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Capítulo 9: Todas, Menos Ella.

Lía llegó al bar con el corazón cargado de ansiedad y tristeza. Apenas cruzó la puerta, distinguió a Verónica sentada en una mesa junto a la ventana. El tiempo parecía no haber pasado para ella: elegante, segura, con esa chispa de descaro que siempre la había caracterizado.

Al encontrarse, se abrazaron con fuerza. Hacía cinco años que no se veían, aunque mantenían contacto por teléfono. El abrazo fue largo, lleno de nostalgia, como si intentaran recuperar en segundos todo el tiempo perdido.

Las copas llegaron, y con ellas las risas y las confidencias. Hablaron de todo: del pasado, de la universidad, de los amores que habían tenido y perdido. En medio de la conversación, resurgió aquella promesa que habían hecho en la adolescencia, casi como un juego: reencontrarse a los veinticinco años, cuando cada una ya fuera una mujer hecha y derecha, profesional, con un trabajo estable, una casa y un auto.

Verónica reía recordándolo, pero para Lía, el recuerdo se clavó como un cuchillo. Todas sus amigas habían cumplido aquel sueño: Verónica ahora trabajaba en una firma importante, Betty gozaba de los privilegios de su familia, y hasta la callada Camila había logrado cierta estabilidad. Todas, menos ella.

Con el alma encogida, Lía ocultó tras una sonrisa el peso de su decepción. Su vida parecía un rompecabezas incompleto: sin título, sin trabajo, con una niña que nadie entendía de dónde había salido y con un futuro que se le escapaba de las manos.

Aquella promesa que alguna vez las unió, ahora le recordaba con crueldad lo lejos que estaba de la vida que había soñado.

Rafael llegó al bar minutos después. Saludó con cortesía, apenas un beso en la mejilla, como si Lía no fuera más que una conocida más. Ella, que esperaba al menos un gesto cercano, sintió un vacío en el pecho. Aquella distancia la descolocó, y para disimular su incomodidad empezó a beber más de lo debido. El licor, cálido y traicionero, comenzó a marearla.

De pronto, un estallido de risas y bullicio llenó el lugar. Al voltear hacia la entrada, tanto Lía como Verónica quedaron sorprendidas: eran los Cancino. Betty, impecable como siempre; Jorge, elegante y distante; Alexander, el mayor de los hermanos; y varios jóvenes más, acompañados de amigos y mujeres que ellas no conocían.

El corazón de Lía dio un vuelco. La sangre le ardió con una mezcla de rabia y obsesión.

—Quiero hablar con ellos —dijo de pronto, levantándose de su asiento con decisión.

Verónica la sujetó del brazo.

—¡Estás loca, Lía! —susurró con firmeza—. Se nota que están celebrando algo entre amigos. Vas a parecer una entrometida.

Pero Lía no la escuchó. Su mirada estaba fija en Jorge Cancino, y nada, ni las advertencias de su amiga ni la indiferencia de Rafael, la detendrían. Sabía que aquel momento podía ser la oportunidad de acercarse al círculo de los Cancino, aunque tuviera que forzar la entrada en un mundo que no le pertenecía.

Con paso inseguro, mareada por el licor pero sostenida por su determinación, comenzó a caminar hacia ellos.

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