Irina, una joven de espíritu noble, cree haber encontrado la felicidad en su vida de esposa obediente y señora de una hacienda. Pero su mundo que parece perfecto, lleno de flores y tranquilidad… se tambalea cuando a su vida llega un seductor heredero que, disfrazado de capataz, se infiltra en la hacienda con intenciones ocultas y termina siendo víctima de un amor que no esperaba. Irina cae rendida ante su encanto, y juntos viven una pasión prohibida que los consume. Cuando planean escapar, y dejar atrás las apariencias para comenzar una vida sin cadenas, el esposo de Irina descubre la verdad y frustra la huida, manipulando los hechos para separar a los amantes. Herido y lleno de rencor, Orlando regresa a su hogar y acepta el papel que tanto tiempo rechazó: ser el heredero de una poderosa fortuna. Pero no lo hace por ambición… lo hace por venganza. Porque la mujer que lo hizo amar como nunca, también fue la que, en sus ojos, lo traicionó. Lo que era amor, se convierte en odio. Y Orlando solo tiene una cosa en la mente: "Si no pudo ser mía por amor… será mía por poder”
Leer másOrlando Montes de Oca, provenía de una de las familias más acaudaladas de la capital mexicana. Era el único heredero del emporio de bancos agrícolas Montes de Oca, y su vida entera se había construido sobre lujos, excesos y libertades desmedidas. No tenía límites. No los conocía.
Todas las noches se sumergía en el resplandor de los antros más exclusivos, acompañado de copas caras, risas huecas y mujeres que no recordaba al día siguiente.
Y cuando salía el sol, Orlando apenas se dignaba a abrir los ojos. Dormía hasta tarde, evadiendo cualquier responsabilidad como si fuera una plaga.
Su padre, don Aurelio Montes de Oca, lo observaba con una mezcla de decepción y desesperanza.
—Este muchacho va a acabar enterrándome antes de tiempo —gruñía entre dientes, cada vez que llegaban reportes del más reciente escándalo.
Había intentado todo: amenazas, sermones, sobornos emocionales, incluso una breve internación en Europa bajo el pretexto de "rehabilitación de la imagen". Pero nada funcionaba. Y su última carta estaba por jugarse.
—Te vas a los Estados Unidos a estudiar otra carrera —le soltó una mañana, seco como un balazo—. Y si no, te olvidas de mi apellido y de mi fortuna. Escoge.
Orlando apenas alzó una ceja, aún en bata de seda, con el cigarro sin encender colgando de sus labios.
—Otra carrera, papá… ya tengo un título, ¿para qué quiero otro? ¿Para colgarlo en el baño?
Don Aurelio se puso rojo de furia.
—Entonces hazte cargo del negocio familiar —ordenó, clavando los ojos en él como si esperara por fin una muestra de madurez.
Orlando soltó una carcajada seca.
—¿Hacerme cargo? Ni loco. Viejo, ni voy a estudiar otra carrera, ni voy a convertirme en tu esclavo con corbata. ¿O qué, crees que nací para firmar papeles y seguir tus órdenes?
El rostro del padre se endureció, pero Orlando no bajó la mirada.
—Vamos, aún estás lo bastante joven como para seguir firmando cheques, ¿no lo crees, padre?
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Justo ese día, en un semáforo cualquiera, Orlando vio a una mujer de pie, con un ramo de flores en los brazos y la mirada cansada de quien ha madrugado todos los días de su vida. Y rió para sus adentro.
—Linda, ¿cuánto por ese ramo? —le preguntó desde su auto lujoso, con una sonrisa pícara.
—Doscientos, señor —respondió ella, nerviosa, sin saber si mirar el ramo o el rostro de él.
Volvió. Una, dos, tres veces. Y aunque ella creyó que era el destino —o al menos un golpe de suerte— Orlando sólo buscaba algo más que un ramo. Buscaba una excusa para molestar. A su padre. Al mundo. A sí mismo.
Y entonces se le ocurrió la idea.
—¿Casarte con una florera? ¿Estás enfermo? —gritó don Aurelio, con el rostro desencajado, al verlo entrar con aquella mujer vestida con las mismas ropas modestas con las que vendía en la calle.
—Ya está hecho, papá. Por lo civil. Tengo el acta. Y no te preocupes, firmó un contrato. Todo se anula cuando yo diga —respondió Orlando, con una sonrisa maliciosa.
—¡Imbécil! —Don Aurelio le lanzó el primer cenicero de mármol que tuvo al alcance—. ¡Desde hoy no eres mi hijo! ¡Al menos que vengas dispuesto a seguir mis reglas, no verás ni un solo peso de mi parte!
—¿De verdad me estás desheredando por una mujer? —ironizó Orlando, quitándose con calma una hoja del ramo que aún llevaba la chica.
—¡No! ¡Te estoy desheredando porque eres un parásito! ¡Y me da asco ver cómo arrastras a esta pobre mujer en tu circo personal!
La joven, que hasta ese momento creía haber encontrado al príncipe que la sacaría de la pobreza, se dio cuenta de que no era más que una pieza en el ajedrez caprichoso de un niño rico.
—¿Esto… es lo que soy para ti? —le susurró a Orlando, con los ojos empañados— ¿Una excusa para joder a tu papá?
Pero él ni siquiera se inmutó. Se encogió de hombros, riendo por lo bajo.
—Tranquila, firmaste un contrato, ¿no? Esto es solo temporal.
Ella tragó saliva, sintiendo cómo el mundo que apenas comenzaba a imaginar se desmoronaba ante sus pies.
Don Aurelio no esperó más. Ordenó a los guardias de la casa que los sacaran inmediatamente. Y mientras los escoltaban a la calle, él se quedó de pie, temblando de rabia.
—Cuando la resaca de tu idiotez pase, no vengas arrastrándote. Aquí ya no tienes casa. Ya no tienes nada.
Orlando caminó hacia su coche, aún sonriente, como si todo fuera parte de una gran broma. Encendió el motor, mirando de reojo a la mujer sentada en el asiento del copiloto, que ya no tenía flores, ni sonrisa, ni esperanza.
—No te preocupes —le dijo él, como quien calma a una mascota—. Mi papá hace esto siempre. Se le pasa rápido. Vamos a un hotel. Mañana él enviará a uno de sus empleados por mí.
La muchacha lo miró con ilusión. En su mundo, aquello sonaba a promesa de una vida diferente, de lujo, de cuentos que no terminaban mal. Sonrió, creyendo que todo lo malo había quedado atrás, y lo siguió sin cuestionar nada.
El hotel era un cinco estrellas en pleno corazón de la ciudad. Mármol blanco, recepcionistas uniformados, y una fuente que danzaba en medio del lobby. Ella miraba todo como si entrara a un palacio.
Pero bastaron cinco palabras para derrumbarlo todo.
—Señor, su tarjeta fue cancelada.
Orlando frunció el ceño, irritado como si le hubieran dicho que el sol no iba a salir al día siguiente.
—¿Qué demonios dice? Prueba otra vez. Esas terminales siempre fallan —espetó con desprecio, y sacó de su cartera no una, sino ocho tarjetas—. Mira, usa cualquiera de estas.
Las dejó caer sobre el mostrador como quien lanza monedas a una fuente, esperando un deseo cumplido. El recepcionista revisó una por una, metódico, incómodo. Y al final, las devolvió todas.
—Todas fueron rechazadas, señor.
El silencio fue brutal. Ella lo miró, sin entender. Orlando respiró hondo, y por primera vez, sintió algo que desconocía: vergüenza. No dijo más. Solo tomó las tarjetas y salió con ella detrás, en silencio.
Acudió a uno de sus amigos de fiesta, de esos que se reían de cualquier cosa siempre y cuando hubiese tequila de por medio. Lo acogió, sí, pero solo por tres días. A la semana, ya la sonrisa de cortesía se había vuelto una mueca.
Mientras tanto, don Aurelio Montes de Oca no se dignó a llamar. Ni un mensaje, ni una amenaza, ni un insulto. El silencio era su forma más cruel de desprecio.
Orlando, acostumbrado a tener todo sin mover un dedo, se vio obligado a salir al mundo real. Buscó trabajo. En bancos, agencias, empresas de tecnología, bufetes de abogados… su título universitario servía apenas como posavasos.
Lo miraban, lo reconocían, y luego bajaban la voz:
—Es el hijo de don Aurelio… mejor no.
Y si algún empresario osaba darle una oportunidad, pronto recibía una llamada anónima, una advertencia. Su padre se encargaba de sabotear cualquier intento de independencia.
—¿Qué esperabas? —le soltó su amigo, harto ya del parásito que se había instalado en su sofá—. Viviste del nombre de tu padre toda tu vida, y ahora lo tienes en contra. No vales nada sin él.
Orlando callaba. Mordía su orgullo como una piedra.
Una tarde, mientras fumaba sentado en la banqueta, su amigo se le acercó con una cerveza en la mano y una expresión de resignación.
—Tengo a un conocido en Tijuana… tiene una hacienda muy grande, necesita un capataz. No está mal pagado, y al menos tendrás casa y comida. Además… será un respiro lejos de esta ciudad, y tal vez, tu viejo se calme si no te ve rondando.
—¿Un qué? ¿Capataz? —Orlando torció la boca como si le hubieran dicho que debía convertirse en campesino—. ¿Qué hace un capataz?
—Pues… trabajar. Supervisar obreros, controlar producción, ver ganado. No es un spa —dijo el amigo, medio en broma, medio en serio—. Pero sirve para que tú y esa mujer salgan de aquí. Dos meses aguantándolos es demasiado.
Orlando no lo admitía, pero la convivencia con su esposa —esa muchacha de mirada dulce que una vez vendía flores— ya le resultaba asfixiante. Desde que se convirtió en “señora de Montes de Oca”, había dejado de trabajar.
—Ya no necesito vender flores —le decía—. Me avergüenza que me vean en la calle ahora que soy una señora.
Y él pensaba: ¿señora de qué, si ni casa tengo?
Las discusiones se habían vuelto rutina. Ella lloraba. Él gritaba. Y ambos se culpaban mutuamente por estar donde estaban. Pero ella no lo dejaba. Seguía a su lado como si aún esperara que la pesadilla terminara.
Y entonces, Orlando tomó una decisión.
—Dile a tu amigo que acepto —dijo, casi con satisfacción cínica—. Nada puede ser peor que seguir al lado de esa mujer.
Cinco meses más tarde.Irina había logrado que al fin Orlando le diera empleo, y por más que peleó para que la dejase trabajar en conserjería, él no quiso, sino que la hizo trabajar a su lado y aprender todo el mecanismo de la empresa para luego, cuando esté lista, darle un cargo importante.Noemí y ella cada día forjaban una relación hermosa, e igual Lucrecia, que por más que Noemí le pidió no estar metida en la cocina, no quiso, sino que las arrastró a ella y a Mariana a aprender a cocinar por petición de Irina, que también quiso aprender para sorprender a su esposo. Fernando no cabía de felicidad tras ver cómo su mujer había cambiado tanto para bien. Pensaba que Irina estaba haciendo maravillas.Ramón llamaba todos los días a Mariana, quien estudiaba también en el país, mientras él estaba en Estados Unidos estudiando una especialidad.Liseth estaba con los preparativos de su boda, pero no dejaba de visitar a Irina, haciéndola partícipe de los preparativos también.Lucrecia estaba s
Cuando ella abrió la puerta de la habitación, también quedó encantada. Lo único que le desagradaba de toda esa decoración eran las alfombras de las pieles de esos pobres animalitos, porque delante de la silla de una peinadora había una elaborada de piel de búfalo. Parecía suave; incluso no niega que quiso quitarse los zapatos e ir a comprobarlo, pero no le gustaba el sacrificio de esos animales.—¿Quieres que quiten las alfombras? —preguntó Orlando cuando notó su mirada fija.—Igual no dejarán de sacrificarlos para ponerlos de tapete —respiró profundamente—. Es una lástima.—Ven aquí, deja de estar triste por eso, vinimos aquí a disfrutar nuestra luna de miel —le rodeó la cintura con ambas manos y le dio un beso casto en los labios—.—Ve a ponerte un bikini, vamos al jacuzzi —ella arrugó la frente; no había visto un jacuzzi en el lugar.—Está en el baño —Orlando rió.—No, mira por ese ventanal —señaló una pared de ventana que estaba cubierta por dos cortinas grandes. Irina se acercó y
Subió el cañón a su boca, cerró los ojos, soltó varias lágrimas y tiró del gatillo, cayendo sin vida sobre los papeles esparcidos en el escritorio. Patricia, que estaba en el salón, soltó un grito. Gregorio y ella corrieron a mirar, llevándose la desagradable sorpresa de que Miguel había acabado con su vida, dejándolos a ellos dos a la deriva.En la hacienda vecina se escuchó el disparo, pero nadie le prestó atención; continuaron con su tarde en familia, haciendo un asado para alegrarle el momento a Irina.Al día siguiente, a Irina le llegó la noticia de la muerte de Miguel, y aunque el mundo dijera que era mala o tal vez cruel, la señora sorprendió a todos vistiéndose de rojo: tanto su vestido como su pintalabios y sus uñas estaban totalmente de rojo carmesí.Destapó una botella de champán y, aunque no realizó una fiesta despampanante, celebró.—Que Dios me perdone si estoy cometiendo un pecado, pero es lo que siente mi corazón —dijo, alzando una copa al aire—. ¡Salud!Luego de lo su
Irina ya había llegado a su lado y, aunque Orlando se acercó a detenerla, ella le pidió sin emitir sonido:—Por favor —solo movió los labios, fue un ruego sin palabras.Entonces, cuando estuvo cerca de Miguel, le dio una bofetada que él no vio venir, y a pesar de su debilidad le pegó fuerte; sonó en el lugar. La indignación le dio mucha fuerza.—Nunca con tu sucia y asquerosa boca vuelvas a dirigirme la palabra. Eres el ser más despreciable de este mundo. Personas como tú no deben nacer; te odio con toda mi alma. Nunca había sentido tanto rencor por alguien como lo siento por ti. Ahora te pido que te largues y no me vuelvas a molestar más con tu desagradable presencia. Evítame el dolor de ver tu cara. Ya me has robado demasiado, y si estás feliz de escuchar que me destruiste, pues celebra, Miguel Martínez, debes celebrar en grande, me has despedazado —Miguel se quedó pasmado. Había visto desagrado en el rostro de Irina, pero ahora pudo sentir su odio crudo. Esas palabras calaron hondo
Narrador.Cuatro horas después.Irina estaba despertando de la anestesia que le habían administrado. Estaba tan agitada que los doctores prefirieron sedarla por completo, porque de otro modo no habrían podido realizar el legrado para retirarle el feto de su útero.Orlando estaba sentado a su lado, sosteniendo su mano con la cabeza agachada, llorando desconsolado, y cuando la sintió despertar no quiso mirarla a los ojos. No tenía el valor; le costaba hacerlo porque no quería verla más destruida. Y si la pena que él sentía era desgarrante, el dolor que Irina iba a sentir sería mucho peor.Irina se tocó el vientre.—Mi bebé, dime que fue un mal sueño… dímelo, por favor —le pidió desesperada, y como Orlando no levantaba la cabeza para mirarla— gritó con fuerza —responde… dime, no me hagas sufrir —ella sintió un ardor en el pecho que le quemaba y forzó su cuerpo para levantarse, sintiendo que de la cintura hacia abajo estaba molido.Orlando, en un acto desesperado, la abrazó y un llanto in
Narra Irina.Durante el proceso de la prueba sentí una pequeña molestia, pero gracias al cielo ya estoy mejor. He pensado que tal vez fueron los nervios los que me hicieron sentir que la doctora fue brusca.Me giré entre los brazos de mi esposo y lo miré dormido, con su pelo alborotado y aun así se veía hermoso.—Cariño, duerme un poco, todavía es temprano —me sorprendió saber que estaba despierto; me habló con los ojos cerrados.—¿Tú no estabas durmiendo?—Tengo el sueño liviano, y mi mujer se mueve mucho —abrí los ojos de más.—Qué romántico eres, esposo mío —bromeé, fingiendo estar ofendida, y él me miró con una sonrisa pícara. Me atrajo más hacia él, pegando mi cabeza a sus pectorales desnudos, y me dejó un beso en la coronilla de la cabeza.—Estaba bromeando, amor —me dijo cauteloso, y en respuesta le pasé la lengua por el pecho.—Yo también bromeaba —le respondí sin dejar de darle besos pausados, sintiendo cómo mi libido aumentaba, y fui subiendo mis labios a su cuello, trazando
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