Ceida, su madre, apenas le dirigía la palabra. Solo lo indispensable: un “pásame la sal”, un “cierra la puerta”, un “acuéstala ya”. El dolor la había endurecido y la desconfianza hacia su hija la mantenía distante, como si con el silencio quisiera castigarla más que con cualquier reproche.Libia, por su parte, no tardó en marcharse. Se fue a vivir con su novio, harta de los conflictos y de lo que ella llamaba “la vergüenza de Lía”. Con su partida, la casa quedó aún más sola, reducida a tres presencias: Ceida, la madre herida; Lía, la hija marcada por la mentira; y Lucía, la bebé que nadie sabía de dónde había llegado, pero que ya era el centro de todo.Las noches eran las más duras. Mientras arrullaba a Lucía, Lía pensaba en su padre, en la carga de aquella mentira y en el futuro incierto que debía construir con las pocas fuerzas que le quedaban. No sabía cómo, pero en su corazón juraba proteger a esa niña, aunque tuviera que cargar con todo el peso del mundo.Una tarde, mientras Lía
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