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CAPÍTULO 2. Intrusos en la cena.

 

Narra Irina.

Nadie me incitó... ¡ni siquiera él! Orlando no ha hecho ni el más mínimo gesto hacia mí. No ha cruzado más que una mirada educada y distante. ¿Y yo? Aquí, como una tonta, fantaseando con un extraño. ¡Qué vergüenza!

Me levanté de la cama, sintiéndome sucia, culpable, fuera de mí. Como si hubiera cometido una traición imperdonable. Caminé hacia el baño como si huyera de algo que me perseguía desde dentro. 

Llené la tina con agua caliente, vertí aceites esenciales, lavanda y jazmín, y sales aromáticas, como si eso pudiera purificar algo más profundo que mi piel.

Cuando por fin me sumergí en la tibieza del agua, sentí que los músculos se relajaban… pero mi alma seguía en guerra. Cerré los ojos, hundí la cabeza hasta cubrir mis oídos, deseando que el silencio apagara el ruido en mi conciencia. Pero no, no funcionó.

Lo que realmente debía lavar no era mi cuerpo… era mi conciencia.

—¡Irina, por Dios! —me susurré entre dientes, con rabia—. No puedes permitirte esto. No puedes.

Miguel no se merece una mujer que le falle… ni siquiera en pensamiento. Ha sido mi roca, mi amor, el hombre que me hizo su esposa y me construyó un palacio donde yo solo tenía ruinas.

Él me ha dado todo… y yo, ¿yo qué estoy haciendo? Pensando en otro. Obsesionándome como una colegiala. ¡Qué horror!

No era justo para él. Tampoco para mí. Mi familia me educó con valores, y si alguna vez esto saliera a la luz, el escándalo, el bochorno, la humillación… ¡me destruirían por completo!

—Mi niña… —dijo la voz de Miguel, interrumpiendo de golpe mi remolino mental.

Esa forma de llamarme. Su tono tierno, protector. Siempre logra arrancarme del abismo, aunque no lo sepa.

—Amor, estoy en la tina —respondí con rapidez, acomodándome el cabello mojado como si eso pudiera borrar de mi rostro la culpa. Como si mis ojos no hablaran ya de mi infidelidad silenciosa.

Él se acercó sin dudarlo, se sentó en el borde de la bañera y me acarició con sus dedos cálidos. Sus caricias no eran pasionales, no esta vez. Eran tiernas, dulces… llenas de una devoción que me hizo sentir aún más ruin.

—¿Te sientes mejor? —me preguntó, acariciando mi mejilla con la yema de sus dedos.

Asentí con la cabeza, evitando su mirada.

—Dormiré un ratito más y ya verás como se me pasa este malestar —le mentí, por segunda vez en el día. A él, que nunca me ha mentido. A él, que no sospecha nada.

—Bueno, princesa, te dejo descansar. Voy a darles las instrucciones a los trabajadores para que el nuevo capataz se instale en la hacienda —me informó con su tono siempre sereno.

No pude evitar fruncir el ceño.

—Creo que ese hombre no tiene ni idea de lo que es ser un capataz. No sé… tengo el presentimiento de que no aportará nada bueno a la hacienda —dije, pero por dentro sabía que no hablaba de la hacienda. Hablaba de nosotros. De mí.

Él me tomó el mentón con delicadeza y me obligó a mirarlo a los ojos.

—Amor… aprende a creer en los demás. Deja de ser tan desconfiada, tenle un chin de fe. Hazlo por mí —me susurró antes de sellar sus palabras con un beso suave que dolió como una herida.

—Bien… lo haré únicamente por ti. Pero sigo pensando que no aportará nada bueno. Ya verás —dije mientras él salía de la habitación sonriendo, sin saber lo que yo luchaba por esconderle.

Descansé. O al menos eso intenté. La tarde pasó como una niebla espesa entre pensamientos confusos y sentimientos encontrados. Pero al caer la noche, decidí que debía concentrarme en lo que era real: mi esposo, mi matrimonio, nuestra vida juntos.

Hoy tendría una noche romántica con él. Hoy lo elegiría, con todo y sus defectos, con su estrés, con su carga. Él es mío, y yo soy suya.

Busqué entre mis vestidos el que nunca me había atrevido a usar. Uno de tirantes finos, semitransparente, de un gris satinado que acariciaba mis curvas con descaro. Me miré al espejo. Me sentía atrevida. No necesitaba más que eso: la seguridad de que aún podía encender el fuego entre nosotros.

No usé ropa interior.

—Esta noche, Miguel, necesito que me recuerdes que soy tuya… y solo tuya —me dije frente al espejo, con los labios entreabiertos y con el corazón latiéndome en un compás nuevo.

Me puse las sandalias de tacón plateado, solté mi cabello, perfumé mis clavículas. Y bajé las escaleras como una mujer decidida a reconquistar su propia historia.

Al llegar al comedor, Miguel se quedó paralizado. Su mirada se clavó en mí con una mezcla de asombro, desconcierto y deseo. Boquiabierto, no logró emitir palabra alguna durante unos segundos eternos, y no lo culpo. Ni yo misma me reconocía. Nunca antes me había atrevido a tanto. Jamás.

—Amor, estás… estás hermosa, pero… —balbuceó con un tono de voz ronco, casi contenido, como si sus pensamientos estuvieran batallando entre el placer y el pudor.

No alcanzó a terminar la frase porque, de la nada, surgieron dos figuras por el pasillo que conectaba con las habitaciones de invitados. El capataz y su esposa irrumpieron en el comedor como si les perteneciera, sin un mínimo de cortesía, sin tocar la puerta, sin anunciarse. 

Mis ojos se agrandaron al verlos entrar tan campantes.

«¿Cómo demonios entraron?», me pregunté, ya que, la puerta de la cocina siempre estaba cerrada con llave, y la principal también. Para ingresar aquí desde su alojamiento debían haber dado una vuelta enorme. O... ¿acaso ya tenían acceso libre? ¿Miguel les había dado una llave?

—Buenas noches, mi señora —entonó la mujer con una voz cantarina, suave pero firme. Su presencia tenía ese algo de las mujeres del campo, sencillas, fuertes, acostumbradas al trabajo duro, y, sin embargo, no me transmitía amenaza alguna.

Todo lo contrario a su marido.

Él, en cambio, caminaba con un aire de suficiencia que me hizo apretar los dientes. Sus ojos no tardaron en recorrerme de arriba abajo, y cuando se detuvieron en mis senos, que se insinuaban sin pudor tras la tela semitransparente del vestido, sentí una mezcla de vergüenza, furia y desamparo. 

Quise cruzarme de brazos, cubrirme, desaparecer. ¡Qué ridícula fui al pensar que esta noche sería íntima y especial! ¡Qué estúpida al creer que aún podía controlar algo en esta casa!

—Buenas noches, señora —dijo él, sin disimular su mirada—. Disculpe que le estemos importunando.

«Importunando, mis ovarios», pensé. Lo que estaba haciendo era invadir, observar, deleitarse con lo que no le pertenece. Sentí la turbación subirme como una fiebre por la espalda.

Entonces Miguel, como si leyera mis pensamientos, pero no supiera interpretarlos, habló con esa voz amable que tanto amaba y que, en ese instante, me pareció la más traidora del mundo.

—Mi amor, esta tarde fui a informarte que invité al capataz y a su esposa a quedarse aquí en la hacienda —explicó con tono tranquilo, como si me contara que había traído pan fresco del pueblo—. Ya que es muy grande y solo estamos nosotros dos viviendo, pensé que era buena idea. De paso los invité a cenar para darles la bienvenida.

Tuve que hacer un esfuerzo sobrehumano para no estallar en carcajadas. ¿La bienvenida? ¿Aquí? ¿Así? ¿Ahora?

Quise gritarle: ¿Y también vas a invitarlo a dormir entre nosotros? ¿O a compartir mi ropa interior, ya que tan libre es el acceso a nuestra casa? Pero no dije nada. 

En cambio, esbocé una sonrisa irónica, venenosa, mientras mi garganta ardía con la necesidad de escupir la incomodidad.

—Creo que mejor me voy a cambiar para no molestar enseñando mis bubis, ¿no crees, amor? —dije con dulzura ácida, lanzándole una mirada fulminante que él no tardó en captar. 

Miguel tragó saliva. Su expresión cambió. No me respondió, pero sabía que lo había herido. Y eso, en vez de aliviarme, me dolió más a mí.

«Esta noche iba a ser nuestra», pensé mientras me alejaba hacia la habitación, sintiendo las miradas clavadas en mi espalda. 

La del capataz, sucia y descarada. La de su esposa, curiosa. La de Miguel... confundida. Como si no entendiera por qué estaba molesta. Como si no notara que había abierto la puerta a un abismo que no sabía cómo cerrar.

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