La mañana del regreso tenía un tono de cristal fino. El cielo filtraba una luz dorada y fría sobre los abedules, y el humo del té se elevaba como un hilo tranquilo desde la mesa del comedor.
Las maletas esperaban junto a la puerta del vestíbulo; sobre una, Clara había colocado el pañuelo blanco bordado que la familia les regaló, como si fuera un amarre de buena suerte. Doña Zulema no estaba: había salido temprano al pueblo con Lina, la traductora, “a por especias, frutas y panes para llevar a casa”, dejó dicho, con esa manera suya de convertir cualquier despedida en una provisión de cariño.
Clara y Mateo bajaron cogidos de la mano. Bastian ya estaba sentado, la espalda recta, las manos grandes abrigando una taza; Mykola revisaba discretamente un papel con horarios de aeropuerto. No había más testigos.
El aire olía a pan de centeno y a madera. Clara tomó asiento y, por un instante, solo miró el jardín a través del vidrio: hojas marrones, un camino de grava, la sombra de la fuente com