Capítulo 3: … Es Mi Hija.

Lía estaba devastada por la repentina muerte de su padre, pero en medio de aquel dolor debía hacerse cargo de la pequeña, esa niña desconocida que había viajado con ellos y cuya existencia la desconcertaba. No sabía quién era ni por qué Augusto la llevaba en el auto. Sin embargo, una idea comenzó a martillarle la cabeza: tal vez aquella criatura era hija de su padre con otra mujer, una madre ausente que los había dejado a los dos abandonados a su suerte.

El pensamiento le arrancó un suspiro amargo, pero sabía que no podía compartirlo con su madre; sería un golpe demasiado cruel. Ya tenía preparadas las palabras para cuando llegara la inevitable pregunta. Diría que la niña era su hija, y que el padre había desaparecido, dejando tras de sí nada más que silencio y desdicha.

El pasillo del hospital olía a desinfectante y a tristeza. El llanto de recién nacidos en otras salas se mezclaba con el silencio pesado que rodeaba a Lía. Tenía la bebé en brazos, pequeña y frágil, como un secreto que quemaba entre sus manos.

Entonces, la figura de su madre apareció al fondo del corredor. Venía desencajada, con los ojos enrojecidos por el llanto y la piel pálida de tanto dolor. Al verla, Lía sintió que el mundo se le desmoronaba otra vez.

—¿Dónde está tu padre? 

Preguntó la mujer, con la voz quebrada, como si aún se negara a aceptar lo inevitable.

Lía bajó los ojos y respondió casi como un susurro, apenas audible, pero suficiente para destrozar el corazón de las dos mujeres que la acompañaban.

—Mamá… papá ha muerto.

El silencio se rompió con un sollozo desgarrador. La madre se llevó las manos al rostro, tambaleante, mientras Libia, la hermana mayor, se abrazaba a ellas como buscando sostener lo insostenible. El dolor de las tres se hizo evidente, y así permanecieron fundidas en un abrazo desesperado, llorando juntas, aferrándose unas a otras como náufragas en medio de la tormenta.

Pero entonces, un gemido suave, casi imperceptible, se deslizó en el aire. Lía, instintivamente, se apartó del abrazo y dirigió la mirada hacia la bebé que dormía inquieta en el rincón del pasillo. La criatura movió los brazos con torpeza y volvió a emitir un llanto leve, como reclamando un lugar en aquella tragedia.

El rostro de su madre se endureció al notar la presencia de la niña. Libia, en cambio, frunció el ceño con desconcierto, incapaz de comprender.

—¿Y esa bebé? —preguntó su madre con un hilo de voz, entre lágrimas y sospechas—. ¿Qué hace aquí?

Lía sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Sabía que había llegado el momento de enfrentar la mentira que había decidido cargar. Bajó la mirada, apretando los labios, mientras el silencio se volvía insoportable.

—¿Y esa criatura? —insistió Ceida, con la voz tensa, un hilo de incredulidad y temor.

El corazón de Lía dio un vuelco. Sabía que aquel era el instante decisivo, el momento de pronunciar las palabras que había ensayado en su mente como un conjuro. Tragó saliva y, con voz baja pero firme, respondió:

—Mamá… es mi hija.

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