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CAPÍTULO 4. Como un animal salvaje.

Narra Irina.

Estas personas habían perdido el valor de la decencia. No podía creerlo. Deseaba interrumpir su escena, pero estaban en mi cocina teniendo sexo cuando tienen un aposento bien amplio para hacerlo. Sin embargo, sentí un morbo que no creía tener y me instó a quedarme allí escondida y en silencio observando todo.

Lo que ese capataz le hacía a su esposa era brutal. Lejos de hacerle el amor, se notaba que la cogía con rabia, como por pura obligación o tal vez necesidad. Sin embargo, eso provocó que apretara mis piernas y que cada vello de mi cuerpo se erizara... La tenía de rodillas, tomándola por las caderas, arremetiendo contra ella ferozmente.

Ella no mostraba dolor, sino que parecía complacida; incluso se le escapaba una sonrisa mientras se aferraba a la encimera; él parecía un animal salvaje y ella se movía al compás.

Empecé a sudar y sentí más necesidad de tomar agua. Algo en mí me decía que debía ir a mi habitación con mi esposo y otra vocecita me indicaba que no debía hacerlo porque esta es mi casa y son ellos los que tienen culpa. Los gemidos de Orlando me parecieron gloriosos, y me imaginé a mí misma en el lugar de su esposa, sintiendo todo ese placer.

Tiraba de su cabello sin tacto, luego volvía a meter las manos en sus pechos y los estrujaba; los abarcaba completos, pues no eran muy grandes, estaban hechos a su medida y eso me hizo sentir tristeza, pero no sabía por qué, si no necesito estar a su medida para él.

Lo importante es que le gusto a mi esposo tal y como soy.

«No soy yo quien está allí», me recriminé a mí misma.

Reprimí la necesidad de tocarme; únicamente me limité a mirar cómo él palpaba la intimidad de su esposa. Luego enfoqué mi atención en ese enorme trozo de carne que penetraba a Cristina; casi podía jurar que la partiría en dos.

Los gemidos de ella me enfurecían.

Eran demasiado.

Altos, insolentes… incómodos.

Decidí que ya era suficiente. No tenía fuerzas para enfrentar nada ni a nadie. Había visto demasiado. 

Iba a girarme, a regresar sobre mis pasos, pero entonces…  vi a ese capataz viéndome con descaro.

Me miraba fijo.

No como alguien sorprendido.

No como un hombre que teme haber sido descubierto.

Me miraba como si supiera perfectamente que yo estaba ahí, escondida, espiando como una tonta ingenua.

Y lo peor fue esa sonrisa.

Medio ladeada, lenta, peligrosa.

Luego, sin el menor pudor, se relamió los labios, como si saboreara un secreto indecente.

Sentí que las piernas me fallaban.

Como si un orgasmo devastador me hubiera recorrido entera.

Pero no era placer.

Era una vergüenza abrasadora, humillante, la de ser descubierta por él, así… tan vulnerable.

Corrí como si pudiera escapar de lo que había visto, de lo que había sentido, de mí misma.

Cuando llegué a la habitación, Miguel seguía dormido.

Me metí en la cama como una ladrona, temblando, confundida, culpable.

Lo abracé por detrás, buscando redención en su calor.

—Estás muy fría… —murmuró entre sueños, mientras tomaba mis manos y las frotaba con las suyas, sin abrir los ojos.

Narra Orlando.

Había ido a la cocina en busca de agua y también para dejar a Cristina peleando sola, pero no fui capaz de librarme de ella porque me siguió.

—Me dices que tengo un hermoso trasero al que no le das uso ya. Orlando, te necesito —me tocaba y yo la evadía, hasta que me enfureció.

Con violencia la incliné hacia adelante; no llevaba nada puesto bajo el albornoz. Mientras se lo quitaba, yo me dediqué a bajar un poco el pantalón del pijama que tenía puesto. De manera rústica entré en ella, sin tomarme la molestia de prepararla para mí. No me interesaba hacerlo. Lo único que deseaba era que me dejara en paz.

Pero luego de unos minutos, algo cambió.

En el momento en que percibí que estábamos siendo observados.

«Irina».

Esos ojos brillosos no dejaban de observar cada movimiento de mi parte, y fingí que no notaba su presencia.

Empecé a disfrutar lo que estaba haciendo, sin embargo, lo hacía por ella. La imaginé en el lugar de Cristina, y mi placer aumentó mucho, haciéndome comprender que me había obsesionado con la señora estirada que me menosprecia por creer que soy un simple capataz.

Luchaba por no mirar sus ojos, pero dejé de resistirme. Lo hice… y me di cuenta de que había cometido un error, porque se marchó, y junto a ella desapareció el placer.

—¿Qué sucede? —preguntó Cristina, tan asombrada como yo, porque mi erección desapareció sin más.

—Nada. Vamos a dormir. Podrían encontrarnos —usé esa excusa para hacerla callar.

Si había algo que a mí me fascinaba, era el morbo de ser descubierto, de hacer del sexo algo intenso y prohibido, porque en ese momento la adrenalina se instalaba por todo mi cuerpo. Sin embargo, no deseaba hacerlo sin Irina observando.

Narrador.

Al día siguiente, Miguel esperaba a Orlando en la caballeriza, con el ceño fruncido y la paciencia desgastándose con cada minuto que pasaba. Lo había citado a las seis en punto, pero él no aparecía. 

Sin embargo, Orlando, nunca se había levantado tan temprano, y la idea misma le parecía un castigo reservado para quienes habían pecado gravemente.

Mientras tanto, en el cuarto donde el aire aún olía a perfume barato y sudor de madrugada, la primera en ponerse de pie fue Cristina. 

Caminó descalza sobre el suelo frío, gruñendo, y fue directamente hacia él.

—¡Oye, niño rico! —le espetó con voz ronca—. Ya que se te ocurrió jugar al capataz, muévete. Esa gente no espera a nadie, mucho menos a ti.

Orlando se revolvió en la cama, se estrujó los ojos y masculló una maldición entre dientes. Le pesaban los párpados como si tuvieran arena, y el cuerpo no le respondía con la agilidad que necesitaba. Se levantó con desgano, arrastrando los pies hasta el armario donde colgaban algunas de las pocas prendas.

Minutos después, apareció en la caballeriza como si estuviera entrando a una pasarela. Llevaba unos vaqueros ajustados, una camisa negra que se adhería a su torso con descarada elegancia y unos zapatos de vestir demasiado brillantes para ese entorno. Su atuendo desentonaba tanto con el barro del suelo y el olor a estiércol que algunos trabajadores no pudieron contener las carcajadas.

—¿Y ese desfile? —murmuró uno.

—Se ve más listo para un velorio de lujo que pa' ensillar caballos —bromeó otro.

Miguel, que lo esperaba con los brazos cruzados y el rostro endurecido, miró su reloj de pulsera con una exasperación que se sentía en el aire.

—Buenos días, señor —saludó Orlando, fingiendo una tranquilidad que no sentía.

Miguel le respondió con una mirada filosa.

—Orlando, ¿usted ha trabajado antes como capataz? —preguntó, sin molestarse en ocultar el tono burlón y la rabia acumulada—. Porque estas no son horas para empezar una jornada. Y esa ropa suya… ¿de dónde la sacó? Parece más cara que la que yo uso para ir de fiesta.

Orlando se tensó. 

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