Elena dejó el pasaporte sobre la mesa, al lado del boleto de avión recién impreso. Sus dedos aún temblaban. Había pasado la noche sin dormir, su mente dando vueltas entre la humillación, la rabia y una claridad brutal que por fin comenzaba a abrirse paso entre tanta oscuridad.
Había reservado el vuelo esa misma mañana. Un boleto sin regreso. A un destino cualquiera, lejos de las paredes frías que la habían asfixiado durante cinco largos años.
La habitación del hotel estaba en silencio. Por primera vez en mucho tiempo, no sentía la presión de sostener nada. Ni su matrimonio. Ni su dignidad.
Cuando sonó el teléfono, dudó en contestar. Pero lo hizo.
— ¿Señora Devereux? — dijo una voz masculina, nerviosa —. Disculpe la molestia. Estoy llamando del bar La Cava del Sur. Su esposo está aquí… ha bebido demasiado. Está un poco fuera de sí.
Elena guardó silencio.
— Nos dio su número como contacto de emergencia. ¿Podría venir?
Una parte de ella quiso colgar. Otra, más fuerte, más noble —o más estúpida—, la obligó a tomar el bolso y salir.
La lluvia comenzaba a caer cuando llegó al bar. El cielo parecía reflejar su estado de ánimo: gris, furioso, cansado.
— ¿Alexander Devereux? — preguntó al camarero.
— Sí, señora. Está en la sala privada. Al fondo, a la derecha.
Sus tacones resonaron contra el suelo húmedo. Caminó con pasos firmes, aunque su corazón palpitaba con fuerza en el pecho. Al acercarse a la puerta entreabierta, una voz conocida la detuvo en seco.
Era él.
— Cinco años con la mosquita muerta esa — decía Alexander, riendo, borracho —. Todo por culpa de mi padre. Me chantajeó con el testamento, con la empresa, con la imagen familiar, con la caída… ya sabes cómo es.
Una carcajada femenina respondió. Elena no necesitaba entrar para saber de quién era esa voz.
Su cuñada. Perla.
— ¿Y aún sigue creyendo que es tu esposa? — preguntó ella, burlona —. Ella lo hizo todo, lo concretó todo para separarte de Cam…
— Pobrecita… si supiera que siempre estuvo en el lugar de mi verdadera mujer.
— ¿Camila, cierto?
— Ella sí era fuego — murmuró Alexander, con una sonrisa que Elena no necesitaba ver para imaginar.
Elena retrocedió un paso. Luego otro. El estómago se le encogió, como si algo le desgarrara desde adentro. La puerta quedó detrás de ella, el bar desapareció. Solo quedó la lluvia, las lágrimas, y el grito ahogado de un corazón roto.
Corrió.
No supo cómo llegó al hotel. No se detuvo hasta entrar a la habitación, cerrar la puerta y dejarse caer contra la madera. El boleto seguía allí, intacto. El pasaporte, su nombre, el nuevo destino. Todo seguía igual.
Solo que ahora… ella también era otra.
La mañana siguiente, Alexander volvió a casa con la resaca perforándole el cráneo. Apenas recordaba lo que había dicho, lo que había bebido, lo que había hecho. Entró con desgano, con el abrigo empapado por la lluvia de la madrugada.
No vio a Elena en el recibidor.
No escuchó sus pasos.
Se sintió aliviado. No estaba de humor para sus silencios dolidos.
Subió las escaleras y caminó hasta la habitación que llevaba días sin cruzar. La noche anterior, había pasado de largo sin atreverse a entrar. Pero ahora, la puerta estaba entreabierta.
Entró.
Todo estaba ordenado. Demasiado ordenado. Como si alguien hubiera dejado todo listo antes de marcharse.
Sobre la cama, un sobre.
Lo tomó con curiosidad.
Al abrirlo, sintió un escalofrío.
Acuerdo de divorcio. Firmado.
Debajo, una hoja doblada con una nota escrita a mano.
"Alexander: No te preocupes. No volveré a molestarte. Irónico, porque nunca lo hice. – Elena."
Alexander se quedó inmóvil. La hoja temblaba en su mano. Por un momento, todo a su alrededor pareció detenerse.
No supo qué sintió primero: el vacío o la vergüenza.
Cinco años de indiferencia. Cinco años despreciándola, ignorándola, tratándola como si fuera nada. Y ahora que se iba, ahora que no estaba… todo se sentía distinto.
Volvió a leer la nota.
"Nunca lo hice."
Y era verdad. Elena nunca pidió nada. Ni exigió amor. Solo lo esperó. Con dignidad, con esperanza, con una terquedad que lo había desesperado… y que ahora, en su ausencia, lo quebraba.
— ¿Y eso? — preguntó una voz desde la puerta.
Camila.
Llevaba puesto un vestido blanco ceñido, el cabello suelto, los labios pintados de rojo.
Alexander la miró con los papeles aún en la mano.
— Se fue — murmuró, casi sin voz.
— ¿Quién? — preguntó ella, entrando con una sonrisa —. ¿Elena?
Él no respondió. Camila caminó hasta él, le quitó el papel y lo leyó.
— Mira tú… no pensé que tuviera agallas — dijo con una risa burlona —. Anoche fue a buscarte.
— ¿Sabías que estaba allí anoche? — preguntó Alexander, sin levantar la vista.
Camila se encogió de hombros, sin perder la sonrisa. Ella lo había planeado con la hermana de Alexander.
— Puede ser. Seguro todo lo que dijiste le ayudó a tomar la decisión. Por fin. — Su voz era de pura emoción —. El camarero sabía lo que debía hacer. Ella no era una mujer para ti, Ale. Nunca lo fue.
— Y tú sí, ¿no?
Camila levantó la ceja.
— ¿Dudas ahora? Después de todo lo que pasamos. Después de que me elegiste incluso casado.
Alexander la miró por primera vez con otra expresión. Ya no había deseo. Ya no había pasión.
Había duda.
Y vacío.
— Tal vez ella no era fuego — dijo en voz baja —. Pero era hogar.
Camila frunció el ceño.
— ¿Ahora la idealizas? Estás cansado. Confundido.
Alexander dejó caer los papeles sobre la cama.
— Tal vez. Pero por primera vez en cinco años, no me siento superior a nadie.
Camila apretó los labios, molesta.
— No seas ridículo, Alexander. No querrás perderlo todo por una mujer sin chispa. Después de todo lo que pasó. De lo que nos hizo. Después de matar a nuestro hijo.
Aquello hizo que Alexander se enderezara, recordaba cuando se enteró de todo, la forma en que Camila lloraba la pérdida de su bebé… Pero por algún motivo lo que más le molestaba en ese instante es que no peleó por quedarse. Solo se fue… sin mirar atrás.
Camila se giró con furia y salió del cuarto. Alexander se dejó caer en la cama, con la nota en la mano.
La leyó una vez más.
"Nunca lo hice."
Y por primera vez, deseó que lo hubiera hecho.
— Firma el maldito documento, Alexander — graznó Camila desde la puerta, interrumpiendo sus pensamientos —. Sólo fírmalo, cariño. Por fin seremos felices.
En el aeropuerto, Elena miró por la ventanilla mientras el avión despegaba. Llevaba los ojos hinchados, pero el rostro sereno. Había dejado la tristeza en la almohada del hotel.
Ahora solo quedaba el silencio… y una nueva oportunidad.
Esta vez, para ella.