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CAPÍTULO 3. La esposa del jefe.

 

Narra Orlando.

¿Qué diablos hacía en esta selva?

Me lo pregunté por enésima vez mientras miraba el follaje denso y pegajoso que parecía tragarse la luz, ese mismo que ahora me rodeaba como una prisión verde. 

Estaba aquí por orgullo, por necedad… por Cristina. Cristina…

Esa mujer que ahora duerme a mi lado como si fuésemos una pareja enamorada en retiro romántico. La misma que ronronea cuando quiere algo y muerde cuando se siente amenazada.

Mi esposa.

De papel.

De contrato.

Cristina no es mi esposa por amor, ni por error. Es mi esposa porque, en una arranque de ira y necesidad de joder a mi padre, me pareció buena idea casarme con una mujer que sabía que él despreciaría abiertamente.

Lo hice por puro capricho. Y Cristina… ay, Cristina se creyó el maldito cuento. Se creyó que era la nueva señora del heredero, que su nombre se pronunciaría en las fiestas de sociedad, que tendría joyas, sirvientas, columnas en las revistas.

Se tragó el anzuelo, el anzuelo de su cuento de princesa tardía.

Y ahora yo no sé cómo sacármela de encima.

Porque la princesa no es ninguna tonta.

Sabe muy bien qué hilos mover.

Cada vez que insinué separarnos, amenazó con hacer un escándalo. Dice que tiene pruebas. Y lo peor: la maldita prensa ama los escándalos sobre mí. Pero más esos donde la chica humilde que conquistó al rebelde millonario.

Así que cambié de estrategia.

No puedo sacarla de mi vida a la fuerza…

Pero sí puedo hacer que ella quiera irse.

Que se desencante.

Que vea que el “príncipe” que creyó haber cazado no es más que un hombre podrido por dentro, sin fortuna ni ternura, sin ganas de jugar al matrimonio.

Quiero que me odie. Que se asquee. Que me desprecie tanto como yo me desprecio.

Y por eso estoy aquí, con el propósito de castigarla, pero creo que terminé castigándome yo mismo, aceptando este exilio voluntario.

Pero no todo era tan malo en este maldito rincón de mundo.

La patrona.

La esposa del jefe.

Una mujer que apenas había abierto la boca y ya me tenía los nervios en punta y la imaginación desatada. Debía ser más joven que yo, pero no lo parecía cuando hablaba: altiva, arrogante, segura. 

Y ese vestido que apenas cubría lo necesario... más que ropa, era una provocación en seda. Desde que la vi, una chispa se encendió en un rincón oxidado de mi interior. 

Dos meses llevaba sin sentir eso. Lujuria. Hambre. Juego.

Cuando llegamos al comedor y nos recibió con una mueca de desdén, supe que me iba a costar tragarme el ego. 

Nos miró como si fuéramos intrusos, y por un segundo me vi reflejado en ella. Recordé a los empleados de mi padre y cómo los trataba yo, desdeñoso, caprichoso, un idiota con poder que cree que el mundo gira para satisfacerlo.

Y sin embargo, esa mujer me retaba.

Quise gritarle que no era un peón más de su selva tropical, que no me doblegaría ante su teatralidad de reina venida a menos, pero me tragué las ganas. Si quería librarme de Cristina de una vez por todas, debía mantenerme en control.

La patrona se retiró a cambiarse. Claro, el vestido no era adecuado para la cena, aunque para mí fue un espectáculo que no me importaría repetir. Mientras la imaginaba desnudándose lentamente, esa mente retorcida que me acompaña me jugó sucio: la vi allí, en mi fantasía, vulnerable, soberbia aún, y yo arrancándole esa altanería a besos, o a mordidas.

Pero hay un detalle: su esposo.

Miguel.

Un buen hombre.

Educado, amable… y completamente ciego.

Esperamos por ella, pero nunca regresó. La muy altanera no se dignó ni a compartir el pan con nosotros. 

El pobre Miguel, incómodo, nos pidió que comenzáramos sin ella. Lo hicimos, claro, con buen vino y forzada cortesía. Cuando al fin nos retiramos, noté el brillo estúpido en los ojos de Cristina cada vez que hablaba de él.

Ya en la habitación, que nos habían asignado para pasar estos días, no tardó en saltar.

—¿Qué demonios te pasa, Orlando? ¿Prefieres estar aquí, entre mosquitos y calor, jugando al obrero rural antes que pedirle disculpas a tu padre?

—No suelo humillarme ante nadie —respondí sin mirarla, mientras me desabrochaba la camisa con fastidio—, y no lo haré solo porque a mi queridísima esposa se le dé la regalada gana. Además, no entiendo tu afán. Mi padre dejó bien claro que no te quiere. ¿O es que eres estúpida y no entendiste cuando me dijo que me aceptaba, sin ti?

Emite ese maldito bufido que lanza cada vez que se queda sin argumentos. Que me hace hervir la sangre. No por lo que dice, sino por lo que no dice. Por esa sensación constante de que su presencia me enreda más de lo que me libera.

Se desnudó sin más palabra, quedando en ropa interior, y se tiró en la cama, boca abajo. Sabía lo que hacía. Su trasero respingón quedó perfectamente acomodado como una provocación muda entre las sábanas arrugadas.

No me moví. Solo la observé desde el umbral, apoyado contra la puerta, sintiéndome como un prisionero que observa a su carcelera con deseo y rabia.

—Tienes un buen trasero, Cristina —dije con una sonrisa ácida—. Perfecto para seducir al jefe. Veo que te enamoraste de su dinero.

Ella resopló, fuerte, casi como un caballo encabritado.

Narra Irina

No tenía fuerzas para volver a bajar. Después del mal rato que pasé, lo último que quería era fingir cortesía ante la mesa servida, mucho menos con ese hombre que me ha perturbado más de lo que me atrevo a admitir.

Me aterra confesarlo, pero he fantaseado con él hace apenas unas horas. Y ahora, después de esa escena ridícula conmigo misma frente al espejo, lo único que tengo claro es que debo mantenerme lejos de ese capataz. Si no quiero traicionar a mi esposo —aunque él se ha empeñado en mantenerlo dentro de nuestra casa—, necesito recordarme quién soy, cada minuto.

—Irina, no estuvo bien de tu parte dejar a nuestros empleados esperando por ti en la mesa. Fue de muy mala educación, bastante desagradable —me reclamó Miguel apenas cruzó la puerta de nuestro aposento, sin siquiera mirarme a los ojos.

Me giré hacia él, dolida por su tono seco, más aún por lo injusto de su reproche.

—¿Y estuvo bien de tu parte tomar una decisión tan importante sin consultarme nada? ¿Sin siquiera considerar mi opinión sobre ese hombre? —le solté con más firmeza de la que pensaba tener.

Juro que tenía en mente disculparme, de verdad. Entiendo que mi actitud fue grosera, enfocarme sólo en lo que sentía me hizo olvidar lo que era correcto. Pero Miguel... Miguel, con su falta de tacto, terminó por arruinar mis intenciones.

—Sabes que nunca hago nada sin tu consentimiento. Lo hice esta vez porque no pensé que te molestaría. Después de lo que me dijiste esta tarde, volví a contactar a Pablo. Él me aseguró que son personas de confianza —explicó con cansancio, desabotonándose la camisa como si yo fuese una carga más del día.

—No me importa la opinión de Pablo —respondí con frialdad—. Lo único que sé es que no me siento conforme con tener a dos desconocidos durmiendo bajo nuestro techo. No es un simple malestar, Miguel, es una sensación que no puedo explicar.

Me acomodé en mi lado de la cama, dándole la espalda, buscando una distancia simbólica, algo que me protegiera de su falta de empatía.

—¿Qué quieres, Irina? ¿Que tire mi palabra por el suelo? ¿Que les pida que se marchen después de haberles ofrecido trabajo hoy mismo? —fue la primera vez que me alzó la voz.

Y me dolió.

Porque Miguel nunca me hablaba así.

Tuve que contenerme para no gritarle que sí, que eso mismo deseaba. Que no me importaba su orgullo, ni su reputación, ni lo que había prometido. Pero me tragué las palabras y, con ellas, el nudo que me cerraba la garganta.

Las lágrimas salieron sin permiso. No eran de tristeza solamente, sino de impotencia.

Me revolví en la cama durante horas. No podía dormir. Quería que me abrazara como cada noche, que me acariciara el cabello y me susurrara que todo estaba bien… pero él dormía. Como si nada.

Sus pequeños ronquidos eran una burla.

¿Y yo?

Ahí, anhelando su calor y al mismo tiempo odiándolo por no buscarme.

Cuando me cansé de golpear la almohada como si fuera la culpable de todo, me levanté. Fui a la cocina por un vaso de agua. Tal vez, si tomaba un somnífero, podría escapar por unas horas de esta angustia.

Bajé la escalera en penumbra, sintiendo una inquietud sorda en el pecho. No era miedo. Era algo más visceral, una incomodidad que crecía desde que ese hombre llegó a esta casa.

Y entonces, justo al llegar al final del pasillo, lo oí.

Un sonido extraño…

Un chillido.

¿Una risa? ¿Un gemido? ¿Una mezcla de ambos?

Me detuve en seco.

Un escalofrío me recorrió la espalda.

Me pegué contra uno de los pilares junto a la entrada de la cocina. Quería asegurarme de que no imaginaba cosas.

Y lo que vi, lo que presencié en ese instante, fue suficiente para helarme la sangre.

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