—Reconquistaré ese corazón roto. De eso estoy seguro. Alexander Devereux lo tenía todo: poder, dinero, y una reputación intachable. Todo, menos el alma de la mujer que una vez ignoró. Elena Valdivia fue durante años su sombra silenciosa, la esposa que lo amó sin ser vista, sin ser valorada. Pero cuando su mundo se desplomó bajo el peso de sus propios desprecios, Elena no gritó. Simplemente se fue. Seis meses después, su nombre aparece en la portada de las revistas más prestigiosas como la mente brillante que está revolucionando el diseño urbano. Fuerte, segura, radiante… y fuera de su alcance. Pero el pasado no se borra tan fácilmente. Alexander comienza a acechar su nuevo mundo con la esperanza de recuperarla, ignorando que el mayor error fue no haberla elegido cuando aún lo amaba. Ahora, ella no solo es diferente. Es intocable. Elena ha aprendido a usar el dolor como cimiento de su nueva vida. Donde antes callaba, ahora habla. Donde antes amaba en silencio, ahora pone límites. Pero los fantasmas no mueren sin lucha… y su regreso a la ciudad desatará una red de engaños, celos y secretos familiares que podrían arderlo todo. Camila, la hermana ambiciosa y venenosa, no está dispuesta a perder su dominio. Alexander ya no puede confiar en nadie. Ni siquiera en sí mismo. ¿Está realmente enamorado de Elena… o de lo que representa ahora que brilla sin él? El juego ha cambiado. Y esta vez, el corazón que Alexander quiere reconquistar… ya no es suyo. Una historia de redención, poder, heridas abiertas y la fuerza imparable de una mujer que se reconstruyó a sí misma desde las cenizas.
Leer másElena acomodó por última vez la servilleta blanca sobre la mesa de roble. Las velas ya llevaban más de dos horas encendidas. El vino, descorchado y sin servir. La cena, ahora fría, seguía intacta sobre los platos de porcelana que había elegido con tanto esmero. Todo estaba perfecto. Demasiado perfecto… para alguien que no llegaría.
Cinco años. Cinco años de matrimonio. Cinco años de esperas, de miradas vacías, de silencios que cortaban más que cualquier grito. La casa estaba sumida en una calma insoportable. El reloj marcaba las 2:17 de la madrugada. Afuera llovía, como si el cielo supiera que, dentro de ese hogar, en ese preciso instante, algo se marchitaba lentamente. Elena cerró los ojos por un momento y la imagen llegó sin permiso: el día de su boda. Vestido marfil, encaje bordado a mano, una catedral repleta de flores blancas. Todo parecía sacado de una postal… hasta que Alexander entró. Debió entender en ese instante, cuando llegó tarde que iba a ser un cuento de hadas. Ingenua. Él caminaba firme, como si no estuviera a punto de unir su vida con alguien. Su rostro, tallado en mármol. Sus ojos, distantes, ausentes. Y cuando se paró frente a ella, su mandíbula apretada y su voz seca fueron la sentencia. — Haz lo que tengas que hacer — le había susurrado entre dientes —. Pero no esperes nada de mí. Las palabras se le clavaron como agujas esa tarde. Y cinco años después, seguían sangrando. Elena abrió los ojos. Las velas se habían consumido. El silencio la abrazaba como una soga al cuello. No había mensajes, ni llamadas. Solo la certeza punzante de que no era suficiente… nunca lo había sido. Subió las escaleras con la garganta apretada. Cada paso le pesaba. En la habitación matrimonial, una cama perfectamente tendida la esperaba. Inmaculada. Intacta. Como casi todas las noches. Se quitó el vestido azul que había elegido con ilusión, pensando — ingenuamente — que él al menos notaría el detalle. Dejó sus tacones en el armario y se metió a la cama, sola, como siempre. A las 5:38 a.m., el ruido de la puerta principal la despertó. Elena no se movió. Solo esperó. Escuchó los pasos. El sonido de las llaves cayendo sobre la consola. El silencio. Minutos después, la puerta del dormitorio se abrió. Alexander entró, sin decir palabra. Llevaba el traje desalineado, la camisa con los dos primeros botones desabrochados. No había olor a alcohol. Solo a perfume ajeno. — ¿Te divertiste? — preguntó Elena con voz rasposa, aún recostada. Él se detuvo. La miró por un instante. Luego caminó hacia el armario sin contestar. — Hoy era nuestro aniversario — insistió ella, con una esperanza inútil. Alexander se giró levemente, arqueando una ceja. Sus ojos grises, fríos como el hielo, se clavaron en ella con indiferencia. — No esperaba nada de ti, Elena. La frase fue un puñetazo directo al pecho. — Tranquila… — agregó con desdén mientras sacaba una camisa limpia del armario —. El error fue mío al creer que me importaba. No gritó. No levantó la voz. Pero la crueldad en su tono fue suficiente para romper algo más dentro de ella. Alexander desapareció en el baño, cerrando la puerta con un clic mecánico. Elena se sentó en la cama, sintiéndose pequeña, invisible, irrelevante. No era la primera vez que la ignoraba. Pero esa madrugada… esa mirada vacía… fue diferente. Algo se había roto del todo. Horas más tarde, en la cocina, Elena tomaba café mientras miraba la lluvia golpear los ventanales. Había decidido no llorar. Esa era su nueva promesa. Escuchó los tacones antes de verla. El sonido familiar, seguro, arrogante. Camila. Su hermana entró como si la casa le perteneciera. Llevaba un abrigo de diseñador, gafas de sol a pesar del clima, y una sonrisa de superioridad que siempre supo cómo usar como arma. — Buenos días — canturreó, quitándose las gafas —. ¿Dónde está Alexander? — En su estudio — respondió Elena con voz apagada. Camila se acercó al refrigerador sin pedir permiso, como hacía siempre. Sacó una botella de agua y se apoyó en la encimera, observando a su hermana de arriba abajo. — ¿Pasó algo? Te ves… peor de lo normal. Elena apretó la taza con fuerza, pero no dijo nada. — Ah, cierto. Ayer era tu aniversario, ¿no? Silencio. — Bueno, no te culpes, hermanita. Cinco años de un matrimonio sin amor es una condena larga para cualquiera. ¿No crees? Elena levantó la vista. Por un segundo, su mirada se encontró con la de Camila. Fue una chispa breve, pero lo suficientemente intensa como para dejar claro que, aunque aún no tenía fuerzas para responder, estaba empezando a despertar. Camila sonrió. Esa sonrisa venenosa que usaba cuando creía que había ganado. — Por cierto — añadió con falsa ligereza —, Alexander me pidió que lo acompañara esta noche a la gala de inversión. Supongo que no te molesta, ¿verdad? La pregunta era innecesaria. Elena solo asintió con la cabeza y se marchó de la cocina sin mirar atrás. Esa noche, desde la ventana de su habitación, Elena los vio salir juntos. Camila llevaba un vestido negro ajustado. Alexander la escoltaba con esa postura altiva que siempre lo hacía parecer más una escultura viviente que un hombre. No se tocaban. No se miraban demasiado. Pero la conexión entre ellos era evidente. Siempre lo había sido. Elena retrocedió. Cerró la cortina. Y por primera vez en mucho tiempo, dejó caer la taza al suelo. No hizo ningún intento por recogerla. Se sentó en el borde de la cama, con el corazón hecho un nudo. Lágrimas silenciosas comenzaron a correr por su rostro. No gritó. No se permitió desmoronarse del todo. Pero en su pecho, la herida sangraba con una promesa silenciosa: Ya no más.El trayecto de regreso a la ciudad fue un silencio pesado. La carretera estaba iluminada apenas por los faros del auto y la luna, que parecía observarlos como un testigo distante e impasible. Elena apoyaba la frente contra el vidrio de la ventanilla, su respiración empañando el cristal, mientras en su mente se repetían las palabras de Rubén y la imagen de su padre, o el hombre que había creído toda su vida que lo era.“Eres una Valdivia legítima” — había dicho Rubén con un convencimiento que la estremeció hasta los huesos.“Tu padre es un delincuente desterrado” — había escupido Sebastián en el momento en que la entregó, como si su vida entera no hubiera sido más que una burla cruel.No sabía cómo enfrentar eso. No sabía si debía gritar, llorar o simplemente callar. Por primera vez, no confiaba ni en sus propios impulsos.Alexander conducía con una rigidez que delataba la tormenta que cargaba dentro. Cada músculo de su mandíbula estaba tensado. Cada tanto, miraba por el retrovisor hac
— Creo que este lugar es seguro por el momento, hasta que regresemos a casa — dijo Alexander.La noche era espesa, cargada de un silencio extraño que envolvía la ciudad. Alexander cerró de un portazo la habitación de hotel en la que ahora mantenía a Elena segura, o al menos, tan segura como podía estarlo bajo la amenaza de tantos enemigos. Había elegido un lugar discreto, apartado, lejos del radar de Rubén y de cualquiera que pudiera seguirlos.Elena permanecía sentada en el borde de la cama, aún con la respiración agitada, el cabello suelto cayendo sobre sus hombros, y los ojos abiertos de par en par, como si intentaran procesar lo imposible. Había sido rescatada. Había escapado del lugar en el que pensó que moriría. Y lo más desconcertante, había sido demasiado fácil.Alexander se acercó, pero ella no dijo nada. No podía. Todo su cuerpo estaba rígido, como si temiera que cualquier palabra rompiera la frágil ilusión de estar libre. Y ella, ella no era frágil, pero ahora que todo esta
El despacho de Rubén estaba iluminado apenas por la luz de una lámpara de escritorio, que proyectaba sombras largas y elegantes sobre las paredes cubiertas de libros. El humo del habano que sostenía entre los dedos le rodeaba el rostro con una calma inquietante, como si nada en el mundo pudiera quebrar su control. El silencio se volvió denso, pesado, hasta que un golpe firme resonó en la puerta.— Adelante — ordenó Rubén, sin apartar los ojos del retrato antiguo colgado en la pared.La puerta se abrió y un guardia, rígido como una estatua, anunció con voz seca:— El señor Lothus está aquí.Rubén arqueó una ceja. Un atisbo de sonrisa torcida cruzó su rostro, pero pronto se borró, reemplazada por un gesto duro.— ¿Lothus…? — repitió en un murmullo, como saboreando el nombre —. Interesante. ¿Y qué demonios hace él en mi casa?El guardia se limitó a encogerse de hombros. Rubén dio una calada lenta a su cigarro, y luego exhaló el humo con un aire de desafío.— Hazlo pasar.Unos segundos de
Elena no apartaba los ojos de Rubén. Cada palabra que había pronunciado aún vibraba en su mente, como un eco que no lograba disiparse. La firmeza en su voz, la seguridad con la que la había llamado Valdivia… ¿cómo podía saber tanto de ella?Era un hombre robusto, de hombros anchos, y aunque la edad había marcado arrugas en su rostro, había algo inquebrantable en su porte. Elena lo observaba con detenimiento, intentando descifrarlo. Sus ojos oscuros, la forma de la mandíbula, incluso la manera en la que arqueaba una ceja al escucharla… Había similitudes. Dolorosamente familiares.El corazón de Elena palpitó con fuerza. No quería pensarlo, pero la idea estaba ahí, golpeando su mente sin piedad: ¿podía este hombre tener un lazo de sangre con ella? Recordó a su abuela llorando en silencio, recordando a alguien que se había ido. Recordó también la voz de Sebastián, venenosa, cortante: “Tu padre es un delincuente desterrado por tu abuela”.Su respiración se aceleró. Tragó saliva, intentando
— Veo que ya estás lista. El señor Rubén desea verla — anuncia la señora, esperándola en la puerta.El silencio de los pasillos era sofocante. Cada paso de Elena resonaba como un eco de cadenas invisibles. Iba impecablemente limpia, con un vestido negro sencillo que resaltaba la palidez de su piel, su cabello aún húmedo cayendo en ondas desordenadas sobre los hombros. Había comido algo, había descansado, pero la sensación era la misma; no era libre.Dos hombres la escoltaban hacia una gran puerta doble de madera oscura. El aire olía a cuero, humo y libros viejos. Cuando las puertas se abrieron, Elena se encontró frente a un estudio imponente; estanterías repletas de volúmenes encuadernados, una alfombra persa que apagaba los pasos, y, al fondo, Rubén de pie frente a un gran retrato antiguo.Era un cuadro de una niña pequeña, recién nacida junto a una mujer de porte elegante, vestida de blanco. La pincelada tenía un dejo melancólico; ambas parecían sonreír, pero los ojos de la mujer tr
Elena despertó con un sobresalto, el corazón bombeando como si aún estuviera sobre aquella tarima, con las luces cegadoras y las miradas sucias de aquellos hombres evaluándola como si fuera una pieza de ganado.Pero no estaba allí.Lo primero que percibió fue la suavidad de las sábanas. La tela era limpia, con un aroma tenue a lavanda. El colchón bajo su cuerpo era mullido, cálido, demasiado ajeno al suelo frío y duro al que creía destinada. Parpadeó varias veces, confundida. El techo blanco y los cortinados de lino se mecían suavemente con el aire que entraba por una ventana alta.De golpe, los recuerdos la golpearon como cuchilladas; la mujer que la había sujetado del cabello, el grito, la sangre, aquella mano cercenada en el suelo. La katana ensangrentada. Y la voz grave de ese hombre, Rubén, que había dicho su nombre como si lo conociera de toda la vida: “Nadie puede lastimarte, Elena Valdivia.”El estómago se le revolvió. Apretó las sábanas con rabia, intentando convencerse de qu
Último capítulo