Inicio / Romance / Mi Venganza Comenzó en su Cama / Capítulo 5: ¡Te Llamarás Lucía!
Capítulo 5: ¡Te Llamarás Lucía!

Cada palabra era un golpe más fuerte que el anterior. Lía permaneció en silencio, abrazada a la bebé, como si aquel diminuto ser fuera su único escudo contra el juicio de todos. Por dentro, se sentía desmoronarse, pero no podía confesar la verdad: ni siquiera ella sabía de dónde había salido aquella criatura.

El eco de las acusaciones de Libia llenaba la casa, tan sombría como un velorio anticipado. Afuera, la ciudad seguía su curso indiferente, pero dentro de esas paredes el peso de la mentira comenzaba a hundirlas a todas.

El día del entierro amaneció gris, como si el cielo mismo se negara a encender la luz sobre la tragedia de aquella familia. La casa se llenó de vecinos, parientes lejanos y conocidos que venían a despedir al profesor Augusto, un hombre respetado por su oficio y por su carácter sencillo.

El ataúd, cubierto de flores blancas, reposaba en la sala principal. Las velas ardían en silencio, y el olor del incienso se mezclaba con el llanto contenido de Ceida, que permanecía rígida en una silla, con el rostro demacrado y la mirada perdida.

Lía, sentada en un rincón, sostenía a la bebé contra su pecho. La criatura dormía tranquila, ajena al dolor que los rodeaba. Sin embargo, su sola presencia comenzó a despertar curiosidad entre los presentes.

—¿De quién es esa niña? —murmuró una vecina, inclinándose hacia otra.

—Dicen que es hija de Lía —respondió la otra, bajando la voz—. Y que el padre las abandonó.

—¡Dios mío! Con razón Ceida se ve tan destrozada…

Los murmullos se multiplicaron como fuego en hierba seca. Algunos miraban con compasión, otros con un dejo de reproche, como si aquella criatura representara una vergüenza inesperada en medio del luto.

Libia, de pie junto al ataúd, escuchaba los comentarios y sentía que cada palabra era una piedra lanzada contra su familia. Sus labios temblaban de rabia, pero no dijo nada. Solo miraba a Lía de reojo, como si su sola presencia con la niña fuera una ofensa al recuerdo de su padre.

Cuando llegó el momento de llevar el féretro al cementerio, Ceida se aferró al ataúd con un grito que desgarró a todos los presentes. Lía quiso acercarse para consolarla, pero el llanto de la bebé atrajo todas las miradas. El murmullo se volvió más fuerte, un murmullo que señalaba, que juzgaba, que susurraba verdades que no existían.

Y Lía, con el corazón hecho trizas, entendió que no solo había perdido a su padre: también había quedado marcada ante todos como la muchacha que regresó con un secreto que nadie perdonaría jamás.

Luego de enterrar a Augusto, padre y esposo, la casa quedó sumida en un silencio pesado, distinto al del luto: era el silencio de la ausencia, de la vida que seguía aunque nadie quisiera. Cada rincón parecía vacío, como si el alma del hogar se hubiera marchado junto con él.

La familia intentó volver a la realidad. Lía, obligada por la necesidad, comprendió que debía buscar un empleo para cubrir sus propios gastos, el derecho a grado en la universidad y, sobre todo, las necesidades de la pequeña, a quien, después de noches enteras de desvelo y ternura, decidió llamar Lucía. Ese nombre le sonó a luz, a esperanza, como un destello en medio de tanta oscuridad.

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