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Capítulo 6: Un Accidente Provocado.

Ceida, su madre, apenas le dirigía la palabra. Solo lo indispensable: un “pásame la sal”, un “cierra la puerta”, un “acuéstala ya”. El dolor la había endurecido y la desconfianza hacia su hija la mantenía distante, como si con el silencio quisiera castigarla más que con cualquier reproche.

Libia, por su parte, no tardó en marcharse. Se fue a vivir con su novio, harta de los conflictos y de lo que ella llamaba “la vergüenza de Lía”. Con su partida, la casa quedó aún más sola, reducida a tres presencias: Ceida, la madre herida; Lía, la hija marcada por la mentira; y Lucía, la bebé que nadie sabía de dónde había llegado, pero que ya era el centro de todo.

Las noches eran las más duras. Mientras arrullaba a Lucía, Lía pensaba en su padre, en la carga de aquella mentira y en el futuro incierto que debía construir con las pocas fuerzas que le quedaban. No sabía cómo, pero en su corazón juraba proteger a esa niña, aunque tuviera que cargar con todo el peso del mundo.

Una tarde, mientras Lía se esforzaba en la mesa del comedor por organizar su currículum y soñar con la posibilidad de un empleo, un golpe seco en la puerta interrumpió sus pensamientos. Al abrir, se encontró con un hombre de porte serio, traje oscuro y una carpeta bajo el brazo.

—¿La familia de Augusto Ramírez? —preguntó con voz grave.

Ceida, que estaba en la cocina, salió al pasillo y asintió con desconfianza.

—Soy el agente Herrera, de la Policía de Investigación. Necesito hablar con ustedes —dijo, mostrando su credencial.

El ambiente se tensó de inmediato. Invitaron al hombre a pasar, y el silencio se hizo tan denso que hasta el llanto de Lucía pareció apagarse.

—He venido a informarles —comenzó, abriendo la carpeta— que tras los peritajes realizados al vehículo en el que viajaba don Augusto, encontramos irregularidades. El accidente no fue producto de un descuido.

Los ojos de Lía se abrieron de par en par, mientras su madre se llevó la mano al pecho, temblorosa.

—¿Qué está diciendo, agente? susurró Ceida, casi sin voz.

El hombre los miró con seriedad antes de pronunciar las palabras que desgarrarían la calma del hogar:

—Los frenos habían sido cortados. Todo indica que el accidente fue provocado. Estamos frente a un posible homicidio, y la investigación apenas comienza.

El silencio cayó como una losa. Lía sintió que la habitación daba vueltas, mientras su madre murmuraba una oración entre lágrimas. La verdad golpeaba con violencia: no solo habían perdido a Augusto en un accidente trágico… alguien lo había querido muerto.

El agente Herrera cerró la carpeta y, con gesto grave, apoyó los codos sobre la mesa. Su mirada recorría cada rincón del modesto comedor como si quisiera encontrar respuestas escondidas en las paredes.

—Necesito que sean sinceras conmigo —dijo, con voz firme pero no hostil—. ¿Don Augusto tenía enemigos? ¿Algún conflicto reciente? ¿Alguien que pudiera querer hacerle daño?

Ceida se quedó en silencio, petrificada, como si aquellas palabras la hubieran vaciado por dentro. Apenas alcanzó a murmurar:

—Él era un buen hombre… un profesor, un padre de familia… No, no, no… nadie querría lastimarlo.

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