Mundo ficciónIniciar sesiónLa noche de graduación debía ser inolvidable para Lía… y lo fue, pero por las razones equivocadas. Mientras las luces del salón brillaban sobre los lujos de la familia Cancino, Lía comprendió que ella y sus amigas nunca habían sido sus iguales. No cuando Betty, la dueña de la fiesta, les dejó claro que ninguna estaba a la altura de sus hermanos. Humillada, herida y con el corazón secreto que guardaba por Jorge Cancino, Lía regresó a casa con una verdad que ardía más que cualquier insulto: su familia estaba al borde de la ruina, y el abogado que debía ayudarlos —Nicolás Cancino— era señalado por robar el dinero de la pensión de su padre. Desde esa noche, Lía hizo un juramento silencioso: acercarse a los Cancino… incluso si debía entrar a su mundo para destruirlos desde adentro. Pero nada salió como esperaba. Porque cuanto más se adentraba en la vida de esa familia poderosa, más difícil era distinguir el límite entre la venganza y el deseo. Entre el odio y la atracción. Entre lo que debía romper… y lo que empezaba a amar. Traiciones, secretos, amistad destruida y pasiones que jamás debieron nacer se cruzan en una historia donde una chica común desafía un imperio de lujo, mentiras y poder. Y en ese juego peligroso, Lía descubrirá que enamorarse del enemigo no solo es un pecado… es un arma que puede destruirla o convertirla en reina.
Leer másEl salón resplandecía bajo un techo de lámparas de cristal. Las mesas, vestidas de terciopelo, estaban rodeadas de flores blancas que perfumaban el aire. Todo había sido organizado por los Cancino, la familia más poderosa de la ciudad, para celebrar la graduación de su hija menor, Betty. Aquella noche no solo representaba el cierre de una etapa, sino también el comienzo de destinos que jamás volverían a cruzarse de la misma manera.
Las cuatro inseparables amigas compartían mesa, como siempre:
Betty, la dueña de la fiesta, envuelta en seda azul y con un aire de reina;
• Lía, sencilla y delicada, llevando un vestido prestado que no lograba opacar la belleza natural que la distinguía; • Verónica, atrevida y descarada, con un escote que atraía más miradas que las propias luces del salón; • Camila, discreta, la más callada, observando todo con sus ojos tranquilos.Los flashes se encendían mientras el señor Cancino levantaba su copa.
—Por mi hija Betty —proclamó con solemnidad—, y por todos ustedes, futuros hombres y mujeres de éxito.
El aplauso estalló en el salón, pero Lía casi no lo escuchó. Sus ojos estaban puestos en Jorge Cancino, el segundo hijo de la familia. Con su traje perfectamente entallado y ese aire serio, de hombre mayor y distante, él era el sueño silencioso que llevaba guardado desde hacía años.
Minutos antes se había atrevido a decirle:—Estás muy guapo esta noche, Jorge.
Él solo sonrió, cortés, sin palabras. Pero esa pequeña sonrisa bastó para hacerle temblar el corazón.
Tras el brindis, las amigas regresaron a la mesa. Entre risas nerviosas hablaron de la universidad, de los planes futuros y de reencontrarse algún día convertidas en mujeres exitosas. Todo era ligero… hasta que Verónica, fiel a su desparpajo, lanzó la frase que quebró la atmósfera:
—Oye, Betty… qué guapos son tus hermanos.
El comentario quedó suspendido en el aire.
Betty ladeó la cabeza y sonrió con ironía, como quien disfruta de un privilegio que las demás jamás alcanzarán.—Queridas, yo las quiero mucho —dijo acariciando su copa—, pero ustedes no están a la altura de mis hermanos. Ellos son Cancino… pertenecen a otra liga. Además, ya tienen novias, y muy pronto pisarán el altar.
El silencio cayó como un golpe seco.
Lía sintió cómo su corazón se desgarraba, como si aquellas palabras hubieran sido pronunciadas solo para herirla a ella.
Verónica apretó la mandíbula, herida en su orgullo. Camila guardó silencio, como siempre.La música volvió a sonar, la fiesta continuó, pero algo dentro de ellas se había roto. Esa noche, cada una regresó a casa con un sabor amargo, preguntándose si esa amistad era tan sólida como creían.
Lo que ninguna imaginaba era que aquella graduación marcaría no solo el fin de su juventud inocente, sino el comienzo de un peligroso juego de amores prohibidos, celos y traiciones… un juego que cambiaría sus vidas para siempre.
Lía se mordía el labio mientras Betty insistía en su tono dominante:
—Lo repito, chicas. Nadie se acerca a mis hermanos. No quiero líos.
Verónica y Camila asintieron, incómodas. Estaban acostumbradas a obedecer las reglas que Betty imponía. Pero en el corazón de Lía, esa orden encendió una chispa de rebeldía.
Su padre, Augusto, seguía esperando una pensión que nunca llegaba. Y Nicolás Cancino —abogado, respetado, arrogante— era señalado en rumores cada vez más fuertes por haber robado ese dinero.
Lía sentía la humillación de ver a su madre trabajar horas extra, mientras su futuro universitario se desvanecía. En cambio, en cada fiesta los Cancino exhibían una riqueza que, para ella, no les pertenecía.
Y allí estaba Nicolás Cancino, impecable, elegante, sonriendo como un falso príncipe.
Para Lía, no era más que un ladrón vestido de caballero.Esa noche, ya en la soledad de su cuarto, susurró:
—No me importa lo que diga Betty… llegaré hasta él, aunque tenga que jugarme todo.
Mientras la fiesta seguía, en su corazón se sembró un propósito que marcaría su destino:
acercarse a los Cancino… aunque fuera para destruirlos desde adentro.Lía tenía la cabeza hecha un enredo. Una pregunta la perseguía sin piedad: ¿y si su hija Lucía podía ser de Alexander? Solo imaginarlo le revolvía el estómago. No lo soportaría. Alexander no era un buen hombre; la había acosado, amenazado. No podía imaginar a su niña cerca de él, ni siquiera por un segundo.Tampoco lograba verse a sí misma aceptando que Jorge fuera el padre. Él siempre había sido un hombre serio, responsable, no un donjuán capaz de dejar un hijo botado. Esa idea simplemente no encajaba.Con el corazón latiéndole fuerte, decidió ir hasta la fiscalía donde llevaba su denuncia. Necesitaba que la justicia hiciera su parte, que Alexander terminara tras las rejas. Eso le daría tiempo para poner su vida en orden… y si le tocaba irse del país con su hija, lo haría sin dudar. De algo estaba segura: no permitiría que Lucía creciera al lado de ese hombre. Ni un minuto. Ni un parpadeo.En la fiscalía le notificaron a Lía que las investigaciones habían confirmado lo que ella siemp
Lía miró el documento, respiró hondo y, con un temblor en las manos, tomó el bolígrafo. Sintió que, al estampar su firma, estaba cambiando el rumbo de su vida para siempre.Lía se sintió distinta después de firmar. Aquel papel, más que un matrimonio, le pesaba como una armadura: protectora, pero fría. Sin embargo, había esperanza. Nicolás era un hombre respetable, un abogado con experiencia y poder; si alguien podía sacarla de ese laberinto de mentiras y temores, era él.Mientras observaba su firma junto a la de Nicolás, respiró profundo y se dijo a sí misma que todo saldría bien. Ahora, con la verdad del ADN y la protección legal del matrimonio, nadie podría arrebatarle a Lucía. Pero en el fondo, una sombra persistía: ¿qué pasaría cuando Jorge supiera lo que había hecho? ¿Y si este matrimonio que debía salvarla terminaba hundiéndola más?Lía miró por la ventana, y murmuró : —Por ti, mi amor… todo esto es por ti, mi princesa.Jorge, aún con la rabia contenida por lo ocurrido en cas
Lía se limpió las lágrimas con el dorso de la mano. Podía temblar, podía tener miedo, pero una cosa tenía clara: nadie le quitaría a su hija. Lucía era suya, sus hijos eran razón de vivir, su fuerza… ellos eran su único refugio.Sin embargo, su valentía se resquebrajó cuando el teléfono comenzó a sonar. Era Camila, su amiga, la misma doctora que había firmado el certificado falso que acreditaba que Lucía había nacido en aquella clínica, durante su turno.—Lía… —la voz de Camila sonaba nerviosa, al borde del llanto—. Tenemos un problema. Alguien está haciendo preguntas sobre ese registro. Si descubren la falsificación, nos hundimos las tres…Lía sintió que el suelo se le movía. —No puede ser —susurró—. No ahora…Cortó la llamada con el corazón acelerado. El miedo la paralizó por unos segundos, pero luego, como si una chispa de instinto maternal la empujara, tomó el teléfono nuevamente. Marcó el número de Nicolás Cancino.—Señor Nicolás… —dijo apenas él contestó—. He pensado lo q
Lía se llevó una mano al pecho, incapaz de pronunciar palabra. Todo a su alrededor pareció desvanecerse, y por un instante solo existieron ellos dos… y la verdad que acababa de cambiarlo todo.Lía lo miraba sin poder articular palabra. Sentía que el aire se le escapaba del pecho, como si una mano invisible la apretara por dentro.—¿Su… nieta? —susurró al fin, con la voz temblorosa—. ¿Qué está diciendo, señor Nicolás? Eso no puede ser…Nicolás asintió con firmeza. —Es la verdad, Lía. Mandé hacer una prueba de ADN. Los resultados son claros. Lucía comparte conmigo un veinticinco por ciento de coincidencia genética. No hay duda.Lía dio un paso atrás, apoyándose en la mesa para no caer. —No… no puede ser. ¿Por qué haría usted algo así sin avisarme? ¿Por qué meterse en nuestra vida?—Porque tenía sospechas —respondió él, conteniendo la emoción—. Desde que vi a la niña, sentí algo… era como ver a mi hija Betizia a esa edad. Tenía que hacerlo, tenía que saberlo.Lía lo observó en silenci
Ella intentó responder, pero él no la dejó hablar. —No sé qué te pasa, pero déjame en paz. ¡Yo jamás estuve contigo! ¿Entiendes? ¡Jamás! Nunca te quise, porque a mí me gustan las mujeres de verdad, las de mundo, las que saben vestir, las inteligentes, las que me hacen sentir orgulloso… no una como tú.Las palabras fueron como cuchillos. Lía se quedó callada, con el corazón en la garganta, sin poder decir nada. Ni siquiera tuvo tiempo de defenderse.Rafael cortó la llamada sin darle oportunidad de responder. El silencio que siguió fue ensordecedor. Ella bajó lentamente el teléfono, con la vista nublada por las lágrimas. Lucía se le acercó, sin entender, y Lía la abrazó fuerte, como si temiera perderla también.Mientras tanto, Rafael permanecía apoyado en su auto, respirando agitado, con la conciencia ardiendo. Sabía que había sido cruel. Pero se convencía una y otra vez de que era necesario, que lo hacía para mantener las apariencias… Aunque, en el fondo, algo dentro de él le gri
Betty rompió en llanto, desolada, mientras Rafael intentaba explicarse, sin encontrar palabras. Y Dayana, satisfecha, solo se reclinó en la silla, que ella misma había provocado.El silencio en la mesa era tan espeso que se podía cortar con un cuchillo. Rafael intentaba hablar, pero Betty no dejaba de llorar.—¡Eso no es cierto! —gritó él, poniéndose de pie—. ¡No sé de dónde sacas esas mentiras, Dayana!—Oh, vamos —replicó ella con sarcasmo—. Todos lo sabían menos nosotros, al parecer. Qué curioso, ¿no?Mary golpeó la mesa con fuerza. —¡Basta! —exclamó—. En esta casa no se toleran las mentiras. Rafael, si eso es cierto, te juro que no vuelves a poner un pie aquí.Betty, destrozada, salió corriendo al jardín con el rostro cubierto de lágrimas. Rafael fue tras ella, intentando explicarse, mientras Alexander trataba de calmar a su madre.Jorge, sin decir una palabra, se levantó de la mesa y caminó hacia el balcón. Dayana lo siguió, con una sonrisa apenas contenida.Cuando quedaron a










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