Alexander no sabía en qué momento se volvió una obsesión. Tal vez fue cuando vio la portada de aquella revista. Tal vez fue cuando escuchó su nombre dicho por otra persona que no era él. O quizás fue cuando la vio entrar a aquella sala de reuniones con un paso seguro, un atuendo impoluto que resaltaba su piel dorada, la mirada firme y sin un ápice del pasado en sus gestos. Elena Valdivia ya no era suya. Y eso lo destruía el ego.
¿A caso no era eso lo que él quería?
¿Por qué le molestaba?
Han pasado seis meses desde que desapareció de su vida. Medio año en el que él la buscó por cada rincón de la ciudad, contactó amigos, abogados, incluso espías si era necesario, pero nadie le dio razón. Elena se había esfumado. Como si la tierra la hubiera devorado. Hasta ahora.
Ella estaba sentada a unos metros de distancia, en la terraza de un exclusivo restaurante en el centro financiero. Un evento de gala organizado por una de las firmas de arquitectura más importantes del país. Y ella era la invitada de honor. Elena Valdivia, la mente maestra detrás del proyecto urbano más ambicioso de la década. La mujer a la que había amado mal. La que ahora sonreía... con otro.
¿Amar?
Él jamás la amo. ¿O sí?
Alexander negó con la cabeza. No debía seguir pensando en eso. Maldita sea.
Alexander no escuchaba las palabras del anfitrión. No probaba el vino. Ni siquiera se percató de la multitud que giraba a su alrededor. Él solo la miraba.
Elena reía. Una risa suave, genuina. Su mano descansaba sobre el brazo de un hombre alto, atractivo, de cabello castaño y ojos verdes intensos. Se llamaba Julián Navarro, un destacado urbanista que había trabajado con Elena en los últimos tres proyectos. Se movían con complicidad, como si el lenguaje entre ellos fuera otro, invisible a los demás. Julián la miraba como si fuera una obra de arte. Y ella lo dejaba.
— ¿Estás bien, hermano? — preguntó Perla, molesta —. No has parado de mirar a esa mosquita muerta. Mírala. Es una zorra. Ya hasta está con otro ricachón para sacarle dinero.
— Hm — gruñó.
— Te apuesto lo que sea, que gracias a él se hizo importante, porque ella no tiene talento para estas cosas. ¡Maldita oportunista! — dijo, alejándose.
Alexander sintió un ardor subiendo por su pecho. Una punzada amarga en la garganta. No lo reconoció al principio. No sabía que eran celos. Nunca los había sentido. Porque nunca había temido perder a nadie. Hasta ahora.
Camila se le acercó con su copa de champagne.
— ¿Qué haces aquí solo, Alexander? — preguntó con su usual tono meloso.
Alexander no respondió. Seguía mirando.
— Ah... ya veo — Camila siguió su mirada, deteniéndose en Elena y Julián—. Está feliz, ¿no? Al parecer mi hermana ya te olvido. Eso es bueno, porque significa que no se interpondrá en nuestra relación.
— ¿Quién es él? — preguntó, seco.
— Un colega. Un genio, dicen. Aunque creo que solo le gusta lo que todos los hombres quieren de Elena ahora...
— Al parecer es buena para eso — escupió.
Alexander apretó los dientes. Camila sonrió satisfecha al escucharlo. Aun así, él se apartó sin decir palabra más, atravesando el salón con pasos firmes. No se acercó a ella. No podía. Se limitó a observar desde la sombra. A consumir en silencio el espectáculo que por alguna razón le molestaba más que cualquier castigo.
Horas más tarde, Elena se encontraba en el vestíbulo, bebiendo de su copa de champan. La menor de las Valdivia se había presentado con su vestido rojo ajustado, su actitud desafiante y una copa en la mano.
— Siempre lo amaste — le dijo Camila sin rodeos, como si el pasado no le pesara.
Elena suspiró, sin mirarla.
— Y tú siempre lo manipulaste — respondió con calma.
— Fui su amor verdadero.
— No. Solo fuiste su obsesión. Su veneno.
El silencio se hizo espeso. Alexander, desde una columna cercana, escuchó cada palabra. Se había detenido por impulso. Algo se quebró dentro de él. El eco de esas frases retumbó en su mente con fuerza. Empezó a mirar a Camila con otros ojos. Como si la venda que llevaba puesta durante años se desintegrara en segundos.
— Volviste para robármelo, como aquella vez.
— Sabes hermana; sigo preguntándome que historia inventaste para que él me culpara de tu dolor. Ciertamente, ahora no vale la pena. Estás con él, ¿es así?
— Perra… — gruñó alejándose, pero Alexander aprovechó ese momento para seguirla.
La arrinconó en uno de los pasillos laterales del evento. Camila, con la mente volando le sonrió, lo rodeo con sus brazos el cuello.
— Mi amor…
— ¿Por qué te fuiste aquella vez? — preguntó sin anestesia.
Ella lo miró, fingiendo sorpresa, pero sabía exactamente a qué se refería.
— Ya te dije... — susurró —. Estaba triste. Había perdido a nuestro hijo... No podía más. Elena lo hizo todo. Ella cuidó de ti, del negocio, de la casa. Se aprovechó de mi dolor para atarte a ella. Yo… solo quería desaparecer. Pero ahora volví para quedarme.
Las lágrimas comenzaron a caer. Como siempre. Y él, como siempre, la abrazó.
— Todo está bien, Cam… todo está bien.
Pero esta vez algo era distinto. Alexander no sentía el impulso de protegerla. Sentía lástima. Una punzada incómoda de resignación.
Desde la entrada, Elena los vio. La imagen era perfecta: Camila llorando contra su pecho. Alexander abrazándola como en el pasado. No dijo nada. Solo se dio media vuelta y se alejó. Había aprendido a marcharse sin hacer ruido.
Camila, aún con la cara escondida, sonrió.
— ¿Y ahora sí? ¿Podemos hablar del compromiso? Al fin estamos juntos… — susurró contra su cuello.
Alexander cerró los ojos. Frustrado. Cansado.
— Pronto — murmuró sin emoción.
Esa noche, Alexander no durmió. Y no fue por el peso de las palabras de Camila. Fue por las risas que aún resonaban en su memoria. Elena, hermosa, radiante. Feliz con otro. Respirando libertad. Respirando vida.
Empezó a buscar todo lo que pudo sobre Julián Navarro. El perfil profesional era intachable, y su nombre aparecía junto al de Elena en los últimos proyectos más reconocidos. Trabajaban juntos. Viajaban juntos. Y, aparentemente... compartían más que ideas.
Alexander volvió a la terraza del edificio en construcción dos días después, pretextando una inspección al avance. Elena estaba allí. Dirigiendo. Organizando. Brillando.
Él no podía dejar de mirarla.
— ¿Va a seguir mirándome o piensa trabajar? — dijo ella sin siquiera voltear a verlo.
Él respiró hondo.
— Quería ver el progreso.
— Está delante de usted. Pero claro, siempre fue más fácil ignorarlo.
Silencio.
— Estás... distinta — musitó.
— Estoy viva — respondió ella sin titubeos —. ¿Le sorprende?
— Sí.
Ella lo miró por primera vez en días. Sus ojos ya no tenían sombra. Ya no tenían miedo.
— ¿Y qué le duele más, Alexander? ¿Verme de pie? ¿Verme fuerte? ¿O verme con otro?
La pregunta lo desarmó.
— ¿Estás con él?
— ¿Qué importa eso ahora?
Alexander dio un paso hacia ella.
— Lo que importa es que nunca te vi sonreír así. Ni una vez. Nunca supe que podías ser así…
— Claro que no. Porque para ti yo era solo el refugio. La sombra de mi hermana. El consuelo cuando ella te dejó.
— No… Elena… Yo…
— ¿Ahora vas a negar todo? — increpó, alzando la voz por primera vez.
Él bajó la cabeza. Ella lo superaba en ese momento. Lo sabía. Y eso lo desgarraba.
— A veces uno no ve lo que tiene delante — dijo él con una honestidad casi infantil —, pero dudo que estés con él por amor. Creo que quieres aprovecharte de su estatus para subir a la cima.
— No. A veces uno no quiere verlo. Yo, no me aprovecho de nadie para estar en la cima. No soy como mi hermana. — Sonrió —. Dime, ¿qué te hice para que me odiaras tanto?
Alexander no respondió.
Elena se alejó, elegante, decidida. Alexander se quedó solo. Con la certeza de que la había perdido. No solo a ella, sino a la posibilidad de una vida donde su alma no estuviera condenada por decisiones estúpidas.
Y por primera vez, el rey de mármol se sintió humano.
Al final del día, cuando el edificio quedó en silencio, y solo las luces artificiales iluminaban la estructura en proceso, Alexander volvió a leer la frase en la portada de la revista que inició todo:
“Elena Valdivia, la arquitecta que está revolucionando el diseño urbano.”
Pero para él… Elena Valdivia era algo más.
Era la mujer que había aprendido a vivir sin él.
Y eso era lo que más dolía.