Corazón herido.
La noche cae sobre el bosque como una sábana pesada, húmeda. Las estrellas parpadean con timidez entre las nubes altas. Reik se sienta junto a Nicolás, envuelto en una manta gruesa, observando cómo las llamas de la fogata dibujan sombras largas y danzantes sobre sus rostros.
—¿Alguna vez asaste malvaviscos? —pregunta Nicolás, sacando una bolsa con manos temblorosas.
—Una vez —responde Reik, apenas sonriendo—. Tenía ocho años. Me quemé la lengua.
—Entonces esta noche tendrás revancha.
Clavan los malvaviscos en ramas delgadas. Los acercan al fuego. Las chispas saltan como si intentaran huir del suelo. El silencio entre ambos no pesa. Se siente cálido. Cómplice.
Reik lanza una carcajada cuando su malvavisco se incendia por accidente.
—¡Estás peor que yo!
Nicolás lo mira y ríe también, aunque sus ojos no ríen tanto como su boca. Hay un brillo extraño en su mirada. Nostálgico. Dolido.
Cuando el fuego empieza a menguar, Reik se acurruca más junto a Nicolás. El cansancio le pesa en los párpados. Ha sido un día largo. Un día demasiado feliz para su cuerpo roto. Algo dentro de él no quiere dejarse ir… pero se rinde.
Su cabeza se apoya en el hombro del alfa. Su respiración se vuelve más profunda. Se duerme.
Nicolás permanece quieto, paralizado, como si un solo movimiento pudiera quebrar ese momento. Su garganta arde. El nudo que ha contenido todo el día amenaza con subir hasta sus ojos y sin darse cuenta suelta feromonas de felicidad.
Acaricia el cabello de Reik con delicadeza, con una ternura apenas contenida. Lo abraza sin apretar, sintiendo el peso cálido de su cuerpo. Y debajo de todo eso… el leve, apacible latido de una nueva vida. Un corazón diminuto, oculto en otro, latiendo como un secreto.
Lo levanta con cuidado. Como si cargara el mundo.
—Buenas noches Nico. Mira esto...¿Aún duerme como un tronco como cuando era niño, eh? —dice Livia cuando abre la puerta con una sonrisa adormilada.
—No ha cambiado nada —responde Nicolás en voz baja.
Cruzan el pasillo antiguo. Cada rincón de la casa huele a lavanda, madera vieja y recuerdos.
La habitación de Reik parece congelada en el tiempo. Libros apilados, una manta tejida a mano, cortinas azul cielo. Nicolás lo recuesta con un suspiro que no se atreve a dejar escapar del todo.
—Gracias, hijo —dice Livia, apoyándole la mano en el hombro.
Él asiente y se marcha sin hacer ruido. Pero esa noche… no logra dormir. El eco de los latidos, el calor que aún tenía impregnado en la piel, la fragilidad de ese instante… todo le revolvía el alma.
Y no es el insomnio. Es algo más. Un presentimiento. Como si algo terrible estuviera suspendido sobre ellos, esperando el momento exacto para caer.
CRACK. CRACK. CRACK.
El golpe lo despierta. Violento. Seco. Como si alguien hubiese tirado una piedra contra la puerta.
—¡Reik!
Reik abre los ojos, sobresaltado. El corazón le late desbocado. Por un instante, cree que sigue soñando. El picnic, Nicolás, la fogata… ¿fue real? El olor en la almohada le responde: sí.
Se levanta descalzo. Va hacia la puerta con pasos arrastrados, el estómago revuelto por un mal presentimiento.
Gira la perilla.
—¿Omar…?
La figura empapada que aparece ante él es una sombra hecha carne. El rostro desencajado. Los ojos inyectados. El cabello mojado por la llovizna le escurre sobre las mejillas. Y los labios…
Los labios tiemblan de rabia.
—¿Así que viniste a esconderte como un cobarde?
—No estoy escondiéndome —balbucea Reik, retrocediendo—. Solo necesitaba espacio. Te lo dije…
—¿Después de qué? ¿De que empieces a difundir que estás esperando un hijo mío cómo padre soltero?
—¡No estoy difundiendo nada! ¡Solo me fui! ¡Déjame en paz!
—¡Me traicionaste! ¡Después de todo lo que hice por ti!
—¡¿Qué hiciste por mí, Omar?! ¡¿Qué hiciste?! ¡Me quitaste todo! ¡Hasta el derecho a respirar!
—¡Porque te amo! ¡Y no quería perderte!
—¡Eso no es amor! ¡Eso es control!
Los ojos de Omar se dilatan.
Omar olfateó el aire.
Sus ojos se abrieron de golpe.
—¿Qué es esto…? —frunció el ceño, avanzando un paso—. Huele a… a un alfa.
Reik tragó saliva.
—No es lo que crees.
—¡¿No lo es?! —rugió, y lo tomó del brazo bruscamente—. ¿Estás con otro? ¿Otro macho te tocó mientras estás esperando a mi hijo?
—¡Suéltame!
Omar lo empujó contra la pared, jadeando. Su respiración se aceleraba. Algo ancestral lo devoraba por dentro: el instinto.
Las feromonas de un alfa. No cualquier alfa.
Uno dominante.
Nicolás que estaba dando más vueltas que un tronco antes de dormir escucha los gritos y reconoce la vos de Reik, se levanta y mira por la ventana parece que discute con alguien. Sin pensarlo dos veces baja corriendo.
Por otro lado la abuela de Reik despierta y a paso de tortuga y temblorosa se levanta para ver qué sucede.
—¡Maldito seas! —gritó Omar—. ¡Ese olor no es tuyo! ¡Te dejó su marca, ¿verdad?! ¡Ese bastardo te tocó! ¡Estás contaminado!
—¡Cállate, Omar! —gritó Reik, con lágrimas en los ojos—. ¡No tienes derecho! ¡Tú no me entiendes! ¡Me quitaste todo! ¡Ni siquiera me dejabas hablar con mi abuela!
—¡Porque te amaba, idiota!
—¡Eso no es amor!
El grito rebotó por la casa. La furia de Omar se desató.
Y entonces lo empuja.
Reik no lo ve venir. Siente el impacto en el pecho. Pierde el equilibrio. Cae.
Cinco escalones.
El golpe en la espalda. El grito desgarrado. El vientre que se contrae, punzante. Como si algo dentro se quebrara.
—¡REIK! —grita una voz que atraviesa la noche.
Nicolás.
Descalzo. Corriendo como un huracán. Lleno de rabia y miedo. Lo ve caer y algo dentro de él también cae.
—¡Te voy a matar! —ruge al mirar a Omar.
Omar apenas tiene tiempo de girarse. Nicolás lo embiste. Lo lanza contra la cerca de madera. Lo golpea una vez. Dos veces. Lo hace sangrar.
—¡¿Cómo te atreves…?! ¡Lo empujaste! ¡Lo lastimaste!
—¡Quítate de encima! —gruñe Omar, sacando algo del bolsillo.
Una navaja.
El brillo del metal corta la oscuridad como un relámpago.
Nicolás apenas se alcanza a apartar, pero la hoja le rasga el costado. Un corte largo. Profundo. La sangre caliente chorrea por su torso.
—¡NO! —grita Reik desde el suelo—. ¡Basta! ¡Basta ya!
El grito hace temblar la noche.
—¡Reik, mi niño...¿ que está pasando?—grita la abuela angustiada y ve la escena.
Omar los ve. Ve su rostro pálido. Sus labios temblando. Las manos apretando su vientre. Y por un momento… duda.
Y huye.
Corre sin mirar atrás. Se pierde en la niebla como un fantasma sin tumba.
Nicolás cae de rodillas al lado de Reik.
—No, no, no… Reik, por favor… háblame… dime que estás bien…
—Duele… —susurra—. Nicolás… mi bebé…
La ambulancia llega treinta minutos después.
Las sirenas desgarran la madrugada. Los vecinos salen, curiosos. Livia llora en silencio, sin entender cómo la calma se transformó en una pesadilla.
Los paramédicos se llevan a Nicolás sangrando y a Reik en estado de shock.
Y la abuela, sin saber qué decir, solo reza. Como si rezar pudiera traer de vuelta lo que se fue.
El hospital huele a desinfectante y desesperanza.
Dos días después, Reik abre los ojos. La ventana está cubierta de bruma. Afuera, el mundo parece seguir girando. Adentro, todo está quieto.
Se lleva una mano al vientre.
No hay vida.
El hueco es físico. Doloroso. Como si le hubieran arrancado algo con una cuchilla.
—No… no…
Las lágrimas caen solas.
—Mi bebé…
La puerta se abre despacio.
La madre de Nicolás entra. Livia la sigue, con los ojos hinchados y un ramo de flores marchitas en las manos.
Y Nicolás…
Vendado. Pálido. Con el brazo en cabestrillo y una venda gruesa cubriéndole el costado.
—Reik… —dice su voz, temblorosa.
Los ojos de Reik lo buscan, lo encuentran… y se rompen.
—Lo perdí… —murmura, ahogado en llanto—. Perdí todo… lo siento tanto…
Nicolás no dice nada. Solo se acerca. Se sienta a su lado.
Y lo abraza.
Un abrazo largo. Sin condiciones. Sin juicios.
—No lo perdiste todo —susurra—. Aquí estoy yo.
Y por primera vez desde que todo comenzó, Reik llora sin miedo. Llora en silencio, sostenido por alguien que no intenta arreglarlo. Solo estar.
Afuera, la niebla se levanta un poco.
Y por un instante… parece que amanece.