El silencio se había instalado como un huésped incómodo, y los latidos de Ivanna resonaban como tambores en su pecho. Las manos de Nathan, cálidas sobre las suyas, eran un ancla que la mantenía en el presente… pero su mente estaba atrapada en todo lo que había callado.
—Yo… —empezó, y su voz se quebró—. Necesito confesarles algo.
Nielsen, que estaba de pie en la cocina, giró de inmediato. Nathan no se movió, pero su mirada se afiló como si su corazón supiera que lo que venía iba a doler. Reik, sentado en el otro sofá a su lado, inclinó el cuerpo hacia adelante. Nicolás, de brazos cruzados, se acercó lentamente.
—Escuchamos —dijo Nicolás, con esa calma tensa que podía ser más peligrosa que un grito.
Ivanna tragó saliva. Sintió que sus manos sudaban y que el calor del fuego no alcanzaba para derretir el hielo que le subía por la espalda.
—Tal vez… tal vez no conozcan a mi madre —dijo, y buscó en sus rostros algún signo—. Su nombre era Irina.
Hubo un silencio breve. Nathan frunció el ceñ