Capítulo 7: Los Enemigos.

Pero Lía, que hasta entonces permanecía con Lucía entre los brazos, sintió cómo un calor de rabia le subía por la garganta. Los recuerdos llegaron uno tras otro, nítidos como cuchillos: las interminables filas de profesores jubilados esperando sus pensiones, las promesas incumplidas, los rumores de dinero desaparecido, y sobre todo, el rostro altivo de Nicolás Cancino, el abogado que había jugado con las esperanzas de su padre.

Su respiración se aceleró.

—Sí, agente… —dijo finalmente, rompiendo el silencio—. Mi padre tenía un enemigo.

El hombre la miró con atención, tomando su libreta para anotar cada palabra.

—¿Quién?

Lía apretó los dientes, como si pronunciando ese nombre liberara algo más grande que ella.

—Los Cancino.

El agente frunció el ceño.

—¿La familia poderosa de esta ciudad?

—Ellos mismos. Mi padre confiaba en Nicolás Cancino para que le gestionara la pensión. Pero ese hombre robó el dinero de muchos profesores. Y todos lo saben, aunque nadie se atreve a decirlo en voz alta.

La voz de Lía temblaba, cargada de impotencia. El agente asintió lentamente, guardando silencio unos segundos, como quien recibe una pista crucial pero también peligrosa.

—Entiendo… —murmuró finalmente—. Investigaré esa línea. Pero necesito que sean cautelosas. Si lo que dice es cierto, se han metido con gente que sabe ocultar muy bien sus huellas.

La tensión en la sala se volvió insoportable. Ceida bajó la cabeza, llorando en silencio, mientras Lía acariciaba la cabecita de Lucía como si aquella niña fuera lo único que la mantenía en pie.

Lía, consumida por la rabia y la impotencia, nuevamente comenzó a maquinar en silencio una forma de acercarse a los Cancino. Si quería descubrir la verdad sobre la muerte de su padre, debía entrar en su mundo, aunque eso significara arriesgarlo todo.

Y entonces pensó en Jorge Cancino. Era un hombre interesante, de carácter reservado, pero con esa aura que siempre la había atraído, sobre todo desde el día de la graduación. Hacía poco se había separado de su esposa, y todos sabían que ahora estaba volcado por completo a los negocios de la familia, en especial a la prestigiosa firma Abogados Asociados Cancino.

Para Lía, él podía ser la llave. Si lograba conquistarlo, podría entrar en la familia desde adentro, conocer sus secretos, descubrir lo que realmente habían hecho con el dinero de los profesores… y quizá, encontrar la verdad detrás de la muerte de Augusto.

La idea era peligrosa, casi un sacrilegio, pero a Lía no le temblaba el pulso: estaba dispuesta a usar el corazón como su arma más letal.

Lía había estudiado Derecho con sacrificio, pero aún no se graduaba. El título, su sueño más anhelado, seguía detenido por la falta de dinero para pagar el derecho de grado. Mientras tanto, la vida la obligaba a ser práctica: debía mantener a su madre y a la pequeña Lucía.

Fue así como se enteró de unas vacantes en el Juzgado para trabajar como secretaria. No era el puesto con el que siempre había soñado, pero el salario representaba una oportunidad que no podía despreciar.

Aceptó el empleo sin dudarlo, convencida de que aquel era solo un peldaño más en el camino hacia sus verdaderas metas. Allí, entre expedientes polvorientos, abogados arrogantes y magistrados indolentes, Lía comprendió que el mundo de la justicia estaba tan lleno de sombras como la tragedia que había marcado su vida.

Cada día en el juzgado reforzaba en ella un mismo pensamiento: si quería descubrir la verdad detrás de la muerte de su padre y enfrentar a los Cancino, debía ser paciente y estratégica. Su nuevo empleo no era un retroceso, sino el inicio de un camino donde podría acercarse a quienes algún día tendría que destruir.

Ceida, a regañadientes, se hacía cargo de la pequeña Lucía. Lo hacía solo porque Lía trabajaba; de lo contrario, ya se lo había dicho, no estaba dispuesta a criar otra hija de su hija. Esa frialdad pesaba en el corazón de Lía cada vez que salía de casa rumbo al juzgado.

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