La lluvia caía con la misma monotonía con la que Alexander caminaba por los pasillos de la casa. No había emoción en sus pasos, ni intención en sus movimientos. Solo el hábito. Solo la costumbre.
Elena lo observaba desde la escalera. El hombre con el que había compartido cinco años no la veía. No realmente. Dormían bajo el mismo techo, pero él hacía tiempo que había dejado de tocarla. Ni un roce, ni un gesto. Ni siquiera una mirada. A veces, Elena creía que, si desaparecía del todo, él no lo notaría. Los recuerdos eran como cuchillas. Volvió a ese día, cinco años atrás. El salón estaba lleno de murmullos, tensiones disfrazadas de sonrisas. Camila acababa de marcharse del país sin explicación. Un billete de avión, una nota breve, y la promesa de no regresar. Y entonces, en medio del escándalo silencioso, Alexander fue empujado a tomar una decisión. — La familia necesita estabilidad — había dicho su padre, sin permitir réplica —. Ya es suficiente vergüenza con lo de Camila. — No la amo — respondió Alexander, con la mandíbula tensa. — Eso no importa ahora. Elena es la mejor opción. Siempre ha estado aquí. Elena había escuchado todo desde el otro lado de la puerta. Siempre ahí. Siempre disponible. Como un mueble elegante que nadie mira, pero que siempre está en su sitio. Esa noche, Alexander aceptó el compromiso. No por amor. No por deseo. Por conveniencia. Por presión. Por rabia. Y al día siguiente, se convirtió en su prometido. Desde hace años, Alexander no la tocaba. Había un océano invisible entre ellos, incluso en la misma habitación. Compartían cenas en silencio, desayunos con las noticias de fondo, y noches con las espaldas enfrentadas. Pero lo que más dolía eran los mensajes. Las llamadas. Los silencios. Alexander hablaba poco, pero cuando su teléfono vibraba, su semblante cambiaba. A veces salía al jardín. A veces a la biblioteca. Nunca hablaba frente a ella. Una vez, mientras ordenaba su ropa, encontró una nota arrugada dentro de su chaqueta. Reconoció la letra de inmediato. “No debiste ceder tan fácil. Sabes que esto no terminó.” Camila. Elena apretó el papel entre los dedos. No lloró. No dijo nada. Solo lo devolvió al bolsillo, como si no lo hubiera visto. Como siempre hacía. Pero el frío entre ellos ya no era solo indiferencia. Era traición, disfrazada de rutina. Y estaba cansada. Alexander la evitaba incluso en los eventos familiares. En uno de ellos, organizado por su madre, Elena se esforzó en verse impecable. Vestido color perla, labios suaves, un toque de perfume que él solía notar… cuando aún la miraba, o creía que lo hacía. Llegaron juntos. Entraron al salón sin decir una palabra. Alexander fue recibido con abrazos. Sonrisas. Aplausos por sus recientes logros en la empresa. Elena se quedó al fondo, como un jarrón caro, bello pero inútil. — ¿Elena, estás bien? — preguntó una prima, con una mueca de preocupación. — Claro — mintió, bajando la mirada. Entonces lo vio. Alexander, de pie junto a su tío, riendo. Y Camila… en la pantalla de su teléfono. Una video llamada. El ángulo no permitía ver su rostro con claridad, pero la voz, esa risa particular, era inconfundible. Alexander la miraba con una ternura que jamás le había mostrado a Elena. Cuando él la notó observando, giró el rostro. No la saludó. No la llamó. No le ofreció su mano. La ignoró por completo. Elena sintió el alma abandonarla por unos segundos, y la humillación latente ante los ojos de todos. Se dio cuenta que todos sabían lo que estaba pasando, y ella también, solo que era tan tonta por ignorarlo. Y cuando todo acabó, Alexander se encerró en su estudio esa noche. Elena entró sin golpear. Por primera vez en meses, cruzó el umbral sin pedir permiso. — ¿Por qué lo haces? — preguntó, firme. Alexander levantó la vista, apenas sorprendido. — ¿Hacer qué? — Esto. Fingir. Humillarme en público. Hablar con Camila como si yo no existiera. Él cerró el cuaderno frente a él y suspiró. — No hagas esto ahora, Elena. — ¿Entonces cuándo? — La voz de Elena tembló —. ¿Cuándo vas a reconocer que nunca me quisiste? En voz alta. — No fue mi elección casarme contigo. — ¡Pero fue tu elección quedarte! El silencio cayó como un disparo. Alexander la observó en silencio. Por un instante, algo cruzó por su mirada. ¿Culpa? ¿Lástima? No. Solo vacío. — Camila se fue sin avisar — murmuró, más para sí mismo que para ella —. Desapareció. Y tú estabas ahí. Siempre estuviste ahí… y yo tenía una obligación. — ¿Y por eso merezco esto? ¿El desprecio diario? ¿Ser tu castigo por perderla? Alexander no respondió. — ¿Y si yo también desapareciera? — preguntó Elena en voz baja —. ¿Te importaría? Él apretó la mandíbula, como si la pregunta le doliera más de lo que debía. — No — susurró, sincero. Elena cerró los ojos. No quería escuchar más. No podía. Esa noche, Alexander no durmió. Se quedó en su estudio, mirando fijamente un cuaderno en blanco. No escribió nada. Solo pensó. Camila. Siempre Camila. Pero ahora había algo distinto. Una imagen que se colaba entre los recuerdos. El rostro de Elena, sus ojos tristes, su voz quebrada. Y esa pregunta. ¿Te importaría? No debería afectarle. Era solo una frase. Una más. Pero le dolía. Le dolía más de lo que estaba dispuesto a aceptar. Recordó el día en que Camila se fue. Recordó cómo Elena lo ayudó a sostenerse, sin pedir nada. Recordó las veces que intentó consolarlo, aunque él la rechazara una y otra vez. Y entonces recordó la cena de aniversario. La mesa preparada. El vestido azul. Las velas encendidas. Él no fue. Ni siquiera se molestó en avisar. Ella no lo merecía. Algo en su interior se agitó. Un peso leve. Molesto. Inesperado. No era amor. Era incomodidad. Era la sombra de una verdad que no quería mirar de frente. Elena, desde la habitación, sintió el vacío una vez más. Como cada noche. Como cada promesa rota. Miró la luna a través del ventanal. El reflejo le devolvió una imagen que ya no reconocía. Esa mujer no era ella. No la que soñaba. No la que esperaba amor. Esa mujer solo existía por costumbre. Y en lo más profundo de su pecho, una idea comenzaba a germinar. Una decisión que, quizás, no estaba tan lejana. Preparó su maleta y tomó el sobre que lo tenía desde meses atrás y lo dejó sobre su cama, y en medio de la noche, sin que nadie la viera, sin que a nadie le importara, se marchó, dejando esa vida solitaria y dolorosa atrás.