Mundo ficciónIniciar sesiónEl empleo, lejos de darle tranquilidad, se había convertido en una tortura. Su jefe, el juez Urrego, un hombre de más de sesenta años, era un acosador disfrazado de autoridad. A todas las chicas les lanzaba bromas pesadas, y cuando pasaba junto a ellas, encontraba cualquier excusa para rozarlas con descaro. Muchas sonreían con nerviosismo, fingiendo simpatía por miedo a perder su trabajo, pero Lía no estaba dispuesta a tolerar aquel asco disfrazado de poder.
Una tarde, incapaz de callar más, le confesó a Rafael, su profesor y la ilusión que había despertado en ella desde la universidad, lo que estaba viviendo en el juzgado. Habían salido a cenar, y ella, con el corazón en la garganta, le relató el acoso del juez.
Rafael la escuchó con gesto serio, pero su respuesta cayó como un balde de agua helada:
—Lía… si quieres salir adelante, tienes que soportar ciertas cosas. Así funciona este mundo.
El comentario la hirió como un látigo. Sintió que su confianza en él se desplomaba en un segundo. Aun así, no quiso dañar la velada con una discusión, aunque en el fondo la cita ya estaba arruinada.
La decepción fue mayor cuando llegó la cuenta. Rafael pagó únicamente lo que él había consumido, dejando a Lía con la incomodidad de cubrir el resto. Mientras buscaba en su bolso las monedas que llevaba, lo observó con una mezcla de rabia y tristeza. ¿Era realmente tan tacaño? ¿O simplemente no le importaba lo suficiente como para tratarla con dignidad? En fin, no le quedó de otra que pagar lo que había consumido, mientras Rafael se pasó toda la cena mirando su móvil, algo que de verdad irritaba a Lia.
Al regresar a casa, Lía comprendió que tal vez Rafael no era el hombre que ella había idealizado. Quizás ya tenía otra relación, o quizás nunca había estado realmente interesado en ella.
Lía se encontraba organizando carpetas, ansiosa por terminar la jornada laboral. Estaba agachada cuando escuchó el sonido inconfundible de los pasos del juez Urrego acercándose. De inmediato, se incorporó rápidamente y, con cautela, se colocó detrás de su escritorio para evitar el contacto indeseado.
El hombre sonrió con esa mueca cínica que tanto la repelía y, sin disimulo, extendió la mano para tocarla. Lía se movió hacia un lado, esquivándolo. El juez insistió, y lo que comenzó como un forcejeo se transformó en una grotesca persecución alrededor del escritorio: ella huyendo para defender su dignidad, él persiguiéndola con el descaro propio de quien se sabe poderoso.
Hasta que Lía, agotada y llena de rabia, se detuvo en seco y lo empujó con fuerza.
—¡Basta! —exclamó, con la voz quebrada por la ira.
El juez, sorprendido por la resistencia, perdió el equilibrio y casi cayó sobre una silla. Su rostro enrojeció de furia.
—¡Eres una insolente! —gritó—. ¡Estás despedida! Y te advierto, nadie te volverá a contratar si digo lo que realmente eres.
Lía sintió la humillación como un golpe en el pecho, pero también el alivio de haberse librado de aquel verdugo disfrazado de juez.
Ya en la calle, con el corazón agitado, llamó a Verónica, su vieja amiga, con quien aún mantenía contacto de vez en cuando. Entre lágrimas le contó lo sucedido. Verónica, indignada, no dudó en invitarla a una copa en un lugar cercano y agradable, con la intención de sacarla del pozo de tristeza en el que estaba cayendo.
Lía aceptó. Sabía que necesitaba hablar, distraerse, olvidar por unas horas. Y, aunque le costaba admitirlo, también decidió llamar a Rafael, a quien en su interior había empezado a apodar “el tacaño”. Lo consideraba un mal necesario: no le daba amor ni seguridad, pero al menos le ofrecía compañía para no sentirse sola.







