Irina, una joven de espíritu noble, cree haber encontrado la felicidad en su vida de esposa obediente y señora de una hacienda. Pero su mundo que parece perfecto, lleno de flores y tranquilidad… se tambalea cuando a su vida llega un seductor heredero que, disfrazado de capataz, se infiltra en la hacienda con intenciones ocultas y termina siendo víctima de un amor que no esperaba. Irina cae rendida ante su encanto, y juntos viven una pasión prohibida que los consume. Cuando planean escapar, y dejar atrás las apariencias para comenzar una vida sin cadenas, el esposo de Irina descubre la verdad y frustra la huida, manipulando los hechos para separar a los amantes. Herido y lleno de rencor, Orlando regresa a su hogar y acepta el papel que tanto tiempo rechazó: ser el heredero de una poderosa fortuna. Pero no lo hace por ambición… lo hace por venganza. Porque la mujer que lo hizo amar como nunca, también fue la que, en sus ojos, lo traicionó. Lo que era amor, se convierte en odio. Y Orlando solo tiene una cosa en la mente: "Si no pudo ser mía por amor… será mía por poder”
Leer másNarrador.—No, jefe. Esta ropa me la regaló un primo. Perdí todas mis pertenencias y… bueno, es lo único que tengo decente —dijo, bajando la mirada con falsa humildad—. Y sobre la hora, me disculpo. Mi esposa se sintió mal anoche por lo que pasó con la señora. No quería que generáramos conflictos. —Sonrió por dentro, porque deseaba provocarle un problema a Irina con Miguel. De esa manera, el jefe lo dejaría en paz y, de paso, le daría una lección a la señora por ser tan presuntuosa—. Ya sabe usted cómo son las mujeres… me desveló con su intranquilidad.—Sí, usted tiene razón. Las mujeres son intensas cuando se lo proponen. Y me disculpo por el desplante de mi esposa; luego me explicó que no se sentía bien —Miguel aceptó su excusa porque también él había tenido un altercado con Irina.Miguel debía salir de la hacienda para ir a negociar un nuevo ganado, pero antes de irse le buscó una ropa adecuada a Orlando. También le indicó cuál sería su trabajo, cosa que a él le pareció bastante fá
Narra Irina.Estas personas habían perdido el valor de la decencia. No podía creerlo. Deseaba interrumpir su escena, pero estaban en mi cocina teniendo sexo cuando tienen un aposento bien amplio para hacerlo. Sin embargo, sentí un morbo que no creía tener y me instó a quedarme allí escondida y en silencio observando todo.Lo que ese capataz le hacía a su esposa era brutal. Lejos de hacerle el amor, se notaba que la cogía con rabia, como por pura obligación o tal vez necesidad. Sin embargo, eso provocó que apretara mis piernas y que cada vello de mi cuerpo se erizara... La tenía de rodillas, tomándola por las caderas, arremetiendo contra ella ferozmente.Ella no mostraba dolor, sino que parecía complacida; incluso se le escapaba una sonrisa mientras se aferraba a la encimera; él parecía un animal salvaje y ella se movía al compás.Empecé a sudar y sentí más necesidad de tomar agua. Algo en mí me decía que debía ir a mi habitación con mi esposo y otra vocecita me indicaba que no debía h
Narra Orlando.¿Qué diablos hacía en esta selva?Me lo pregunté por enésima vez mientras miraba el follaje denso y pegajoso que parecía tragarse la luz, ese mismo que ahora me rodeaba como una prisión verde. Estaba aquí por orgullo, por necedad… por Cristina. Cristina… Esa mujer que ahora duerme a mi lado como si fuésemos una pareja enamorada en retiro romántico. La misma que ronronea cuando quiere algo y muerde cuando se siente amenazada. Mi esposa. De papel. De contrato.Cristina no es mi esposa por amor, ni por error. Es mi esposa porque, en una arranque de ira y necesidad de joder a mi padre, me pareció buena idea casarme con una mujer que sabía que él despreciaría abiertamente. Lo hice por puro capricho. Y Cristina… ay, Cristina se creyó el maldito cuento. Se creyó que era la nueva señora del heredero, que su nombre se pronunciaría en las fiestas de sociedad, que tendría joyas, sirvientas, columnas en las revistas. Se tragó el anzuelo, el anzuelo de su cuento de princesa t
Narra Irina.Nadie me incitó... ¡ni siquiera él! Orlando no ha hecho ni el más mínimo gesto hacia mí. No ha cruzado más que una mirada educada y distante. ¿Y yo? Aquí, como una tonta, fantaseando con un extraño. ¡Qué vergüenza!Me levanté de la cama, sintiéndome sucia, culpable, fuera de mí. Como si hubiera cometido una traición imperdonable. Caminé hacia el baño como si huyera de algo que me perseguía desde dentro. Llené la tina con agua caliente, vertí aceites esenciales, lavanda y jazmín, y sales aromáticas, como si eso pudiera purificar algo más profundo que mi piel.Cuando por fin me sumergí en la tibieza del agua, sentí que los músculos se relajaban… pero mi alma seguía en guerra. Cerré los ojos, hundí la cabeza hasta cubrir mis oídos, deseando que el silencio apagara el ruido en mi conciencia. Pero no, no funcionó.Lo que realmente debía lavar no era mi cuerpo… era mi conciencia.—¡Irina, por Dios! —me susurré entre dientes, con rabia—. No puedes permitirte esto. No puedes.Mi
Narra IrinaEstaba sentada junto a mi esposo, recostada contra su hombro, mientras él hablaba por teléfono. Yo solo escuchaba retazos de la conversación, hasta que su rostro se iluminó con una emoción que no veía desde hacía semanas.—¿De verdad? ¿Ya lo encontraste? —dijo, con esa voz grave que tanto me gustaba cuando estaba entusiasmado—. Sí, claro, tráelos. A los dos. Que se vengan directo a La Niña.Así llamaba a nuestra hacienda. La Niña. No por mí, claro, o eso decía él con una sonrisa en los labios cada vez que lo preguntaban… pero yo sabía que sí. Era su forma de decirme que me pertenecía, como yo le pertenecía a él.Llevo más de dos años casada con Miguel Martínez. Mi único y primer amor, el dueño de todos mis suspiros y de cada uno de mis desvelos. A su lado conocí lo que era sentirse mujer, sentirse amada, deseada, cuidada como una joya. Me lo da todo, absolutamente todo, y me consiente como si aún fuéramos novios. Pero últimamente… algo ha cambiado.En los últimos dos meses
Orlando Montes de Oca, provenía de una de las familias más acaudaladas de la capital mexicana. Era el único heredero del emporio de bancos agrícolas Montes de Oca, y su vida entera se había construido sobre lujos, excesos y libertades desmedidas. No tenía límites. No los conocía.Todas las noches se sumergía en el resplandor de los antros más exclusivos, acompañado de copas caras, risas huecas y mujeres que no recordaba al día siguiente. Y cuando salía el sol, Orlando apenas se dignaba a abrir los ojos. Dormía hasta tarde, evadiendo cualquier responsabilidad como si fuera una plaga.Su padre, don Aurelio Montes de Oca, lo observaba con una mezcla de decepción y desesperanza.—Este muchacho va a acabar enterrándome antes de tiempo —gruñía entre dientes, cada vez que llegaban reportes del más reciente escándalo.Había intentado todo: amenazas, sermones, sobornos emocionales, incluso una breve internación en Europa bajo el pretexto de "rehabilitación de la imagen". Pero nada funcionaba