Pasaron semanas antes de que Reik pudiera mirarse al espejo sin romperse por dentro. El hospital lo dio de alta tras varios chequeos. Le explicaron que no había nada físicamente dañado… excepto por lo más importante: su alma. Su pecho estaba hueco. Su vientre, un recordatorio cruel de lo que había perdido. Los días siguientes los pasó en silencio, caminando por el jardín con pasos cortos, o sentado en la vieja mecedora de su abuela, mirando hacia las montañas. Nicolás pasaba todas las tardes. A veces con fruta fresca. Otras, con libros que decía que no iba a leer. A veces solo con su presencia, sentado a su lado, hablando de cosas sin importancia. —¿Sabías que las abejas no pueden ver el color rojo? —dijo un día. —¿Ah, no? —respondió Reik, con una leve sonrisa, la primera en mucho tiempo. —No. Así que, si alguna vez te disfrazas de flor roja, estás a salvo. Ambos rieron. Por unos segundos, el dolor se volvió más liviano. Un mes después, llegó la noticia. Omar fue declarad
Leer más