Narra Irina.
Nadie me incitó... ¡ni siquiera él! Orlando no ha hecho ni el más mínimo gesto hacia mí. No ha cruzado más que una mirada educada y distante. ¿Y yo? Aquí, como una tonta, fantaseando con un extraño. ¡Qué vergüenza!
Me levanté de la cama, sintiéndome sucia, culpable, fuera de mí. Como si hubiera cometido una traición imperdonable. Caminé hacia el baño como si huyera de algo que me perseguía desde dentro.
Llené la tina con agua caliente, vertí aceites esenciales, lavanda y jazmín, y sales aromáticas, como si eso pudiera purificar algo más profundo que mi piel.
Cuando por fin me sumergí en la tibieza del agua, sentí que los músculos se relajaban… pero mi alma seguía en guerra. Cerré los ojos, hundí la cabeza hasta cubrir mis oídos, deseando que el silencio apagara el ruido en mi conciencia. Pero no, no funcionó.
Lo que realmente debía lavar no era mi cuerpo… era mi conciencia.
—¡Irina, por Dios! —me susurré entre dientes, con rabia—. No puedes permitirte esto. No puedes.
Miguel no se merece una mujer que le falle… ni siquiera en pensamiento. Ha sido mi roca, mi amor, el hombre que me hizo su esposa y me construyó un palacio donde yo solo tenía ruinas.
Él me ha dado todo… y yo, ¿yo qué estoy haciendo? Pensando en otro. Obsesionándome como una colegiala. ¡Qué horror!
No era justo para él. Tampoco para mí. Mi familia me educó con valores, y si alguna vez esto saliera a la luz, el escándalo, el bochorno, la humillación… ¡me destruirían por completo!
—Mi niña… —dijo la voz de Miguel, interrumpiendo de golpe mi remolino mental.
Esa forma de llamarme. Su tono tierno, protector. Siempre logra arrancarme del abismo, aunque no lo sepa.
—Amor, estoy en la tina —respondí con rapidez, acomodándome el cabello mojado como si eso pudiera borrar de mi rostro la culpa. Como si mis ojos no hablaran ya de mi infidelidad silenciosa.
Él se acercó sin dudarlo, se sentó en el borde de la bañera y me acarició con sus dedos cálidos. Sus caricias no eran pasionales, no esta vez. Eran tiernas, dulces… llenas de una devoción que me hizo sentir aún más ruin.
—¿Te sientes mejor? —me preguntó, acariciando mi mejilla con la yema de sus dedos.
Asentí con la cabeza, evitando su mirada.
—Dormiré un ratito más y ya verás como se me pasa este malestar —le mentí, por segunda vez en el día. A él, que nunca me ha mentido. A él, que no sospecha nada.
—Bueno, princesa, te dejo descansar. Voy a darles las instrucciones a los trabajadores para que el nuevo capataz se instale en la hacienda —me informó con su tono siempre sereno.
No pude evitar fruncir el ceño.
—Creo que ese hombre no tiene ni idea de lo que es ser un capataz. No sé… tengo el presentimiento de que no aportará nada bueno a la hacienda —dije, pero por dentro sabía que no hablaba de la hacienda. Hablaba de nosotros. De mí.
Él me tomó el mentón con delicadeza y me obligó a mirarlo a los ojos.
—Amor… aprende a creer en los demás. Deja de ser tan desconfiada, tenle un chin de fe. Hazlo por mí —me susurró antes de sellar sus palabras con un beso suave que dolió como una herida.
—Bien… lo haré únicamente por ti. Pero sigo pensando que no aportará nada bueno. Ya verás —dije mientras él salía de la habitación sonriendo, sin saber lo que yo luchaba por esconderle.
Descansé. O al menos eso intenté. La tarde pasó como una niebla espesa entre pensamientos confusos y sentimientos encontrados. Pero al caer la noche, decidí que debía concentrarme en lo que era real: mi esposo, mi matrimonio, nuestra vida juntos.
Hoy tendría una noche romántica con él. Hoy lo elegiría, con todo y sus defectos, con su estrés, con su carga. Él es mío, y yo soy suya.
Busqué entre mis vestidos el que nunca me había atrevido a usar. Uno de tirantes finos, semitransparente, de un gris satinado que acariciaba mis curvas con descaro. Me miré al espejo. Me sentía atrevida. No necesitaba más que eso: la seguridad de que aún podía encender el fuego entre nosotros.
No usé ropa interior.
—Esta noche, Miguel, necesito que me recuerdes que soy tuya… y solo tuya —me dije frente al espejo, con los labios entreabiertos y con el corazón latiéndome en un compás nuevo.
Me puse las sandalias de tacón plateado, solté mi cabello, perfumé mis clavículas. Y bajé las escaleras como una mujer decidida a reconquistar su propia historia.
Al llegar al comedor, Miguel se quedó paralizado. Su mirada se clavó en mí con una mezcla de asombro, desconcierto y deseo. Boquiabierto, no logró emitir palabra alguna durante unos segundos eternos, y no lo culpo. Ni yo misma me reconocía. Nunca antes me había atrevido a tanto. Jamás.
—Amor, estás… estás hermosa, pero… —balbuceó con un tono de voz ronco, casi contenido, como si sus pensamientos estuvieran batallando entre el placer y el pudor.
No alcanzó a terminar la frase porque, de la nada, surgieron dos figuras por el pasillo que conectaba con las habitaciones de invitados. El capataz y su esposa irrumpieron en el comedor como si les perteneciera, sin un mínimo de cortesía, sin tocar la puerta, sin anunciarse.
Mis ojos se agrandaron al verlos entrar tan campantes.
«¿Cómo demonios entraron?», me pregunté, ya que, la puerta de la cocina siempre estaba cerrada con llave, y la principal también. Para ingresar aquí desde su alojamiento debían haber dado una vuelta enorme. O... ¿acaso ya tenían acceso libre? ¿Miguel les había dado una llave?
—Buenas noches, mi señora —entonó la mujer con una voz cantarina, suave pero firme. Su presencia tenía ese algo de las mujeres del campo, sencillas, fuertes, acostumbradas al trabajo duro, y, sin embargo, no me transmitía amenaza alguna.
Todo lo contrario a su marido.
Él, en cambio, caminaba con un aire de suficiencia que me hizo apretar los dientes. Sus ojos no tardaron en recorrerme de arriba abajo, y cuando se detuvieron en mis senos, que se insinuaban sin pudor tras la tela semitransparente del vestido, sentí una mezcla de vergüenza, furia y desamparo.
Quise cruzarme de brazos, cubrirme, desaparecer. ¡Qué ridícula fui al pensar que esta noche sería íntima y especial! ¡Qué estúpida al creer que aún podía controlar algo en esta casa!
—Buenas noches, señora —dijo él, sin disimular su mirada—. Disculpe que le estemos importunando.
«Importunando, mis ovarios», pensé. Lo que estaba haciendo era invadir, observar, deleitarse con lo que no le pertenece. Sentí la turbación subirme como una fiebre por la espalda.
Entonces Miguel, como si leyera mis pensamientos, pero no supiera interpretarlos, habló con esa voz amable que tanto amaba y que, en ese instante, me pareció la más traidora del mundo.
—Mi amor, esta tarde fui a informarte que invité al capataz y a su esposa a quedarse aquí en la hacienda —explicó con tono tranquilo, como si me contara que había traído pan fresco del pueblo—. Ya que es muy grande y solo estamos nosotros dos viviendo, pensé que era buena idea. De paso los invité a cenar para darles la bienvenida.
Tuve que hacer un esfuerzo sobrehumano para no estallar en carcajadas. ¿La bienvenida? ¿Aquí? ¿Así? ¿Ahora?
Quise gritarle: ¿Y también vas a invitarlo a dormir entre nosotros? ¿O a compartir mi ropa interior, ya que tan libre es el acceso a nuestra casa? Pero no dije nada.
En cambio, esbocé una sonrisa irónica, venenosa, mientras mi garganta ardía con la necesidad de escupir la incomodidad.
—Creo que mejor me voy a cambiar para no molestar enseñando mis bubis, ¿no crees, amor? —dije con dulzura ácida, lanzándole una mirada fulminante que él no tardó en captar.
Miguel tragó saliva. Su expresión cambió. No me respondió, pero sabía que lo había herido. Y eso, en vez de aliviarme, me dolió más a mí.
«Esta noche iba a ser nuestra», pensé mientras me alejaba hacia la habitación, sintiendo las miradas clavadas en mi espalda.
La del capataz, sucia y descarada. La de su esposa, curiosa. La de Miguel... confundida. Como si no entendiera por qué estaba molesta. Como si no notara que había abierto la puerta a un abismo que no sabía cómo cerrar.
Narra Orlando.¿Qué diablos hacía en esta selva?Me lo pregunté por enésima vez mientras miraba el follaje denso y pegajoso que parecía tragarse la luz, ese mismo que ahora me rodeaba como una prisión verde. Estaba aquí por orgullo, por necedad… por Cristina. Cristina… Esa mujer que ahora duerme a mi lado como si fuésemos una pareja enamorada en retiro romántico. La misma que ronronea cuando quiere algo y muerde cuando se siente amenazada. Mi esposa. De papel. De contrato.Cristina no es mi esposa por amor, ni por error. Es mi esposa porque, en una arranque de ira y necesidad de joder a mi padre, me pareció buena idea casarme con una mujer que sabía que él despreciaría abiertamente. Lo hice por puro capricho. Y Cristina… ay, Cristina se creyó el maldito cuento. Se creyó que era la nueva señora del heredero, que su nombre se pronunciaría en las fiestas de sociedad, que tendría joyas, sirvientas, columnas en las revistas. Se tragó el anzuelo, el anzuelo de su cuento de princesa t
Narra Irina.Estas personas habían perdido el valor de la decencia. No podía creerlo. Deseaba interrumpir su escena, pero estaban en mi cocina teniendo sexo cuando tienen un aposento bien amplio para hacerlo. Sin embargo, sentí un morbo que no creía tener y me instó a quedarme allí escondida y en silencio observando todo.Lo que ese capataz le hacía a su esposa era brutal. Lejos de hacerle el amor, se notaba que la cogía con rabia, como por pura obligación o tal vez necesidad. Sin embargo, eso provocó que apretara mis piernas y que cada vello de mi cuerpo se erizara... La tenía de rodillas, tomándola por las caderas, arremetiendo contra ella ferozmente.Ella no mostraba dolor, sino que parecía complacida; incluso se le escapaba una sonrisa mientras se aferraba a la encimera; él parecía un animal salvaje y ella se movía al compás.Empecé a sudar y sentí más necesidad de tomar agua. Algo en mí me decía que debía ir a mi habitación con mi esposo y otra vocecita me indicaba que no debía h
Narrador.—No, jefe. Esta ropa me la regaló un primo. Perdí todas mis pertenencias y… bueno, es lo único que tengo decente —dijo, bajando la mirada con falsa humildad—. Y sobre la hora, me disculpo. Mi esposa se sintió mal anoche por lo que pasó con la señora. No quería que generáramos conflictos. —Sonrió por dentro, porque deseaba provocarle un problema a Irina con Miguel. De esa manera, el jefe lo dejaría en paz y, de paso, le daría una lección a la señora por ser tan presuntuosa—. Ya sabe usted cómo son las mujeres… me desveló con su intranquilidad.—Sí, usted tiene razón. Las mujeres son intensas cuando se lo proponen. Y me disculpo por el desplante de mi esposa; luego me explicó que no se sentía bien —Miguel aceptó su excusa porque también él había tenido un altercado con Irina.Miguel debía salir de la hacienda para ir a negociar un nuevo ganado, pero antes de irse le buscó una ropa adecuada a Orlando. También le indicó cuál sería su trabajo, cosa que a él le pareció bastante fá
Orlando Montes de Oca, provenía de una de las familias más acaudaladas de la capital mexicana. Era el único heredero del emporio de bancos agrícolas Montes de Oca, y su vida entera se había construido sobre lujos, excesos y libertades desmedidas. No tenía límites. No los conocía.Todas las noches se sumergía en el resplandor de los antros más exclusivos, acompañado de copas caras, risas huecas y mujeres que no recordaba al día siguiente. Y cuando salía el sol, Orlando apenas se dignaba a abrir los ojos. Dormía hasta tarde, evadiendo cualquier responsabilidad como si fuera una plaga.Su padre, don Aurelio Montes de Oca, lo observaba con una mezcla de decepción y desesperanza.—Este muchacho va a acabar enterrándome antes de tiempo —gruñía entre dientes, cada vez que llegaban reportes del más reciente escándalo.Había intentado todo: amenazas, sermones, sobornos emocionales, incluso una breve internación en Europa bajo el pretexto de "rehabilitación de la imagen". Pero nada funcionaba
Narra IrinaEstaba sentada junto a mi esposo, recostada contra su hombro, mientras él hablaba por teléfono. Yo solo escuchaba retazos de la conversación, hasta que su rostro se iluminó con una emoción que no veía desde hacía semanas.—¿De verdad? ¿Ya lo encontraste? —dijo, con esa voz grave que tanto me gustaba cuando estaba entusiasmado—. Sí, claro, tráelos. A los dos. Que se vengan directo a La Niña.Así llamaba a nuestra hacienda. La Niña. No por mí, claro, o eso decía él con una sonrisa en los labios cada vez que lo preguntaban… pero yo sabía que sí. Era su forma de decirme que me pertenecía, como yo le pertenecía a él.Llevo más de dos años casada con Miguel Martínez. Mi único y primer amor, el dueño de todos mis suspiros y de cada uno de mis desvelos. A su lado conocí lo que era sentirse mujer, sentirse amada, deseada, cuidada como una joya. Me lo da todo, absolutamente todo, y me consiente como si aún fuéramos novios. Pero últimamente… algo ha cambiado.En los últimos dos meses