Narrador.
—No, jefe. Esta ropa me la regaló un primo. Perdí todas mis pertenencias y… bueno, es lo único que tengo decente —dijo, bajando la mirada con falsa humildad—. Y sobre la hora, me disculpo. Mi esposa se sintió mal anoche por lo que pasó con la señora. No quería que generáramos conflictos. —Sonrió por dentro, porque deseaba provocarle un problema a Irina con Miguel. De esa manera, el jefe lo dejaría en paz y, de paso, le daría una lección a la señora por ser tan presuntuosa—. Ya sabe usted cómo son las mujeres… me desveló con su intranquilidad.
—Sí, usted tiene razón. Las mujeres son intensas cuando se lo proponen. Y me disculpo por el desplante de mi esposa; luego me explicó que no se sentía bien —Miguel aceptó su excusa porque también él había tenido un altercado con Irina.
Miguel debía salir de la hacienda para ir a negociar un nuevo ganado, pero antes de irse le buscó una ropa adecuada a Orlando. También le indicó cuál sería su trabajo, cosa que a él le pareció bastante fácil, porque no era más que coordinar y controlar las tareas que los peones debían hacer. Además, le mostró cómo debía administrar la productividad de la misma, y eso a Orlando no le fue difícil de comprender.
Cuando Irina despertó, notó que su esposo ya no estaba en la cama. Miró el reloj, dándose cuenta de que había dormido hasta tarde, todo por culpa de los nuevos huéspedes que se habían adueñado de su casa. Le pareció triste que su esposo no le diera los buenos días, y después recordó que no habían quedado en buenos términos antes de acostarse.
«Todo por culpa del capataz», pensó furiosa.
Esta era la primera vez en dos años que Miguel no la despertaba haciéndole el amor, puesto que esa era su manera de darle los buenos días.
Estando en la regadera, le fue imposible no recordar lo que sucedió en su cocina la noche anterior, y aunque no lo planeó, su cuerpo empezó a reaccionar por sí solo, excitándose. Se puso cachonda en segundos; el agua caliente recorría todo su cuerpo mientras se acariciaba los senos, pellizcando levemente sus pezones que estaban endurecidos, combinando la sensación que le causaban esos pellizcos con el roce que producía el agua sobre su piel. Bajó poco a poco una mano hasta llegar a su entrepierna, y a pesar de que el agua también escurría por ahí, podía sentir la viscosidad de sus fluidos vaginales. Comenzó a jadear, como si realmente alguien la estuviera follando.
«Orlando», pensó extasiada.
Arremetía fuertemente con dos dedos dentro de su intimidad, tirando la tanga al suelo, y desesperada empezó a estrujarse los senos, imaginando que Orlando lo haría. El vapor caliente de la ducha sobre su intimidad hizo que su orgasmo fuera muy intenso. Jadeando como nunca antes lo había hecho, se corrió con sus propias caricias, volviendo a cometer dos veces el mismo desliz: tocarse pensando en el capataz.
Con las piernas totalmente flácidas y sin fuerzas, se deslizó por el cristal empañado de la ducha y se quedó en el suelo por unos minutos.
«Esto está mal, cada vez se pone peor», pensó al borde del llanto.
Ni ella misma se reconocía al estar fantaseando con otro hombre, que además era casado y con el cual había obtenido dos gloriosos orgasmos. No es que con su esposo no lo haya conseguido, pero nunca sintió la necesidad de tocarse pensando en él.
La familia de Irina anunció que vendría a la hacienda a visitar a la pareja, pues ese matrimonio era el más alabado por ellos, ya que a su padre le encantaba Miguel como yerno desde antes de que Irina decidiera que debían casarse.
Pero ella no sabía que ellos tenían una gran deuda con Miguel, y por eso es que esa boda en su momento fue más que ventajosa. Lo mejor fue que no tuvieron que forzar a Irina a contraer matrimonio, porque ella lo quería genuinamente.
Cuando ella se estaba arreglando, sintió la inquietud por saber qué estaban haciendo el nuevo capataz y su esposa, pero eso no era más que una excusa para saber de Orlando.
Decidió arreglarse muy bonita, de manera que se puso un legging negro con una blusa blanca sin mangas. Mostraba mucha piel para el gusto de Miguel, puesto que él alegaba que ella llamaba mucho la atención cuando vestía de esa manera, pero ya el capataz la había visto casi desnuda la noche anterior y a su esposo parece que no le importó ese suceso.
Cuando entró a la cocina, con la primera que se encontró, fue con Cristina.
—Buenos días, señora, ya está listo su desayuno —ella miró la encimera donde estaba puesto el desayuno, y lo que sucedió en ese lugar volvió a su mente como balde de agua fría.
—Buenos días, no te preocupes, Cristina, igual no tengo ganas de tomar el desayuno —Irina sabía que estaba mal de su parte sentir algún sentimiento negativo hacia esa mujer que no le había hecho nada, y se mostró amable, pero sin ánimos, porque realmente en estos momentos quería a su esposo a su lado, y que él no se descuidara de ella, porque estaba muy vulnerable.
En un momento como ese, ansiaba tener un bebé, ya sea dentro de su vientre o en sus manos, para no sentirse tan sola en ese lugar donde todos la trataban con respeto por ser "la señora".
—Mi niña, sabes que al señor Miguel no le agrada que usted no tome su desayuno —intervino su nana Lucrecia, apareciendo por la puerta de servicio.
Irina bajó los hombros, desanimada, pues sabía que le tocaba desayunar sí o sí; su nana no la dejaría irse sin hacerlo.
—Está bien, Nana, tú ganas. Pero que sea algo ligero. Además, creo que no deberías seguir tantas órdenes de Miguel, eres mi nanita, no la suya —exigió celosa, puesto que su padre había enviado a su nana con ella para que la cuidara. Sin embargo, su intención al hacer eso era que Irina no se arrepintiera de ese matrimonio o que se cansara de estar sola en esa hacienda; no le convenía que ella supiera que su matrimonio era un negocio, a pesar de que adoraba a su esposo.
—No seas celosa, mi niña, sabes que estoy aquí para cuidarte a ti. Pero tu esposo también te cuida, y por eso apoyo sus ideas —le respondió Lucrecia entre risas, conociendo que Irina siempre había sido muy territorial, tanto que no pudo ser la nana de la hermana menor de ella porque Irina se puso histérica aun siendo una pequeña niña.
—Cristina, ven, siéntate a desayunar a mi lado —pidió Irina, porque notó que la mujer la observaba, pareciendo no haber comido nada.
—Gracias, mi señora, ya he tomado mi desayuno. Perdón si paso de indiscreta, pero es que usted es demasiado hermosa para ser una mujer... —Cristina se tragó las palabras que tenía en mente por temor a ofender a la jefa.
—¿Una mujer que vive en un campo, dentro de esta hacienda, donde no hay más que bosques, animales y empleados que se limitan a ser mis amigos porque soy la esposa del jefe, cierto? —preguntó ella sin molestarse, y Cristina no sabía cómo responder.
—Perdóneme, lo siento. Es que las esposas de los hacendados que he visto siempre son mujeres de edad más avanzada, tienen hijos adultos, y usted es joven, delicada, bella y parece tener una educación muy buena —no mentía al elogiar la belleza de Irina; sin embargo, sí lo hacía al hablar sobre las esposas de hacendados, porque únicamente había visto haciendas en novelas.
Luego de terminar su desayuno, Irina salió a caminar como cada mañana, olvidando al fin por un momento la presencia de Orlando.
Algunos peones se la comían con la mirada, deseando comerse el culo respingón de la señora; ella siempre sentía las miradas, incluso llegaba a escuchar murmullos, aunque directamente a ella no le decían nada. No obstante, no les prestaba atención y mucho menos se lo hacía saber a su esposo, entendiendo que es natural que los peones fantasearan con meterse entre las piernas de la esposa del patrón. Ella era quien tenía que poner el límite, y hasta ahora el único problema, gracias a Dios, parecía mantenerse lejos. Eso pensaba... pero en cuanto se acercó al establo a visitar a su hermosa yegua, a la cual llamaba Mariposa, se quedó estática en su lugar cuando lo vio en el establo, vistiendo un jean ajustado, botas negras y camisa de cuadros, la cual tenía totalmente desabrochada en la parte de adelante. Su torso ancho y pectorales bien marcados la hicieron ponerse totalmente nerviosa.Orlando Montes de Oca, provenía de una de las familias más acaudaladas de la capital mexicana. Era el único heredero del emporio de bancos agrícolas Montes de Oca, y su vida entera se había construido sobre lujos, excesos y libertades desmedidas. No tenía límites. No los conocía.Todas las noches se sumergía en el resplandor de los antros más exclusivos, acompañado de copas caras, risas huecas y mujeres que no recordaba al día siguiente. Y cuando salía el sol, Orlando apenas se dignaba a abrir los ojos. Dormía hasta tarde, evadiendo cualquier responsabilidad como si fuera una plaga.Su padre, don Aurelio Montes de Oca, lo observaba con una mezcla de decepción y desesperanza.—Este muchacho va a acabar enterrándome antes de tiempo —gruñía entre dientes, cada vez que llegaban reportes del más reciente escándalo.Había intentado todo: amenazas, sermones, sobornos emocionales, incluso una breve internación en Europa bajo el pretexto de "rehabilitación de la imagen". Pero nada funcionaba
Narra IrinaEstaba sentada junto a mi esposo, recostada contra su hombro, mientras él hablaba por teléfono. Yo solo escuchaba retazos de la conversación, hasta que su rostro se iluminó con una emoción que no veía desde hacía semanas.—¿De verdad? ¿Ya lo encontraste? —dijo, con esa voz grave que tanto me gustaba cuando estaba entusiasmado—. Sí, claro, tráelos. A los dos. Que se vengan directo a La Niña.Así llamaba a nuestra hacienda. La Niña. No por mí, claro, o eso decía él con una sonrisa en los labios cada vez que lo preguntaban… pero yo sabía que sí. Era su forma de decirme que me pertenecía, como yo le pertenecía a él.Llevo más de dos años casada con Miguel Martínez. Mi único y primer amor, el dueño de todos mis suspiros y de cada uno de mis desvelos. A su lado conocí lo que era sentirse mujer, sentirse amada, deseada, cuidada como una joya. Me lo da todo, absolutamente todo, y me consiente como si aún fuéramos novios. Pero últimamente… algo ha cambiado.En los últimos dos meses
Narra Irina.Nadie me incitó... ¡ni siquiera él! Orlando no ha hecho ni el más mínimo gesto hacia mí. No ha cruzado más que una mirada educada y distante. ¿Y yo? Aquí, como una tonta, fantaseando con un extraño. ¡Qué vergüenza!Me levanté de la cama, sintiéndome sucia, culpable, fuera de mí. Como si hubiera cometido una traición imperdonable. Caminé hacia el baño como si huyera de algo que me perseguía desde dentro. Llené la tina con agua caliente, vertí aceites esenciales, lavanda y jazmín, y sales aromáticas, como si eso pudiera purificar algo más profundo que mi piel.Cuando por fin me sumergí en la tibieza del agua, sentí que los músculos se relajaban… pero mi alma seguía en guerra. Cerré los ojos, hundí la cabeza hasta cubrir mis oídos, deseando que el silencio apagara el ruido en mi conciencia. Pero no, no funcionó.Lo que realmente debía lavar no era mi cuerpo… era mi conciencia.—¡Irina, por Dios! —me susurré entre dientes, con rabia—. No puedes permitirte esto. No puedes.Mi
Narra Orlando.¿Qué diablos hacía en esta selva?Me lo pregunté por enésima vez mientras miraba el follaje denso y pegajoso que parecía tragarse la luz, ese mismo que ahora me rodeaba como una prisión verde. Estaba aquí por orgullo, por necedad… por Cristina. Cristina… Esa mujer que ahora duerme a mi lado como si fuésemos una pareja enamorada en retiro romántico. La misma que ronronea cuando quiere algo y muerde cuando se siente amenazada. Mi esposa. De papel. De contrato.Cristina no es mi esposa por amor, ni por error. Es mi esposa porque, en una arranque de ira y necesidad de joder a mi padre, me pareció buena idea casarme con una mujer que sabía que él despreciaría abiertamente. Lo hice por puro capricho. Y Cristina… ay, Cristina se creyó el maldito cuento. Se creyó que era la nueva señora del heredero, que su nombre se pronunciaría en las fiestas de sociedad, que tendría joyas, sirvientas, columnas en las revistas. Se tragó el anzuelo, el anzuelo de su cuento de princesa t
Narra Irina.Estas personas habían perdido el valor de la decencia. No podía creerlo. Deseaba interrumpir su escena, pero estaban en mi cocina teniendo sexo cuando tienen un aposento bien amplio para hacerlo. Sin embargo, sentí un morbo que no creía tener y me instó a quedarme allí escondida y en silencio observando todo.Lo que ese capataz le hacía a su esposa era brutal. Lejos de hacerle el amor, se notaba que la cogía con rabia, como por pura obligación o tal vez necesidad. Sin embargo, eso provocó que apretara mis piernas y que cada vello de mi cuerpo se erizara... La tenía de rodillas, tomándola por las caderas, arremetiendo contra ella ferozmente.Ella no mostraba dolor, sino que parecía complacida; incluso se le escapaba una sonrisa mientras se aferraba a la encimera; él parecía un animal salvaje y ella se movía al compás.Empecé a sudar y sentí más necesidad de tomar agua. Algo en mí me decía que debía ir a mi habitación con mi esposo y otra vocecita me indicaba que no debía h