El silencio en la comisaría había dejado un eco extraño en la mente de Elena. Había hablado, había dicho lo que tenía que decir, y sin embargo, cada palabra aún le pesaba en el pecho. Las miradas de los presentes, las de Alexander fijas en ella, llenas de orgullo y de una oscuridad apenas contenida, y las de sus antiguos suegros, cargadas de veneno, no dejaban de golpear su mente. Pero nada, absolutamente nada, se comparaba con la sonrisa de Camila.
Esa sonrisa hipócrita, soberbia, llena de un falso aire de seguridad.
Elena aún la sentía como un puñal en la espalda.
Camila no se había quedado quieta. Apenas salieron de la sala, la mujer se escabulló con un teléfono en la mano, caminando con pasos rápidos y nerviosos hacia el pasillo lateral. Elena, desde lejos, la observaba. Su instinto le gritaba que algo se estaba cocinando, una jugada desesperada, algo que podía comprometerlo todo.
— No puedo perderlo… no ahora — murmuraba Camila en voz baja mientras hablaba al teléfono —. Haré lo