Mundo ficciónIniciar sesiónLo único bueno de su aburrida y pobre vida era aquel secreto que le devolvía el aire: en la universidad había conocido a un hombre guapo e interesante, mucho mayor que ella. Era profesor Rafael, y aunque al principio solo intercambiaban miradas fugaces en los pasillos, pronto se habían atrevido a salir un par de veces. Aquellas citas, sencillas y discretas, habían emocionado el corazón de Lía como nada en mucho tiempo. No era amor todavía, pero sí una esperanza distinta, un respiro en medio de tantas carencias.
Tras abrazar a su padre con la fuerza de quien necesita sentirse en casa, se acomodó en el asiento trasero del taxi. Fue entonces cuando su mirada se detuvo en algo inesperado: una silla para bebés. Dentro, profundamente dormida, descansaba una pequeña criatura de mejillas sonrosadas.
Lía frunció el ceño, sorprendida. Se inclinó un poco para observarla mejor y notó el delicado color rosa de su ropita, la cinta diminuta en su cabeza. Una niña.
—¿Papá…? —preguntó en voz baja, con una mezcla de curiosidad y desconcierto—. ¿Y esta bebé?
El hombre al volante se removió incómodo, apretando el timón con las manos ásperas. No respondió de inmediato.
El silencio en aquel taxi pareció eterno. La respiración tranquila de la niña era el único sonido que flotaba en el aire, mientras el corazón de Lía empezaba a latir más rápido, anticipando que la respuesta de su padre cambiaría más de lo que ella imaginaba.
Cuando Augusto miró hacia atrás para responder la pregunta de su hija y explicar de qué bebé se trataba, el destino jugó su carta más cruel. El volante se le escapó de las manos, el taxi dio un brusco giro y, en un instante de horror, se salió de la vía para estrellarse contra un poste de luz.
El sonido del metal retorciéndose sacudió el silencio de la tarde. Lía sintió el golpe en todo el cuerpo, mientras sus manos se aferraban al asiento con desesperación. La pequeña en la silla infantil lloró con un gemido débil, apenas herida. Ella y la bebé habían sufrido solo golpes, pero su padre… Augusto no corrió la misma suerte. Su cabeza se había golpeado contra el vidrio, y su respiración se volvía cada vez más frágil, como una llama que se apaga con el viento.
Los vecinos corrieron, alguien gritó pidiendo ayuda, y pronto una ambulancia los condujo al hospital. El mundo de Lía se desmoronaba segundo a segundo, mientras apretaba la mano de su padre en el trayecto, rogando que no la soltara.
Pero Augusto no resistió. Su corazón se apagó en aquella clínica fría, y con él, se fue también la única certeza que sostenía la vida de Lía. Quedó en shock, con los ojos perdidos, sin comprender aún que su mundo había cambiado para siempre.
Y allí, en medio del luto recién nacido, la pregunta sobre aquella bebé desconocida comenzó a crecer como una sombra. ¿Quién era? ¿Qué significaba su presencia en el taxi de su padre en el momento de la tragedia?
El misterio apenas comenzaba.







