Narra Irina
Estaba sentada junto a mi esposo, recostada contra su hombro, mientras él hablaba por teléfono. Yo solo escuchaba retazos de la conversación, hasta que su rostro se iluminó con una emoción que no veía desde hacía semanas.
—¿De verdad? ¿Ya lo encontraste? —dijo, con esa voz grave que tanto me gustaba cuando estaba entusiasmado—. Sí, claro, tráelos. A los dos. Que se vengan directo a La Niña.
Así llamaba a nuestra hacienda. La Niña. No por mí, claro, o eso decía él con una sonrisa en los labios cada vez que lo preguntaban… pero yo sabía que sí. Era su forma de decirme que me pertenecía, como yo le pertenecía a él.
Llevo más de dos años casada con Miguel Martínez. Mi único y primer amor, el dueño de todos mis suspiros y de cada uno de mis desvelos. A su lado conocí lo que era sentirse mujer, sentirse amada, deseada, cuidada como una joya. Me lo da todo, absolutamente todo, y me consiente como si aún fuéramos novios. Pero últimamente… algo ha cambiado.
En los últimos dos meses, Miguel ha estado más tenso, más ausente. Ya no me abraza por las noches como antes ni me acaricia el pelo mientras dormimos. Lo entiendo, claro. Sostener una hacienda tan grande, con sus caballos, su ganado, sus peones, sus deudas, sus números... debe ser extenuante. El último capataz renunció sin previo aviso y eso lo desestabilizó por completo. Pero ahora, con el nuevo capataz que su amigo le había recomendado, las cosas volverían a ser como antes. Al menos, eso esperaba.
Dos días después, finalmente llegaron.
Yo estaba sentada en el corredor, con un vestido claro que el viento acariciaba suavemente, cuando Miguel me llamó con su voz enérgica:
—Irina, ven, quiero presentarte a alguien.
Me puse de pie con gracia, ajustándome el lazo del cabello y caminé hacia donde estaban. Allí estaba él.
El nuevo capataz.
Orlando.
Lo primero que pensé fue que se habían equivocado. Ese hombre no parecía haber pasado un solo día bajo el sol. Piel blanca, limpia, casi delicada. Uñas cuidadas. Alto, imponente. Ancho de espalda, brazos marcados. Pero lo que más me perturbó fue su mirada. Intensa. Oscura. Penetrante. Como si quisiera leerme el alma. O devorarla.
—Mucho gusto, señora —dijo, con una voz grave y educada, casi impersonal, mientras me tendía la mano.
Lo miré, y cometí el error de recorrerlo con la vista. De arriba abajo. Me detuve un segundo de más en sus manos grandes y fuertes, las mismas que supuse pronto estarían sosteniendo las riendas de nuestros caballos. Sentí un escalofrío que me recorrió la espalda y, por un instante, tuve que bajar la mirada. Me sentí vulnerable. Peor aún: me sentí tentada.
—Ella es mi esposa, Irina —dijo Miguel, con una sonrisa de orgullo, sin notar nada extraño en el ambiente.
—Un placer, señora Irina —repitió Orlando, y algo en su tono me hizo sentir desnuda, expuesta. Tal vez fue imaginación mía. Tal vez no.
A su lado estaba su esposa, Cristina. Una mujer de mirada tímida, vestida con sencillez. Apenas la registré. Toda mi atención estaba atrapada en ese hombre que, sin haber dicho nada fuera de lugar, me alteraba el pulso.
Una incomodidad nueva y vergonzosa se instaló en mi cuerpo. Respiré hondo, queriendo deshacerme de esa sensación.
—Creo… que el cambio de clima me ha afectado —murmuré, arrugando el rostro como si tuviera migraña. Me llevé los dedos a la sien y fingí malestar.
Miguel, como siempre atento, se acercó de inmediato y me tocó la frente con sus labios.
—Gracias a Dios no tienes fiebre… pero es mejor que descanses, amor —susurró con ternura, acariciándome la mejilla.
—Sean bienvenidos —dije en voz baja, mirando a Orlando fugazmente antes de girarme. Sentí que debía huir de allí, alejarme de esa presencia que amenazaba con despertar algo dentro de mí que yo misma había enterrado desde que me convertí en la esposa de Miguel.
Me encerré en mi recámara con las cortinas cerradas, con los zapatos aún puestos, con el corazón golpeando como un caballo desbocado. Me recosté en la cama, pero no pude cerrar los ojos. Y la imagen de Orlando se repetía en mi mente una y otra vez. Su silueta, su voz, su forma de mirarme.
¿Qué demonios me pasa?
No era deseo… o tal vez sí. No podía decirlo con claridad. Solo sabía que algo en él me removía, como una tormenta dormida despertando bajo la tierra. Y esa inquietud me revolvía el estómago, me erizaba la piel.
¿Será peligroso tenerlo aquí?, pensé. Porque algo en lo profundo de mí susurraba que su presencia no traería calma, sino un incendio.
Y yo, en el fondo, no estaba segura de querer apagarlo.
Sentí un calor que invadía mi cuerpo y mis capullos comenzaron a endurecerse. Deslicé una de mis manos por mi vientre, pasándola con suavidad por mi pelvis hasta dejarla entre mis piernas. Sin poder apaciguar el cúmulo de calor en esa zona de mi cuerpo, empecé a apretar mis muslos.
Estaba excitada, nada más de pensar en él. Hacía muchísimo tiempo que no me sentía así, y guiada por un impulso, comencé a tocarme todo el cuerpo, abandonándome a mí misma, dejando que mis pensamientos se adueñaran de mi ser mientras apretaba mis senos imaginando que eran sus manos, esas manos grandes y fuertes que estrujaban mis pechos endurecidos. No pasaron más de cinco minutos cuando me estremecí en un rico orgasmo; mi feminidad estaba empapada, tenía el pubis erecto y el rostro totalmente ruborizado.
—Oh, Dios mío... ¿qué acabo de hacer? —exclamé, llevándome ambas manos al rostro mientras la culpa me atravesaba el pecho como una daga filosa y certera.
Fue un impulso. Un instinto tan primitivo como irracional. Me dejé arrastrar por algo vergonzoso, algo que ni yo misma logro comprender.
<<¡No soy así! ¡Y sobre todo, adoro a mi esposo!>>, me recriminé, sintiendo que una parte de mí se había quebrado.
¿Cómo fui capaz de fijarme en ese hombre? ¿Qué me pasa?
Narra Irina.Nadie me incitó... ¡ni siquiera él! Orlando no ha hecho ni el más mínimo gesto hacia mí. No ha cruzado más que una mirada educada y distante. ¿Y yo? Aquí, como una tonta, fantaseando con un extraño. ¡Qué vergüenza!Me levanté de la cama, sintiéndome sucia, culpable, fuera de mí. Como si hubiera cometido una traición imperdonable. Caminé hacia el baño como si huyera de algo que me perseguía desde dentro. Llené la tina con agua caliente, vertí aceites esenciales, lavanda y jazmín, y sales aromáticas, como si eso pudiera purificar algo más profundo que mi piel.Cuando por fin me sumergí en la tibieza del agua, sentí que los músculos se relajaban… pero mi alma seguía en guerra. Cerré los ojos, hundí la cabeza hasta cubrir mis oídos, deseando que el silencio apagara el ruido en mi conciencia. Pero no, no funcionó.Lo que realmente debía lavar no era mi cuerpo… era mi conciencia.—¡Irina, por Dios! —me susurré entre dientes, con rabia—. No puedes permitirte esto. No puedes.Mi
Narra Orlando.¿Qué diablos hacía en esta selva?Me lo pregunté por enésima vez mientras miraba el follaje denso y pegajoso que parecía tragarse la luz, ese mismo que ahora me rodeaba como una prisión verde. Estaba aquí por orgullo, por necedad… por Cristina. Cristina… Esa mujer que ahora duerme a mi lado como si fuésemos una pareja enamorada en retiro romántico. La misma que ronronea cuando quiere algo y muerde cuando se siente amenazada. Mi esposa. De papel. De contrato.Cristina no es mi esposa por amor, ni por error. Es mi esposa porque, en una arranque de ira y necesidad de joder a mi padre, me pareció buena idea casarme con una mujer que sabía que él despreciaría abiertamente. Lo hice por puro capricho. Y Cristina… ay, Cristina se creyó el maldito cuento. Se creyó que era la nueva señora del heredero, que su nombre se pronunciaría en las fiestas de sociedad, que tendría joyas, sirvientas, columnas en las revistas. Se tragó el anzuelo, el anzuelo de su cuento de princesa t
Narra Irina.Estas personas habían perdido el valor de la decencia. No podía creerlo. Deseaba interrumpir su escena, pero estaban en mi cocina teniendo sexo cuando tienen un aposento bien amplio para hacerlo. Sin embargo, sentí un morbo que no creía tener y me instó a quedarme allí escondida y en silencio observando todo.Lo que ese capataz le hacía a su esposa era brutal. Lejos de hacerle el amor, se notaba que la cogía con rabia, como por pura obligación o tal vez necesidad. Sin embargo, eso provocó que apretara mis piernas y que cada vello de mi cuerpo se erizara... La tenía de rodillas, tomándola por las caderas, arremetiendo contra ella ferozmente.Ella no mostraba dolor, sino que parecía complacida; incluso se le escapaba una sonrisa mientras se aferraba a la encimera; él parecía un animal salvaje y ella se movía al compás.Empecé a sudar y sentí más necesidad de tomar agua. Algo en mí me decía que debía ir a mi habitación con mi esposo y otra vocecita me indicaba que no debía h
Narrador.—No, jefe. Esta ropa me la regaló un primo. Perdí todas mis pertenencias y… bueno, es lo único que tengo decente —dijo, bajando la mirada con falsa humildad—. Y sobre la hora, me disculpo. Mi esposa se sintió mal anoche por lo que pasó con la señora. No quería que generáramos conflictos. —Sonrió por dentro, porque deseaba provocarle un problema a Irina con Miguel. De esa manera, el jefe lo dejaría en paz y, de paso, le daría una lección a la señora por ser tan presuntuosa—. Ya sabe usted cómo son las mujeres… me desveló con su intranquilidad.—Sí, usted tiene razón. Las mujeres son intensas cuando se lo proponen. Y me disculpo por el desplante de mi esposa; luego me explicó que no se sentía bien —Miguel aceptó su excusa porque también él había tenido un altercado con Irina.Miguel debía salir de la hacienda para ir a negociar un nuevo ganado, pero antes de irse le buscó una ropa adecuada a Orlando. También le indicó cuál sería su trabajo, cosa que a él le pareció bastante fá
Orlando Montes de Oca, provenía de una de las familias más acaudaladas de la capital mexicana. Era el único heredero del emporio de bancos agrícolas Montes de Oca, y su vida entera se había construido sobre lujos, excesos y libertades desmedidas. No tenía límites. No los conocía.Todas las noches se sumergía en el resplandor de los antros más exclusivos, acompañado de copas caras, risas huecas y mujeres que no recordaba al día siguiente. Y cuando salía el sol, Orlando apenas se dignaba a abrir los ojos. Dormía hasta tarde, evadiendo cualquier responsabilidad como si fuera una plaga.Su padre, don Aurelio Montes de Oca, lo observaba con una mezcla de decepción y desesperanza.—Este muchacho va a acabar enterrándome antes de tiempo —gruñía entre dientes, cada vez que llegaban reportes del más reciente escándalo.Había intentado todo: amenazas, sermones, sobornos emocionales, incluso una breve internación en Europa bajo el pretexto de "rehabilitación de la imagen". Pero nada funcionaba