Orlando Montes de Oca, provenía de una de las familias más acaudaladas de la capital mexicana. Era el único heredero del emporio de bancos agrícolas Montes de Oca, y su vida entera se había construido sobre lujos, excesos y libertades desmedidas. No tenía límites. No los conocía.
Todas las noches se sumergía en el resplandor de los antros más exclusivos, acompañado de copas caras, risas huecas y mujeres que no recordaba al día siguiente.
Y cuando salía el sol, Orlando apenas se dignaba a abrir los ojos. Dormía hasta tarde, evadiendo cualquier responsabilidad como si fuera una plaga.
Su padre, don Aurelio Montes de Oca, lo observaba con una mezcla de decepción y desesperanza.
—Este muchacho va a acabar enterrándome antes de tiempo —gruñía entre dientes, cada vez que llegaban reportes del más reciente escándalo.
Había intentado todo: amenazas, sermones, sobornos emocionales, incluso una breve internación en Europa bajo el pretexto de "rehabilitación de la imagen". Pero nada funcionaba. Y su última carta estaba por jugarse.
—Te vas a los Estados Unidos a estudiar otra carrera —le soltó una mañana, seco como un balazo—. Y si no, te olvidas de mi apellido y de mi fortuna. Escoge.
Orlando apenas alzó una ceja, aún en bata de seda, con el cigarro sin encender colgando de sus labios.
—Otra carrera, papá… ya tengo un título, ¿para qué quiero otro? ¿Para colgarlo en el baño?
Don Aurelio se puso rojo de furia.
—Entonces hazte cargo del negocio familiar —ordenó, clavando los ojos en él como si esperara por fin una muestra de madurez.
Orlando soltó una carcajada seca.
—¿Hacerme cargo? Ni loco. Viejo, ni voy a estudiar otra carrera, ni voy a convertirme en tu esclavo con corbata. ¿O qué, crees que nací para firmar papeles y seguir tus órdenes?
El rostro del padre se endureció, pero Orlando no bajó la mirada.
—Vamos, aún estás lo bastante joven como para seguir firmando cheques, ¿no lo crees, padre?
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Justo ese día, en un semáforo cualquiera, Orlando vio a una mujer de pie, con un ramo de flores en los brazos y la mirada cansada de quien ha madrugado todos los días de su vida. Y rió para sus adentro.
—Linda, ¿cuánto por ese ramo? —le preguntó desde su auto lujoso, con una sonrisa pícara.
—Doscientos, señor —respondió ella, nerviosa, sin saber si mirar el ramo o el rostro de él.
Volvió. Una, dos, tres veces. Y aunque ella creyó que era el destino —o al menos un golpe de suerte— Orlando sólo buscaba algo más que un ramo. Buscaba una excusa para molestar. A su padre. Al mundo. A sí mismo.
Y entonces se le ocurrió la idea.
—¿Casarte con una florera? ¿Estás enfermo? —gritó don Aurelio, con el rostro desencajado, al verlo entrar con aquella mujer vestida con las mismas ropas modestas con las que vendía en la calle.
—Ya está hecho, papá. Por lo civil. Tengo el acta. Y no te preocupes, firmó un contrato. Todo se anula cuando yo diga —respondió Orlando, con una sonrisa maliciosa.
—¡Imbécil! —Don Aurelio le lanzó el primer cenicero de mármol que tuvo al alcance—. ¡Desde hoy no eres mi hijo! ¡Al menos que vengas dispuesto a seguir mis reglas, no verás ni un solo peso de mi parte!
—¿De verdad me estás desheredando por una mujer? —ironizó Orlando, quitándose con calma una hoja del ramo que aún llevaba la chica.
—¡No! ¡Te estoy desheredando porque eres un parásito! ¡Y me da asco ver cómo arrastras a esta pobre mujer en tu circo personal!
La joven, que hasta ese momento creía haber encontrado al príncipe que la sacaría de la pobreza, se dio cuenta de que no era más que una pieza en el ajedrez caprichoso de un niño rico.
—¿Esto… es lo que soy para ti? —le susurró a Orlando, con los ojos empañados— ¿Una excusa para joder a tu papá?
Pero él ni siquiera se inmutó. Se encogió de hombros, riendo por lo bajo.
—Tranquila, firmaste un contrato, ¿no? Esto es solo temporal.
Ella tragó saliva, sintiendo cómo el mundo que apenas comenzaba a imaginar se desmoronaba ante sus pies.
Don Aurelio no esperó más. Ordenó a los guardias de la casa que los sacaran inmediatamente. Y mientras los escoltaban a la calle, él se quedó de pie, temblando de rabia.
—Cuando la resaca de tu idiotez pase, no vengas arrastrándote. Aquí ya no tienes casa. Ya no tienes nada.
Orlando caminó hacia su coche, aún sonriente, como si todo fuera parte de una gran broma. Encendió el motor, mirando de reojo a la mujer sentada en el asiento del copiloto, que ya no tenía flores, ni sonrisa, ni esperanza.
—No te preocupes —le dijo él, como quien calma a una mascota—. Mi papá hace esto siempre. Se le pasa rápido. Vamos a un hotel. Mañana él enviará a uno de sus empleados por mí.
La muchacha lo miró con ilusión. En su mundo, aquello sonaba a promesa de una vida diferente, de lujo, de cuentos que no terminaban mal. Sonrió, creyendo que todo lo malo había quedado atrás, y lo siguió sin cuestionar nada.
El hotel era un cinco estrellas en pleno corazón de la ciudad. Mármol blanco, recepcionistas uniformados, y una fuente que danzaba en medio del lobby. Ella miraba todo como si entrara a un palacio.
Pero bastaron cinco palabras para derrumbarlo todo.
—Señor, su tarjeta fue cancelada.
Orlando frunció el ceño, irritado como si le hubieran dicho que el sol no iba a salir al día siguiente.
—¿Qué demonios dice? Prueba otra vez. Esas terminales siempre fallan —espetó con desprecio, y sacó de su cartera no una, sino ocho tarjetas—. Mira, usa cualquiera de estas.
Las dejó caer sobre el mostrador como quien lanza monedas a una fuente, esperando un deseo cumplido. El recepcionista revisó una por una, metódico, incómodo. Y al final, las devolvió todas.
—Todas fueron rechazadas, señor.
El silencio fue brutal. Ella lo miró, sin entender. Orlando respiró hondo, y por primera vez, sintió algo que desconocía: vergüenza. No dijo más. Solo tomó las tarjetas y salió con ella detrás, en silencio.
Acudió a uno de sus amigos de fiesta, de esos que se reían de cualquier cosa siempre y cuando hubiese tequila de por medio. Lo acogió, sí, pero solo por tres días. A la semana, ya la sonrisa de cortesía se había vuelto una mueca.
Mientras tanto, don Aurelio Montes de Oca no se dignó a llamar. Ni un mensaje, ni una amenaza, ni un insulto. El silencio era su forma más cruel de desprecio.
Orlando, acostumbrado a tener todo sin mover un dedo, se vio obligado a salir al mundo real. Buscó trabajo. En bancos, agencias, empresas de tecnología, bufetes de abogados… su título universitario servía apenas como posavasos.
Lo miraban, lo reconocían, y luego bajaban la voz:
—Es el hijo de don Aurelio… mejor no.
Y si algún empresario osaba darle una oportunidad, pronto recibía una llamada anónima, una advertencia. Su padre se encargaba de sabotear cualquier intento de independencia.
—¿Qué esperabas? —le soltó su amigo, harto ya del parásito que se había instalado en su sofá—. Viviste del nombre de tu padre toda tu vida, y ahora lo tienes en contra. No vales nada sin él.
Orlando callaba. Mordía su orgullo como una piedra.
Una tarde, mientras fumaba sentado en la banqueta, su amigo se le acercó con una cerveza en la mano y una expresión de resignación.
—Tengo a un conocido en Tijuana… tiene una hacienda muy grande, necesita un capataz. No está mal pagado, y al menos tendrás casa y comida. Además… será un respiro lejos de esta ciudad, y tal vez, tu viejo se calme si no te ve rondando.
—¿Un qué? ¿Capataz? —Orlando torció la boca como si le hubieran dicho que debía convertirse en campesino—. ¿Qué hace un capataz?
—Pues… trabajar. Supervisar obreros, controlar producción, ver ganado. No es un spa —dijo el amigo, medio en broma, medio en serio—. Pero sirve para que tú y esa mujer salgan de aquí. Dos meses aguantándolos es demasiado.
Orlando no lo admitía, pero la convivencia con su esposa —esa muchacha de mirada dulce que una vez vendía flores— ya le resultaba asfixiante. Desde que se convirtió en “señora de Montes de Oca”, había dejado de trabajar.
—Ya no necesito vender flores —le decía—. Me avergüenza que me vean en la calle ahora que soy una señora.
Y él pensaba: ¿señora de qué, si ni casa tengo?
Las discusiones se habían vuelto rutina. Ella lloraba. Él gritaba. Y ambos se culpaban mutuamente por estar donde estaban. Pero ella no lo dejaba. Seguía a su lado como si aún esperara que la pesadilla terminara.
Y entonces, Orlando tomó una decisión.
—Dile a tu amigo que acepto —dijo, casi con satisfacción cínica—. Nada puede ser peor que seguir al lado de esa mujer.
Narra IrinaEstaba sentada junto a mi esposo, recostada contra su hombro, mientras él hablaba por teléfono. Yo solo escuchaba retazos de la conversación, hasta que su rostro se iluminó con una emoción que no veía desde hacía semanas.—¿De verdad? ¿Ya lo encontraste? —dijo, con esa voz grave que tanto me gustaba cuando estaba entusiasmado—. Sí, claro, tráelos. A los dos. Que se vengan directo a La Niña.Así llamaba a nuestra hacienda. La Niña. No por mí, claro, o eso decía él con una sonrisa en los labios cada vez que lo preguntaban… pero yo sabía que sí. Era su forma de decirme que me pertenecía, como yo le pertenecía a él.Llevo más de dos años casada con Miguel Martínez. Mi único y primer amor, el dueño de todos mis suspiros y de cada uno de mis desvelos. A su lado conocí lo que era sentirse mujer, sentirse amada, deseada, cuidada como una joya. Me lo da todo, absolutamente todo, y me consiente como si aún fuéramos novios. Pero últimamente… algo ha cambiado.En los últimos dos meses
Narra Irina.Nadie me incitó... ¡ni siquiera él! Orlando no ha hecho ni el más mínimo gesto hacia mí. No ha cruzado más que una mirada educada y distante. ¿Y yo? Aquí, como una tonta, fantaseando con un extraño. ¡Qué vergüenza!Me levanté de la cama, sintiéndome sucia, culpable, fuera de mí. Como si hubiera cometido una traición imperdonable. Caminé hacia el baño como si huyera de algo que me perseguía desde dentro. Llené la tina con agua caliente, vertí aceites esenciales, lavanda y jazmín, y sales aromáticas, como si eso pudiera purificar algo más profundo que mi piel.Cuando por fin me sumergí en la tibieza del agua, sentí que los músculos se relajaban… pero mi alma seguía en guerra. Cerré los ojos, hundí la cabeza hasta cubrir mis oídos, deseando que el silencio apagara el ruido en mi conciencia. Pero no, no funcionó.Lo que realmente debía lavar no era mi cuerpo… era mi conciencia.—¡Irina, por Dios! —me susurré entre dientes, con rabia—. No puedes permitirte esto. No puedes.Mi
Narra Orlando.¿Qué diablos hacía en esta selva?Me lo pregunté por enésima vez mientras miraba el follaje denso y pegajoso que parecía tragarse la luz, ese mismo que ahora me rodeaba como una prisión verde. Estaba aquí por orgullo, por necedad… por Cristina. Cristina… Esa mujer que ahora duerme a mi lado como si fuésemos una pareja enamorada en retiro romántico. La misma que ronronea cuando quiere algo y muerde cuando se siente amenazada. Mi esposa. De papel. De contrato.Cristina no es mi esposa por amor, ni por error. Es mi esposa porque, en una arranque de ira y necesidad de joder a mi padre, me pareció buena idea casarme con una mujer que sabía que él despreciaría abiertamente. Lo hice por puro capricho. Y Cristina… ay, Cristina se creyó el maldito cuento. Se creyó que era la nueva señora del heredero, que su nombre se pronunciaría en las fiestas de sociedad, que tendría joyas, sirvientas, columnas en las revistas. Se tragó el anzuelo, el anzuelo de su cuento de princesa t
Narra Irina.Estas personas habían perdido el valor de la decencia. No podía creerlo. Deseaba interrumpir su escena, pero estaban en mi cocina teniendo sexo cuando tienen un aposento bien amplio para hacerlo. Sin embargo, sentí un morbo que no creía tener y me instó a quedarme allí escondida y en silencio observando todo.Lo que ese capataz le hacía a su esposa era brutal. Lejos de hacerle el amor, se notaba que la cogía con rabia, como por pura obligación o tal vez necesidad. Sin embargo, eso provocó que apretara mis piernas y que cada vello de mi cuerpo se erizara... La tenía de rodillas, tomándola por las caderas, arremetiendo contra ella ferozmente.Ella no mostraba dolor, sino que parecía complacida; incluso se le escapaba una sonrisa mientras se aferraba a la encimera; él parecía un animal salvaje y ella se movía al compás.Empecé a sudar y sentí más necesidad de tomar agua. Algo en mí me decía que debía ir a mi habitación con mi esposo y otra vocecita me indicaba que no debía h
Narrador.—No, jefe. Esta ropa me la regaló un primo. Perdí todas mis pertenencias y… bueno, es lo único que tengo decente —dijo, bajando la mirada con falsa humildad—. Y sobre la hora, me disculpo. Mi esposa se sintió mal anoche por lo que pasó con la señora. No quería que generáramos conflictos. —Sonrió por dentro, porque deseaba provocarle un problema a Irina con Miguel. De esa manera, el jefe lo dejaría en paz y, de paso, le daría una lección a la señora por ser tan presuntuosa—. Ya sabe usted cómo son las mujeres… me desveló con su intranquilidad.—Sí, usted tiene razón. Las mujeres son intensas cuando se lo proponen. Y me disculpo por el desplante de mi esposa; luego me explicó que no se sentía bien —Miguel aceptó su excusa porque también él había tenido un altercado con Irina.Miguel debía salir de la hacienda para ir a negociar un nuevo ganado, pero antes de irse le buscó una ropa adecuada a Orlando. También le indicó cuál sería su trabajo, cosa que a él le pareció bastante fá