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Capítulo 4: ¿Con quién te acostaste?

Ceida se quedó paralizada, como si el alma se le hubiera congelado en el pecho. El dolor por la muerte de Augusto se mezcló con un nuevo golpe, inesperado, que la dejó sin aire.

—¿Tu hija…? —repitió, apenas un susurro, como si temiera escuchar la confirmación.

Lía sostuvo la mirada, aunque por dentro se deshacía en pedazos.

—Sí… su padre se fue. No quiso saber de nosotras.

El pasillo entero pareció estremecerse con esa mentira convertida en verdad. Y en ese instante, Libia, que había permanecido en silencio hasta ese instante, dio un paso al frente. Su rostro reflejaba desconcierto, incredulidad y una rabia contenida que no sabía a quién dirigir.

—¿Qué estás diciendo, Lía? —exclamó con la voz temblorosa, como si necesitara escuchar otra versión, cualquier cosa menos aquella verdad—. ¿Cómo que tu hija?

La mirada de Lía se nubló con lágrimas, pero no cedió. Abrazó a la pequeña contra su pecho, como si en aquel gesto quisiera darle legitimidad a la mentira.

—Es mía, Libia. No tienes que creerme, pero… es la verdad —murmuró, con una firmeza que no coincidía con el temblor de sus manos.

Libia soltó una risa amarga, mezcla de dolor e incredulidad.

—¡No lo puedo creer! ¿Y papá lo sabía? —Su voz se quebró, y sus ojos buscaron los de su madre, como si pidiera explicaciones que nadie podía darle.

Ceida, enmudecida, apretaba el pañuelo contra su boca, intentando contener un llanto que ya no le pertenecía. La revelación de Lía se había clavado como un puñal en el luto que recién comenzaban a vivir.

En medio del pasillo frío y desolado, la verdad y la mentira se mezclaban, y cada palabra de Lía abría una herida más profunda en aquella familia que apenas empezaba a desmoronarse.

comprendió que no solo había perdido a su padre: también había enterrado la inocencia de su vida.

Lía sabía que todo aquello era una gran mentira, pues ni siquiera ella comprendía quién era realmente aquella pequeña. De lo único que estaba segura era de que debía protegerla, aunque para hacerlo tuviera que cargar con un secreto imposible de sostener.

Ceida, su madre, estaba destrozada. El dolor por la muerte de Augusto se mezclaba con una herida nueva, más punzante aún: la supuesta traición de su hija. Creía que Lía, a quien había imaginado dedicada y juiciosa en sus estudios, había engañado a la familia. Ni siquiera se había graduado y ya regresaba a casa con una bebé en brazos, sin explicación, sin aviso, como si aquel peso hubiera caído sobre ellas de la noche a la mañana. Era demasiado para soportarlo.

Cuando regresaron a la casa, Ceida se encerró en su habitación, consumida por el duelo y la humillación, esperando el momento de enterrar a su esposo sin fuerzas para enfrentar más verdades.

Fue Libia quien estalló. Apenas quedaron a solas, descargó sobre su hermana la rabia contenida.

—¡Eres una insensata, Lía! —gritó con los ojos encendidos—. Una mala hija. ¿Cómo pudiste? ¿Con quién te acostaste para traer otra carga a esta familia?

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