Un amor que late incluso en el hielo más profundo. En un pueblo sepultado por la nieve y el silencio, Nicolás Drew Aston —un alfa solitario, de cuerpo grande y alma aún más profunda— vive ignorado por quienes solo ven su apariencia. Su rutina cambia cuando Reik Phillips West, un omega embarazado, roto y su ex vecino de la infancia, llega a su ciudad natal huyendo de un pasado violento. Reik solo quiere paz. Pero su ex, un alfa posesivo, lo encuentra… y con un empujón brutal, le arrebata lo más preciado al oler en él aroma de otro Alfa. Sumido en la tristeza, Reik encuentra un inesperado consuelo en Nicolás: el hombre que todos olvidaron, pero que lo mira como nadie lo ha hecho. Bajo la nieve, nace algo tibio, verdadero... y peligroso. Porque el deseo florece incluso en el hielo, y esta vez, no será fácil apagar el fuego. Un alfa ignorado. Un omega herido. Un invierno que los une… Y un latido que vuelve a nacer.
Leer másLa nieve cae como si nunca fuera a detenerse. Es densa, suave, silenciosa. Un manto blanco lo cubre todo, y entre ese paisaje invernal, Reik desciende del tren con pasos temblorosos. La bufanda gris le cubre la mitad del rostro hinchado por todo lo que lloró en el camino, pero su piel enrojecida por el frío traiciona la palidez de quien ha pasado más miedo que noches en paz.
La estación de Eisblum parece sacada de un cuento congelado. Uno que otro banco de madera, faroles apagados por el viento, el eco lejano de pasos. Y entre la bruma helada, una figura familiar: su abuela. Livia lo espera con los brazos abiertos, los ojos arrasados en lágrimas. —Mi pequeño… —dice apenas, con un susurro que más se siente que se oye. Reik cae en su abrazo como si sus huesos ya no sostuvieran nada. El calor de ese cuerpo envejecido es lo más cercano al hogar que ha sentido en años. —Abuelita... El termo caliente que ella le ofrece tiembla en sus manos, pero no por el frío. —Toma, debes tener sed, pequeño. El tren se marcha, dejándolos en un silencio blanco. —Gracias por venir a recogerme...creo que no hubiera llegado solo después de diez años de no vivir aquí. Camino a casa, las montañas se alzan como guardianes que observan en silencio. El pueblo parece detenido en el tiempo: chimeneas humeantes, techos cubiertos de nieve, perros durmiendo sobre esteras. Reik aprieta la mochila contra su pecho. Dentro no hay más que un par de mudas, su medalla de plata de hace años, su pasaporte, algo de efectivo, una libreta con viejas coreografías… y una prueba de embarazo ya desteñida, doblada con cuidado entre las páginas. —El clima es cambiante últimamente. Pero te va a encantar el verano cuando se descongele el lago es un punto turístico muy hermoso. —Me imagino. La casa de su abuela huele a canela, madera vieja y sopas eternas. El sonido del radiador chisporroteando es acogedor. Livia deja su abrigo, le ofrece una toalla caliente para secarse el cabello rubio, pero Reik solo se sienta frente a la ventana, en silencio. —Abuela...yo... —No tienes que decir nada, mi amor. Solo descansa. Aquí estás a salvo —repite ella, esa palabra mágica que parece demasiado buena para ser cierta. Pero en la cabeza de Reik, el pasado aún ruge. Hace tres días. La lluvia golpea los ventanales con una furia animal. Las luces parpadean en el apartamento de ciudad. Reik, acorralado contra una pared, tiembla. Su mejilla izquierda arde con una mancha roja, y su labio inferior sangra. No grita. Ya ha aprendido que gritar solo lo enfurece más. —¿¡Cómo te atreves a decirme eso!? —grita Omar, su ex, su infierno, su celda de cristal—. ¿Crees que puedes dejarme así, sin más? ¡Tú y ese maldito engendro dentro de ti me pertenecen! El alfa está enojado. Pero eso no es nuevo. Omar siempre está enojado. Con el mundo, con Reik, con cualquier cosa que se atreva a decir “no”. Reik intenta retroceder, pero la espalda ya topa contra la pared. —Omar… por favor. Ya no más. No quiero seguir así. No es bueno para mí… ni para el bebé. Solo lo comenté porque tengo tiempo que no visito a mi abuelapuedes ir conmigo si quieres. Esta muy viejita y vive sola. Además tengo años que no voy a mi pueblo natal. Y ahí está. Lo dice en voz alta. El bebé. Ese pequeño punto de luz que crece dentro de él, lo único que lo mantiene respirando. Omar lo mira como si acabara de traicionarlo con un enemigo. —Si te vas, Reik… si me traicionas —le susurra, acercando su boca a su oído, apretando su muñeca con fuerza—, juro por lo más sagrado que no dejaré que tú o ese bastardo respiren una vez más. ¿Me entiendes? Reik cierra los ojos. Esa promesa se le incrusta en el pecho como hielo. Al día siguiente, espera a que Omar salga a su trabajo de bienes raíces. Va a reunirse con unos socios luego del trabajo, según dijo. En cuanto la puerta se cierra, Reik se mueve. El cuerpo le duele. Le cuesta caminar. Pero hay algo que lo empuja: la vida que lleva dentro desde hace tres meses. Toma su mochila, mete lo justo. Ropa abrigada. La medalla. La prueba. El cepillo de su madre que aún conserva. Y sus documentos personales además de algo de efectivo. Y sale bajo la lluvia, con una sola idea en mente: escapar. Llama a la única persona que jamás lo juzgó. —¿Abue? —¡Reik! ¿Mi niño? ¿Qué pasa, estás bien? —Solo… queria decirte que si voy a visitarte como prometí... aunque Omar no me va a acompañar. —Empaca lo que puedas y ven. Aquí estarás a gusto, no he tocado tu habitación. Él aprieta los dientes. Esa palabra. “A gusto”. ¿De verdad existe ese lugar? Ahora. Reik se despierta en la vieja habitación de su infancia. La ventana empañada da al jardín nevado, donde los árboles están vestidos de blanco. La cama cruje, las paredes están adornadas con cuadros que ya no recuerda haber colgado. Todo le resulta ajeno y familiar al mismo tiempo. Livia entra con una taza humeante. —Toma, bebé. Té de manzanilla. —Gracias, abue. Ella lo observa con preocupación, pero no dice nada. Solo acaricia su cabello. Reik cierra los ojos. El té le quema la garganta, pero no lo suficiente como para borrar el recuerdo de Omar. —Abue...me escapé de casa a mi edad. No me sentía feliz. —Lo imaginé desde que dijiste que ese licántropo no venía contigo. Ese alfa nunca me dió buena espina. Eres un lobito Omega muy hermoso y tenías un hermoso futuro en tu carrera que iba en ascenso hasta que lo conociste en esa competencia de patinaje hace seis años cuando ibas a cumplir 19 años. —¿Crees que me encontrará? —pregunta en voz baja. Livia suspira. —Este pueblo es pequeño, pero fuerte. Aquí nadie le abrirá la puerta a un alfa licántropo violento. Confía en mí. Él asiente, aunque la ansiedad no lo suelta. Lo siente vibrar en su estómago, justo junto al lugar donde antes latía una esperanza. Aún no sabe si su bebé está bien. Aún no se atreve a ir al médico del pueblo. No quiere saber si es niño o niña, solo quiere saber que está en salud, que está bien. Esa tarde, la nieve da tregua. Livia lo convence de caminar hasta el parque de patinaje, un espacio techado que funciona todo el año. Dice que le hará bien salir un rato, despejar la mente. Cuando llegan, Reik se queda mudo. El lugar no ha cambiado mucho desde su infancia: las paredes de madera, los cristales empañados, el eco de cuchillas sobre hielo. Pero ahora hay niños jugando, aprendiendo a deslizarse torpemente. El olor a chocolate caliente flota en el aire. —¿Recuerdas cómo volabas aquí? —sonríe Livia—. No había quien te alcanzara. Reik sonríe con nostalgia. —Mis amigos me prohibieron patinar días antes hasta las finales para no lastimarme. Decían que mi ropa era muy ceñida… que las otras niñas me miraban demasiado y podía distraerme. Y en suiza Omar me prohibió un año después, patinar, porque decía que todos se enamoraban de mi y no lo soportaba. Que me quería solo para él. —Pues aquí, nadie manda sobre tu cuerpo, Reik. Y si quieres, puedes volver. El omega Licántropo no responde, pero algo se enciende en su mirada. Algo que hacía tiempo no sentía: anhelo. Desde el otro extremo de la pista, un hombre los observa. Es grande. Muy grande. Lleva una chaqueta azul y guantes gruesos. Limpia con una pala los bordes del hielo, concentrado. Cuando levanta la cabeza, sus ojos verdes se cruzan con los de Reik por un instante. Y luego baja la mirada, tímido. —¿Quién es? —pregunta Reik. —Nicolás Drew. Nuestro vecino. Ahora es encargado de mantenimiento de todo el lugar. No habla mucho, pero es un buen hombre. Aún no se casa. Creo que lo discriminan aún por ser obeso. Reik asiente. A su mente llega su nombre, era su vecino obeso de la infancia, aquel chico de ojos verdes que le llamaban botija. No dice nada más. Pero cuando se van del parque, siente que hay algo en ese lugar que lo llama. Esa noche, la pesadilla vuelve. Omar golpea la puerta. La rompe. Lo arrastra del cabello. Reik grita, pero nadie lo escucha. Y al despertar, tiene la cara empapada en sudor, el cuerpo temblando y las sábanas revueltas. Sale al pasillo. Livia duerme con una radio encendida, música suave de los setenta. Él se recuesta en el sofá. Mira el techo. Se acaricia el vientre. —¿Estás ahí? —susurra. No siente nada. Ni unas pataditas. Y ese silencio lo rompe más que cualquier golpe. Tres días después, decide salir solo. Va al parque. Observa desde la tribuna mientras los niños resbalan y ríen. Nadie lo reconoce. Nadie lo juzga. Y eso es un alivio. Entonces, lo ve. Nicolás. Está doblando una lona, sudoroso, sin gorro. Su cabello castaño, está mojado por la nieve, pero su rostro parece tranquilo. Entra a una sala lateral y vuelve con una caja de herramientas. Cuando pasa junto a Reik, lo saluda apenas con un leve gesto. —Hola —se atreve a decir Reik, inseguro. Nicolás lo mira, sorprendido, como si no esperara que alguien le hablara. —Hola. —Soy Reik… West. ¿No te acuerdas de mi? —Nicolás —responde él, con voz grave, y una timidez palpable. Se hace un silencio incómodo, pero no desagradable. —Si, mi abuela ayer me dijo quien eras cuando pregunté... Te ves...enorme. Creciste el doble —le dice sin intención de ofender, solo quería un tema de conversación...halagarlo. Pero Nicolás pensó lo contrario. —Ahh, si. —Tu pala tiene la manija suelta —dice Reik, señalando la herramienta. —Sí. La arreglo después. —Puedo ayudarte, si quieres. Fui bueno en eso. Antes. Nicolás lo mira, los labios apenas curvados. Una sonrisa, casi imperceptible. —Si quieres. Y en ese momento, por primera vez desde que llegó, Reik siente que no es solo un cuerpo herido. Que tal vez, solo tal vez, aún puede construir algo nuevo. Aunque el hielo cubra todo. Aunque aún duela respirar. Aunque no sepa si su bebé sigue ahí.El tiempo fue pasando, y aquella noche cálida en medio del frío invierno quedó grabada en la memoria de los tres. Una noche donde las risas se mezclaron con susurros, y el amor se volvió más fuerte que cualquier secreto.El embarazo continuó entre mimos, cuidados y complicidades. Reik se encargaba de que no le faltara nada en casa, preparando comidas suaves, revisando cada detalle del cuarto de los bebés. Nicolás, por su parte, la consentía con masajes en los pies, largas charlas al atardecer y canciones improvisadas para calmarla cuando los nervios aparecían.Ella, aunque con la panza cada vez más grande, se sentía en el centro de un universo único: dos alfas que se turnaban para hacerla sonreír, para recordarle a cada instante que no estaba sola, que era amada, deseada, respetada.Las noches seguían siendo de ellos, a veces tranquilas, abrazados los tres frente al fuego, y otras llenas de pasión contenida, en las que intentaban no hacer ruido pero terminaban riendo al descubrir que e
El silencio reinó unos segundos. Todos miraron a Ivanna, quien dejó la taza sobre la mesa y posó ambas manos sobre su vientre.—Lo he pensado mucho. Quiero que sus nombres tengan significado. Algo que los acompañe siempre, incluso en los momentos más oscuros.—¿Qué tienes en mente? —preguntó Nicolás con curiosidad, sentado a su lado.Ivanna respiró hondo.—Para el primero… quiero que se llame Elian. Significa “hijo del sol”. Porque incluso en medio del invierno más frío, ustedes… —miró a todos con los ojos brillantes— me enseñaron que siempre habrá un rayo de luz.Los ojos de Nielsen se suavizaron y tomó su mano.—Elian… —repitió, probando el nombre en sus labios—. Es perfecto.—Y para el segundo… —continuó Ivanna, emocionada— quiero que se llame Noah. Significa “descanso, paz”. Porque después de tantas tormentas en mi vida, estos pequeños son la promesa de que puedo respirar tranquila.Reik asintió con una sonrisa cálida.—Elian y Noah… hijos del sol y de la paz. Dos regalos que lleg
Los días comenzaron a tener un ritmo distinto.Ya no eran noches de lágrimas escondidas ni mañanas llenas de culpas; poco a poco, Ivanna aprendió a respirar sin sentir que cada inhalación era una traición a lo que juró frente a la tumba de su madre.Cada amanecer estaba lleno de pequeños gestos que iban curándola: Nielsen trayéndole un vaso de leche tibia antes de que se levantara, Nathan frotándole los pies cuando la hinchazón empezaba a notarse, las gemelas Rianna y Roselin arrastrándola a la sala con revistas de maternidad y listas de nombres, y Reik con Nicolás convirtiéndose en dos figuras paternas tan firmes como dulces.La madre de Nicolás también aparecía a menudo, siempre con algo entre las manos: una manta tejida, un tarro de mermelada casera, algún consejo envuelto en cariño. Ella, con su serenidad, lograba que la casa se sintiera todavía más llena de amor.El tiempo pasó sin que Ivanna lo notara. Las semanas se transformaron en un mapa de cambios: sus náuseas fueron dismin
El reloj de la sala marcaba las tres de la madrugada, pero nadie tenía ganas de dormir realmente. La casa estaba en silencio, salvo por el crujir leve de la madera y el murmullo distante del viento que golpeaba las ventanas. Ivanna estaba acurrucada en el sofá, las lágrimas secas todavía en sus mejillas, su respiración irregular y pesada. Los acontecimientos de la noche la habían dejado exhausta, pero más que el cansancio físico, era el peso emocional lo que la tenía atrapada.Nathan y Nielsen se sentaron a su lado, dejándose caer suavemente sobre la alfombra mientras la rodeaban con sus cuerpos. Los dos gemelos se acomodaron a su lado, formando un pequeño refugio cálido y protector. Ivanna apoyó la cabeza sobre el hombro de Nathan, sintiendo cómo el aroma de su perfume la anclaba al presente. Nielsen rodeó su espalda con el brazo, como un muro invisible que la separaba del mundo exterior.—Descansa un poco —susurró Nathan, rozándole los cabellos—. No tienes que hablar ahora. Solo res
El silencio se había instalado como un huésped incómodo, y los latidos de Ivanna resonaban como tambores en su pecho. Las manos de Nathan, cálidas sobre las suyas, eran un ancla que la mantenía en el presente… pero su mente estaba atrapada en todo lo que había callado.—Yo… —empezó, y su voz se quebró—. Necesito confesarles algo.Nielsen, que estaba de pie en la cocina, giró de inmediato. Nathan no se movió, pero su mirada se afiló como si su corazón supiera que lo que venía iba a doler. Reik, sentado en el otro sofá a su lado, inclinó el cuerpo hacia adelante. Nicolás, de brazos cruzados, se acercó lentamente.—Escuchamos —dijo Nicolás, con esa calma tensa que podía ser más peligrosa que un grito.Ivanna tragó saliva. Sintió que sus manos sudaban y que el calor del fuego no alcanzaba para derretir el hielo que le subía por la espalda.—Tal vez… tal vez no conozcan a mi madre —dijo, y buscó en sus rostros algún signo—. Su nombre era Irina.Hubo un silencio breve. Nathan frunció el ceñ
Ella subió, cerró la puerta con un golpe seco, encendió el motor y arrancó. Nathan y Nielsen apenas reaccionaron, corrieron hacia su moto. —¡¡Ivanna!! —gritó Nathan, sin lograr que ella se detuviera. Nielsen encendió la moto y Nathan se subió detrás. Comenzaron la persecución por la carretera helada, mientras la nieve comenzaba a caer con furia. Ivanna solo quería escapar. Del amor. De la ternura. De los ojos sinceros de esos dos alfas que la trataban como lo más sagrado. Ella no podía… no debía amarlos. “Mi madre los llamó letales… monstruos… ¿Cómo pueden ser todo lo contrario? ¿Y si ella estaba equivocada… o si yo lo estoy?”—¡Ivanna hablemos!—¡Detente es peligroso!—¡No quiero dejenme sola! Las lágrimas le nublaban la vista. La camioneta patinó ligeramente, y ella soltó un grito, pisando el freno, pero era tarde. El vehículo se deslizó hacia el borde del risco. La nieve lo había hecho resbalar hasta quedar con medio cuerpo colgando del abismo. El estres fue denso… solo
Último capítulo