Narra Irina.
Estas personas habían perdido el valor de la decencia. No podía creerlo. Deseaba interrumpir su escena, pero estaban en mi cocina teniendo sexo cuando tienen un aposento bien amplio para hacerlo. Sin embargo, sentí un morbo que no creía tener y me instó a quedarme allí escondida y en silencio observando todo.
Lo que ese capataz le hacía a su esposa era brutal. Lejos de hacerle el amor, se notaba que la cogía con rabia, como por pura obligación o tal vez necesidad. Sin embargo, eso provocó que apretara mis piernas y que cada vello de mi cuerpo se erizara... La tenía de rodillas, tomándola por las caderas, arremetiendo contra ella ferozmente.
Ella no mostraba dolor, sino que parecía complacida; incluso se le escapaba una sonrisa mientras se aferraba a la encimera; él parecía un animal salvaje y ella se movía al compás.
Empecé a sudar y sentí más necesidad de tomar agua. Algo en mí me decía que debía ir a mi habitación con mi esposo y otra vocecita me indicaba que no debía hacerlo porque esta es mi casa y son ellos los que tienen culpa. Los gemidos de Orlando me parecieron gloriosos, y me imaginé a mí misma en el lugar de su esposa, sintiendo todo ese placer.
Tiraba de su cabello sin tacto, luego volvía a meter las manos en sus pechos y los estrujaba; los abarcaba completos, pues no eran muy grandes, estaban hechos a su medida y eso me hizo sentir tristeza, pero no sabía por qué, si no necesito estar a su medida para él.
Lo importante es que le gusto a mi esposo tal y como soy.
«No soy yo quien está allí», me recriminé a mí misma.
Reprimí la necesidad de tocarme; únicamente me limité a mirar cómo él palpaba la intimidad de su esposa. Luego enfoqué mi atención en ese enorme trozo de carne que penetraba a Cristina; casi podía jurar que la partiría en dos. Los gemidos de ella me enfurecían. Eran demasiado. Altos, insolentes… incómodos. Decidí que ya era suficiente. No tenía fuerzas para enfrentar nada ni a nadie. Había visto demasiado. Iba a girarme, a regresar sobre mis pasos, pero entonces… vi a ese capataz viéndome con descaro.Me miraba fijo.
No como alguien sorprendido. No como un hombre que teme haber sido descubierto. Me miraba como si supiera perfectamente que yo estaba ahí, escondida, espiando como una tonta ingenua. Y lo peor fue esa sonrisa. Medio ladeada, lenta, peligrosa. Luego, sin el menor pudor, se relamió los labios, como si saboreara un secreto indecente.Sentí que las piernas me fallaban.
Como si un orgasmo devastador me hubiera recorrido entera. Pero no era placer. Era una vergüenza abrasadora, humillante, la de ser descubierta por él, así… tan vulnerable.Corrí como si pudiera escapar de lo que había visto, de lo que había sentido, de mí misma.
Cuando llegué a la habitación, Miguel seguía dormido.
Me metí en la cama como una ladrona, temblando, confundida, culpable. Lo abracé por detrás, buscando redención en su calor.—Estás muy fría… —murmuró entre sueños, mientras tomaba mis manos y las frotaba con las suyas, sin abrir los ojos.
Narra Orlando.
Había ido a la cocina en busca de agua y también para dejar a Cristina peleando sola, pero no fui capaz de librarme de ella porque me siguió. —Me dices que tengo un hermoso trasero al que no le das uso ya. Orlando, te necesito —me tocaba y yo la evadía, hasta que me enfureció. Con violencia la incliné hacia adelante; no llevaba nada puesto bajo el albornoz. Mientras se lo quitaba, yo me dediqué a bajar un poco el pantalón del pijama que tenía puesto. De manera rústica entré en ella, sin tomarme la molestia de prepararla para mí. No me interesaba hacerlo. Lo único que deseaba era que me dejara en paz.Pero luego de unos minutos, algo cambió.
En el momento en que percibí que estábamos siendo observados. «Irina». Esos ojos brillosos no dejaban de observar cada movimiento de mi parte, y fingí que no notaba su presencia.Empecé a disfrutar lo que estaba haciendo, sin embargo, lo hacía por ella. La imaginé en el lugar de Cristina, y mi placer aumentó mucho, haciéndome comprender que me había obsesionado con la señora estirada que me menosprecia por creer que soy un simple capataz.
Luchaba por no mirar sus ojos, pero dejé de resistirme. Lo hice… y me di cuenta de que había cometido un error, porque se marchó, y junto a ella desapareció el placer.
—¿Qué sucede? —preguntó Cristina, tan asombrada como yo, porque mi erección desapareció sin más. —Nada. Vamos a dormir. Podrían encontrarnos —usé esa excusa para hacerla callar.Si había algo que a mí me fascinaba, era el morbo de ser descubierto, de hacer del sexo algo intenso y prohibido, porque en ese momento la adrenalina se instalaba por todo mi cuerpo. Sin embargo, no deseaba hacerlo sin Irina observando.
Narrador.
Al día siguiente, Miguel esperaba a Orlando en la caballeriza, con el ceño fruncido y la paciencia desgastándose con cada minuto que pasaba. Lo había citado a las seis en punto, pero él no aparecía.
Sin embargo, Orlando, nunca se había levantado tan temprano, y la idea misma le parecía un castigo reservado para quienes habían pecado gravemente.
Mientras tanto, en el cuarto donde el aire aún olía a perfume barato y sudor de madrugada, la primera en ponerse de pie fue Cristina.
Caminó descalza sobre el suelo frío, gruñendo, y fue directamente hacia él.
—¡Oye, niño rico! —le espetó con voz ronca—. Ya que se te ocurrió jugar al capataz, muévete. Esa gente no espera a nadie, mucho menos a ti.
Orlando se revolvió en la cama, se estrujó los ojos y masculló una maldición entre dientes. Le pesaban los párpados como si tuvieran arena, y el cuerpo no le respondía con la agilidad que necesitaba. Se levantó con desgano, arrastrando los pies hasta el armario donde colgaban algunas de las pocas prendas.
Minutos después, apareció en la caballeriza como si estuviera entrando a una pasarela. Llevaba unos vaqueros ajustados, una camisa negra que se adhería a su torso con descarada elegancia y unos zapatos de vestir demasiado brillantes para ese entorno. Su atuendo desentonaba tanto con el barro del suelo y el olor a estiércol que algunos trabajadores no pudieron contener las carcajadas.
—¿Y ese desfile? —murmuró uno.
—Se ve más listo para un velorio de lujo que pa' ensillar caballos —bromeó otro.
Miguel, que lo esperaba con los brazos cruzados y el rostro endurecido, miró su reloj de pulsera con una exasperación que se sentía en el aire.
—Buenos días, señor —saludó Orlando, fingiendo una tranquilidad que no sentía.
Miguel le respondió con una mirada filosa.
—Orlando, ¿usted ha trabajado antes como capataz? —preguntó, sin molestarse en ocultar el tono burlón y la rabia acumulada—. Porque estas no son horas para empezar una jornada. Y esa ropa suya… ¿de dónde la sacó? Parece más cara que la que yo uso para ir de fiesta.
Orlando se tensó.
Narrador.—No, jefe. Esta ropa me la regaló un primo. Perdí todas mis pertenencias y… bueno, es lo único que tengo decente —dijo, bajando la mirada con falsa humildad—. Y sobre la hora, me disculpo. Mi esposa se sintió mal anoche por lo que pasó con la señora. No quería que generáramos conflictos. —Sonrió por dentro, porque deseaba provocarle un problema a Irina con Miguel. De esa manera, el jefe lo dejaría en paz y, de paso, le daría una lección a la señora por ser tan presuntuosa—. Ya sabe usted cómo son las mujeres… me desveló con su intranquilidad.—Sí, usted tiene razón. Las mujeres son intensas cuando se lo proponen. Y me disculpo por el desplante de mi esposa; luego me explicó que no se sentía bien —Miguel aceptó su excusa porque también él había tenido un altercado con Irina.Miguel debía salir de la hacienda para ir a negociar un nuevo ganado, pero antes de irse le buscó una ropa adecuada a Orlando. También le indicó cuál sería su trabajo, cosa que a él le pareció bastante fá
Orlando Montes de Oca, provenía de una de las familias más acaudaladas de la capital mexicana. Era el único heredero del emporio de bancos agrícolas Montes de Oca, y su vida entera se había construido sobre lujos, excesos y libertades desmedidas. No tenía límites. No los conocía.Todas las noches se sumergía en el resplandor de los antros más exclusivos, acompañado de copas caras, risas huecas y mujeres que no recordaba al día siguiente. Y cuando salía el sol, Orlando apenas se dignaba a abrir los ojos. Dormía hasta tarde, evadiendo cualquier responsabilidad como si fuera una plaga.Su padre, don Aurelio Montes de Oca, lo observaba con una mezcla de decepción y desesperanza.—Este muchacho va a acabar enterrándome antes de tiempo —gruñía entre dientes, cada vez que llegaban reportes del más reciente escándalo.Había intentado todo: amenazas, sermones, sobornos emocionales, incluso una breve internación en Europa bajo el pretexto de "rehabilitación de la imagen". Pero nada funcionaba
Narra IrinaEstaba sentada junto a mi esposo, recostada contra su hombro, mientras él hablaba por teléfono. Yo solo escuchaba retazos de la conversación, hasta que su rostro se iluminó con una emoción que no veía desde hacía semanas.—¿De verdad? ¿Ya lo encontraste? —dijo, con esa voz grave que tanto me gustaba cuando estaba entusiasmado—. Sí, claro, tráelos. A los dos. Que se vengan directo a La Niña.Así llamaba a nuestra hacienda. La Niña. No por mí, claro, o eso decía él con una sonrisa en los labios cada vez que lo preguntaban… pero yo sabía que sí. Era su forma de decirme que me pertenecía, como yo le pertenecía a él.Llevo más de dos años casada con Miguel Martínez. Mi único y primer amor, el dueño de todos mis suspiros y de cada uno de mis desvelos. A su lado conocí lo que era sentirse mujer, sentirse amada, deseada, cuidada como una joya. Me lo da todo, absolutamente todo, y me consiente como si aún fuéramos novios. Pero últimamente… algo ha cambiado.En los últimos dos meses
Narra Irina.Nadie me incitó... ¡ni siquiera él! Orlando no ha hecho ni el más mínimo gesto hacia mí. No ha cruzado más que una mirada educada y distante. ¿Y yo? Aquí, como una tonta, fantaseando con un extraño. ¡Qué vergüenza!Me levanté de la cama, sintiéndome sucia, culpable, fuera de mí. Como si hubiera cometido una traición imperdonable. Caminé hacia el baño como si huyera de algo que me perseguía desde dentro. Llené la tina con agua caliente, vertí aceites esenciales, lavanda y jazmín, y sales aromáticas, como si eso pudiera purificar algo más profundo que mi piel.Cuando por fin me sumergí en la tibieza del agua, sentí que los músculos se relajaban… pero mi alma seguía en guerra. Cerré los ojos, hundí la cabeza hasta cubrir mis oídos, deseando que el silencio apagara el ruido en mi conciencia. Pero no, no funcionó.Lo que realmente debía lavar no era mi cuerpo… era mi conciencia.—¡Irina, por Dios! —me susurré entre dientes, con rabia—. No puedes permitirte esto. No puedes.Mi
Narra Orlando.¿Qué diablos hacía en esta selva?Me lo pregunté por enésima vez mientras miraba el follaje denso y pegajoso que parecía tragarse la luz, ese mismo que ahora me rodeaba como una prisión verde. Estaba aquí por orgullo, por necedad… por Cristina. Cristina… Esa mujer que ahora duerme a mi lado como si fuésemos una pareja enamorada en retiro romántico. La misma que ronronea cuando quiere algo y muerde cuando se siente amenazada. Mi esposa. De papel. De contrato.Cristina no es mi esposa por amor, ni por error. Es mi esposa porque, en una arranque de ira y necesidad de joder a mi padre, me pareció buena idea casarme con una mujer que sabía que él despreciaría abiertamente. Lo hice por puro capricho. Y Cristina… ay, Cristina se creyó el maldito cuento. Se creyó que era la nueva señora del heredero, que su nombre se pronunciaría en las fiestas de sociedad, que tendría joyas, sirvientas, columnas en las revistas. Se tragó el anzuelo, el anzuelo de su cuento de princesa t