Panecillos, aceite y una ducha.
Las semanas pasan entre turnos de trabajo, clases con niños patinadores, meriendas compartidas y silencios cada vez más cómplices. Reik y Nicolás ya no se saludan con timidez: ahora se buscan con la mirada, se lanzan bromas privadas y a veces sus manos se rozan sin querer... o queriendo.
Una tarde cualquiera, Reik camina hasta la casa de Nicolás con una canasta de panecillos recién horneados. Livia está bordando en el jardín y le guiña un ojo antes de dejarlo seguir. Los padres de Nicolás han salido a una cita. Por fin.
En el taller trasero, Nicolás está semimetido bajo el capó de un auto viejo que intenta restaurar desde hace meses. Tiene la camiseta arremangada, los brazos manchados de grasa y el rostro sudoroso.
—¡Toc-toc!—anuncia Reik, alzando la canasta.
—¡Panecillos! ¡Mi arte culinario te llama y tú no respondes!
—Tu arte grita carbohidratos, mejor dicho.
Ambos se ríen. Nicolás toma uno con la boca mientras sigue atornillando algo.
—¿Necesitas ayuda? —pregunta Reik, deja