Antes de Clara, antes incluso de aprender a usar su voz como un arma de seducción, Facundo había intentado llenar su vacío con mujeres mayores.
Cuando tenía apenas dieciocho años, buscaba desesperadamente un calor que nunca tuvo en su hogar. Las mujeres mayores le ofrecían lo que confundía con afecto: atención, cuidado, una sensación de refugio. Le daban lo que su madre jamás le ofreció: compañía.
La primera fue una vecina divorciada, quince años mayor que él. Ella lo miraba con ternura, lo invitaba a su casa con excusas triviales y lo escuchaba como nadie antes lo había hecho. Facundo, con la necesidad de sentirse visto, cayó rendido. No fue amor verdadero, fue dependencia. La necesitaba para sentirse importante, para sentir que valía algo.
Después vinieron otras. Mujeres que lo buscaban por su juventud, por la sensación de poder tenerlo a sus pies. A cambio, él recibía una ilusión de cariño que desaparecía cuando ellas se cansaban o encontraban algo más. Cada despedida era un gol