Clara estaba agotada. El acoso constante de Facundo en su universidad, en el trabajo, incluso en la puerta de su apartamento, la tenía en un estado de alerta permanente. Cada vez que escuchaba un golpe en la puerta o un timbre inesperado, su corazón se aceleraba como si estuviera a punto de estallar.
Una tarde, cansada de huir, decidió enfrentarlo. No porque quisiera volver, sino porque necesitaba respuestas.
Lo encontró esperándola bajo la lluvia, apoyado en su viejo automóvil. Sus ojos, cansados, parecían suplicar algo que no lograba poner en palabras.
—Clara —dijo apenas la vio—, yo no sé vivir sin ti. Tú eres todo lo que tengo.
Ella cruzó los brazos, conteniendo las ganas de gritar.
—¿Todo lo que tienes? ¿Y qué hay de tu familia, de tus amigos?
Facundo bajó la mirada, con un gesto extraño, mezcla de orgullo herido y vulnerabilidad.
—Mi padre nunca estuvo… y mi madre… bueno, ella solo se ocupaba de darnos cosas, no cariño. Yo no sé lo que es eso. Contigo… contigo al menos se