinación animal. Había visto mujeres hermosas antes. Docenas. Pero ninguna como ella. Ninguna me miraba con esa mezcla de terror y desafío. Ninguna me alteraba así. Maldita sea, hasta el olor a hospital me parecía excitante si venía de ella.Ginevra actuaba como si nada hubiera pasado. Como si yo siguiera siendo el mismo hombre. Como si no estuviera roto, incompleto, convertido en una sombra de lo que fui. Intentaba estar a mi lado todo el tiempo, hablarme, cuidarme, tocarme… y yo no sabía qué hacer con eso. No sabía si disfrutarlo o rechazarlo. Lo intentaba, pero era imposible ignorar el pensamiento que me devoraba día y noche: está aquí por lástima. Sus ojos brillaban cada vez que me miraba, pero no podía creerlo. ¿Cómo podría quererme alguien así, en este estado? Era más sencillo convencerme de que se obligaba a quedarse. Que lo hacía por los niños. O para no cargar con la culpa. Aun así… tener a mis hijos cerca me daba una extraña calma. No compartía mucho con ellos; a veces solo los observaba desde la distancia, sin atreverme a tocarlos. Pero verlos respirar, ver sus pequeños movimientos… me llenaba el pecho. Aunque también me apuñalaba pensar que quizá terminarían como yo. Envueltos en la misma oscuridad. Marcados
Nunca imaginé que un día iba a estar forcejeando con Fabien, rogándole como si mi vida dependiera de ello. Sus dedos me apretaban el brazo con una fuerza que no parecía humana, como si pudiera quebrarme con solo decidirlo. —¡Déjeme estar con su hijo! —le dije, casi sin aire—. ¡Lo amo, Fabien, lo amo! Él no respondió. Solo me sostuvo con esa expresión de hierro que siempre odió en los demás y cultivó en sí mismo. Me frustré, me desesperé, tiré de mi brazo intentando liberarme, pero fue inútil. Hasta que, de pronto, me soltó. Retrocedí un paso, confundida. Y por primera vez desde que lo conocí… lo vi humano. Lo vi triste. Una grieta en su coraza. Una que nunca pensé que vería. —Por favor… déjeme estar con Valentino —volví a suplicar, con la voz temblando. Fabien respiró hondo, como si las palabras le pesaran. —Será difícil que te acepte, Ginevra —dijo finalmente, sin mirarme—. Él piensa que ya no es… un hombre completo. Sentí que el mundo se me hundía bajo los pies. ¿Cóm
Me dieron el alta esta mañana.Debería sentir alivio. Libertad. Algo.Pero lo único que siento es… nada.Dos hombres entran y me levantan con cuidado para sentarme en la silla de ruedas. Es la primera vez que lo hacen. La primera vez que ya no tengo el control de mi propio cuerpo. La primera vez que dependo de otros para moverme.La primera vez que me doy cuenta de que este es mi mundo ahora.Y se siente como una humillación.—Listo —dice uno de ellos.Asiento, frío, inexpresivo, como si esta postura no me matara por dentro. Soy el líder. Ellos no pueden verme temblar. No pueden ver mi rabia, ni mi impotencia.Aprieto los dedos contra los apoyabrazos. Quisiera romper algo. Gritar. Patear. Pero mis piernas… mis piernas son cadáveres pegados a mí.Respiro hondo.No voy a mostrar debilidad.Jamás.La puerta se abre y mi padre entra primero. Su sombra sigue siendo la de un rey. Detrás viene mi madre, con esa mirada que siempre intenta ocultar la dureza detrás de una falsa calma.—Los tene
[Valentino]El techo del hospital es lo único que puedo ver sin esfuerzo. Blanco. Vacío. Como yo ahora.Intento mover las piernas otra vez. Nada.Un hombre incompleto.Eso es lo que soy.Exhalo lentamente, dejando que el aire salga como si expulsara todo lo que fui. Ya no queda nada del Valentino que gobernaba con manos firmes, que se imponía con una mirada, que podía destruir un imperio en una noche.Ese hombre murió en esa habitación, frente a Ginevra.El que quedó… apenas respira.Pienso en ella.Pienso en la forma en que gritó mi nombre, en cómo sus manos temblaban al tocarme.Y cierro los ojos porque la imagen duele. Joder, duele demasiado.Ella merece algo mejor.Merece libertad.Merece una vida donde no tenga que preocuparse por mí, un inválido que solo la arrastraría hacia un infierno más profundo que el que ya vivió conmigo.Así que tomé la decisión más lógica, la más cruel, la única posible:No voy a verla.No voy a permitir que me vea así.No voy a ser su carga.Viviré en s
Ginevra se limpió las lágrimas como pudo y volvió al baño. Sus manos temblaban cuando metió los brazos en la bañera y tomó a sus hijos, aún dormidos entre las toallas tibias donde los había envuelto. Los acunó contra su pecho unos segundos, solo para sentir que seguían allí, respirando, vivos. Después los acomodó con delicadeza en una manta sobre el suelo, lejos de la puerta.Afuera seguían los disparos. Cada estallido la hacía brincar, como si el corazón se le fuera a romper de puro miedo. Se sentó junto a la bañera vacía, respirando entrecortado, intentando procesar todo lo que acababa de ocurrir. Pero era imposible. Su mente era un torbellino de sangre, gritos y la imagen de Valentino cayendo al piso.Un suspiro la sobresaltó. No lo había escuchado entrar.Carolina estaba en la puerta, con el rostro pálido, la mandíbula apretada. No había rastro de arrogancia, solo… una especie de dureza contenida.—No me caes bien —dijo al fin, sin rodeos—. Pero debo admitir que hiciste lo posible
Metí a los niños en la bañera con cuidado. Les puse varias toallas alrededor, haciendo un nido tierno en aquel hueco blanco, y los acosté como si fueran los más frágiles tesoros del mundo. Se quedaron dormidos enseguida; sus pechos subían y bajaban, iguales, perfectos, inocentes. Me senté al borde de la bañera y los miré, dejando que la calma me atravesara por un segundo, mientras afuera los disparos seguían como un latido lejano que no acababa.Las lágrimas empezaron sin avisar. Caían a cántaros y no pude secarlas. Mi corazón no dejaba de martillar y yo me preguntaba una y otra vez cuándo terminaría todo eso de una vez por todas. Tenía ganas de gritar, de romper algo, de arrancarme la piel. En vez de eso, me quedé allí, quieta, observando a mis hijos dormir, sumida en una mezcla de horror y alivio.Entonces, pasos fuera del baño. Se clavaron en mi piel como agujas. Me tensé de inmediato y, como un instinto, me aparté del borde. Alargué la mano, levanté del piso la pistola que Valenti
Último capítulo